miércoles, noviembre 01, 2006

El caso Giubileo


La doctora Cecilia Enriqueta Giubileo, una psiquiatra de 39 años que trabajaba en la Colonia Open Door, situada en Torres, cerca de Luján, Provincia de Buenos Aires, fue vista por última vez la medianoche del domingo 16 de junio de 1985, cuando un enfermero y un paciente cruzaron algunas palabras con ella.

Luego, el único que la vio fue su asesino.

La desaparición de la doctora Giubileo, más allá de especulaciones e hipótesis, cosechó un espeso e impenetrable misterio.

La Colonia Open Door

A comienzos del siglo XX, un precursor de la psiquiatría argentina, el doctor Domingo Cabred, tuvo un sueño humanista, propio de aquel país que apostaba al futuro y donde se levantaban, casi de un día para otro, grandes edificios públicos, estaciones ferroviarias, puentes, teatros. Cabred fundó un asilo para albergar y curar a enfermos mentales pobres, que se hacinaban en hospitales que no estaban preparados para atenderlos o, a veces, en cárceles. El proyecto del doctor Cabred comenzó a hacerse realidad en 1906 y se inauguró oficialmente en 1915.

Cuando sucedieron los hechos, el manicomio -cuyo nombre oficial era Instituto Neuropsiquiátrico Dr. Domingo Cabred, pero al que se conocía como Colonia Montes de Oca o Colonia Open Door- ocupaba 600 hectáreas en las cercanías de un pueblo llamado Torres, en las inmediaciones de Luján, 80 kilómetros al oeste de la ciudad de Buenos Aires. No mucho tiempo atrás, Torres había sido un apeadero en el que se detenían algunos trenes para cargar y descargar tarros de leche y correspondencia. En 1985, tenía 1500 habitantes, varios centenares de los cuales prestaban servicios en Open Door. Familias enteras trabajaban en la colonia o realizaban tareas externas para esa institución. Algunos habían heredado el puesto del padre y hasta del abuelo.

Open Door era un mundo autosuficiente. Erigido en terrenos altos y fértiles, contaba con granjas, criaderos de aves, talleres. Por lo demás, a Torres, un típico pueblo de la llanura, lo rodeaban estancias y haras donde se criaban esos caballos argentinos de polo que son célebres en el mundo entero.

Open Door, que quiere decir "puerta abierta", albergaba a 1200 deficientes mentales, distribuidos en 12 pabellones alrededor de un gran edificio central, especie de castillo normando. Los pabellones estaban separados por caminos y arboledas que sombreaban casi un tercio del predio. Hasta había una laguna.

Open Door fue concebido como un asilo abierto, en el que la paz de la naturaleza atenuara el dolor. Pero no era eso.

Era una sucursal del infierno.

"Me llamo Cecilia Giubileo"

Nació en 1946. Estudió medicina en la Universidad Nacional de Córdoba, en los trepidantes años sesenta. Militó en la izquierda, participó en huelgas y movilizaciones. El Cordobazo, en 1969, la vio entre los estudiantes que gritaban consignas en las calles de La Docta. Cecilia se enamoró de un muchacho llamado Pablo Chabrol. En 1972 se casaron y se fueron a vivir a España; se radicaron en Gijón, donde Cecilia trató de revalidar sus estudios. Pero el intento duró poco. Menos de un año. El matrimonio fracasó. Ella volvió y, ya definitivamente separada, se concentró en la facultad. En 1973, la Universidad Nacional de Córdoba le entregó su diploma de médica. Residió un tiempo en Campana, donde se empleó en una clínica metalúrgica, y en 1974, cuando entró a trabajar en Open Door, se afincó en Luján. Alquiló una casa en la calle Humberto I, y un consultorio en Torres. Aquí, una placa en la calle Calderón de la Barca 770 anunciaba su nombre y su especialidad: "Clínica médica".

Cecilia Giubileo vivía sola.

La doctora era querida tanto en Luján, una pujante ciudad del oeste bonaerense, capital del catolicismo argentino, como en Torres. Trabajar en Open Door, en estrecho contacto con el dolor, era una opción humana, además de profesional. No siempre cobraba las consultas a sus pacientes particulares, algunos de los cuales no tenían con qué pagarle. En su tiempo libre, la doctora investigaba sobre el mal de Chagas; quizá planeaba un doctorado.

Cecilia era una mujer hermosa. Había teñido de rubio su pelo oscuro. Delgada -pesaba 51 kilos-, de boca sensual y ojos intensos, su risa era luminosa. Cuando desapareció, el periodismo hurgó en su vida sentimental. No fue difícil: en Luján y en Torres, todos se conocían. Cecilia había vivido varias relaciones intensas. Con un médico de Campana que le llevaba algunos años; con un contador público de la Capital con quien, al momento de desaparecer, había cortado. Con otro médico, un colega de Open Door; con él, trazó planes. La doctora había hecho inversiones: compró dieciséis hectáreas en la Sección Primera del Tigre. Según versiones, con el colega abrieron un plazo fijo a orden conjunta. La investigación escudriñó incluso sus amistades femeninas: enfermeras, empleadas de la colonia. Algunos medios insinuaron que no estaba definida la orientación sexual de la doctora. Una de sus amigas se indignó: "Si la ven con un hombre, hablan. Si tiene una amiga, hablan. Entonces, ¿una qué tiene que hacer, andar sola?"

La única confidente de Cecilia Giubileo era su madre, María Lanzetti, entonces de 60 años, viuda, que vivía en Córdoba. Las cartas que Cecilia le enviaba eran como un diario personal. Un semanario de Buenos Aires publicó algunos fragmentos. En uno de ellos, la doctora Giubileo se confesaba: "Quiero tener un hijo, formar un hogar... esperar a mi marido cuando llega del trabajo. Quiero y no puedo. No sé qué me pasa. No aguanto. Siento que me despedazo".

La doctora Giubileo estaba de guardia el domingo 16 de junio de 1985, junto con otros dos profesionales. Llegó a la colonia desde Torres manejando su Renault 6 blanco. Firmó el libro de entradas a las 21.38. El tiempo era horrible: frío y húmedo. Al atardecer había bajado una neblina extraña, como un tul.

Los médicos de guardia permanecían en uno de los edificios del predio, llamado Casa Médica, y se trasladaban a los pabellones cuando algún interno lo requería. Aquella noche, la doctora Giubileo trató a un paciente con bronquitis y fiebre alta. Luego atendió el papeleo de unos familiares que vinieron a llevarse el cuerpo de una interna, fallecida por la tarde.

A las 0.15 -ya era lunes 17-, un enfermero de apellido Novello se cruzó con Cecilia Giubileo:

-¿Alguna novedad, doctora?

-Vengo del pabellón 7 -contestó Cecilia-. Atendí una urticaria gigante.

La doctora vestía un jogging azul, con vivos claros, campera celeste y zapatillas blancas. El pabellón 7 estaba a unos quinientos metros de la Casa Médica y la doctora había hecho el itinerario a pie. Pero Cecilia no fue y volvió sola: un paciente llamado Miguel Cano la había ido a buscar y la acompañó de regreso. Aquella noche, el conmutador telefónico de la colonia no funcionaba. Los senderos estaban bien iluminados, con luces de mercurio.

Las pistas

Amaneció el 17 de junio. La colonia se despertó a la luz lechosa de ese lunes. Seguía el mal tiempo. En el estacionamiento, aún estaba el Renault de la doctora Giubileo. Fueron a buscarla, pero el dormitorio estaba vacío y la cama, sin tender. En la mesa de luz sólo encontraron un par de zapatos marrones con puntera beige. No estaba su bolso ni su maletín médico. ¿Salió del predio? ¿Alguien entró a visitarla?

Al cabo de unos días, los amigos y allegados de Cecilia, alarmados, hicieron la denuncia en la comisaría de Torres, donde quedó asentada como "búsqueda de paradero". La policía comenzó a reconstruir los movimientos de la doctora durante aquella noche. Pero todo terminaba cuando la doctora le había dicho al paciente que la había acompañado desde el pabellón 7 hasta la Casa Médica: "Andá tranquilo. Yo voy a descansar un rato".

Luego no se la vio más. No pasó nada extraño entre la noche del domingo 16 y el lunes 17 de junio de 1985 en la Colonia Open Door. Sin embargo, la doctora Giubileo se había esfumado.

Comenzó la lenta y penosa investigación sobre el paradero de Cecilia Giubileo, conducida por el juez federal doctor Héctor Heredia. De pronto, ante los ojos asombrados de los internos, la colonia fue invadida por inesperados visitantes. Jaurías de perros adiestrados husmearon los rincones. Un helicóptero sobrevoló el lugar buscando huellas. La policía se internó en túneles jamás explorados. Se revisaron sótanos y altillos con polvo de siglos. Las brigadas rastrillaron cada centímetro del predio. Se abrieron dos pabellones clausurados.

La familia de Cecilia, para activar la causa, contrató a un abogado, el doctor Marcelo Parrilli, quien señaló un dato extraño: la doctora había cargado el tanque del Renault el domingo por la tarde. Sin embargo, cuando lo revisaron frente a la Casa Médica, no tenía ni una gota de nafta. Otro dato llamativo: el paciente que fue a buscar a la doctora a la Casa Médica y la acompañó al pabellón 7 había visto salir un furgón funerario. Lógico: se llevaba el cuerpo de la paciente muerta. Pero también vio un coche negro con las ventanillas delanteras y traseras cerradas. Y la funeraria no sabía nada de ese coche.

El personal de la colonia fue interrogado minuciosamente. Pero los pacientes, esos mil doscientos pares de ojos, eran testigos mudos: muchos de ellos no podían expresarse. Y si lo hacían, ¿se podía confiar en la palabra de esos enfermos? El caso Giubileo encerró una paradoja: los que podían hablar, no sabían. Los que, quizá, supieran algo, no podían hablar.

La conexión política

Se hurgó en la vida sentimental de la médica, lógicamente agitada por tratarse de una mujer joven, hermosa y libre. Pero todos los involucrados soportaron la investigación sin que pudiera acusarse a nadie.

Cecilia Giubileo trabajaba, había empezado a practicar taekwondo, estudiaba canto y participaba en un coro de Luján. Tenía amistades en Torres, donde visitaba a una persona mayor conocida como "la abuela Bellido", una anciana muy querida en el pueblo y que era para Cecilia como una segunda madre. A veces visitaba a la doctora una ahijada de ocho años que solía quedarse a dormir. Esa noche debió haber ido la niña, pero Cecilia la hizo desistir. ¿Significaba algo todo esto?

¿Tenía que ver el pasado tormentoso del país con la desaparición de la doctora Giubileo? Se especuló con ello. Pablo Chabrol, su ex marido, no registraba antecedentes políticos, pero dos hermanos de él habían militado en el ERP y estaban en las listas de desaparecidos de la Conadep. El suegro, Pablo Pedro Chabrol, molestó a los militares con sus incansables gestiones para averiguar el paradero de sus dos hijos, por lo que también él fue detenido y castigado.

Pero la conexión política no avanzó porque no pudo hallarse una relación entre estos sucesos y la misteriosa desaparición de Giubileo.

Otras hipótesis tampoco prosperaron: se dijo que Cecilia pudo haber sido secuestrada para pedir un rescate. En su casa de la calle Humberto I, guardados en una caja de maicena, se encontraron 3000 dólares, sus ahorros. Pero nadie pidió rescate. La posibilidad de que algún paciente de la colonia la hubiese atacado fue desinflándose: ¿era plausible que un deficiente mental planeara un crimen con tanta precisión? Los más insólitos rumores se desataron: se dijo que Cecilia había sido vista cuando entraba en un castillo en Lobos; también mientras caminaba por una calle de Tucumán o de Trelew...

El factor Menguele

Poco a poco, el verdadero rostro de Open Door salió a relucir: había tráfico de órganos, se utilizaban enfermos como cobayos para experimentar nuevas drogas. La corrupción reinaba en un hospital en el que el 85% de los pacientes no habían sido visitados por nadie durante el último año, según reveló un estudio realizado por la socióloga Silvia Balzano, del Conicet, mucho después. La desorganización, el caos administrativo y la desidia hacían de Open Door un depósito de cobayos. Las evidencias eran abrumadoras: cuando se renovó el mobiliario se sobrefacturó la compra. ¡El Estado pagó por 25.000 sábanas, pero sólo ingresaron unas pocas!

La encuesta judicial, pero sobre todo las investigaciones de la prensa, perforaron las complicidades oficiales y la opinión pública.

Miles de pacientes habían pasado por la colonia sin que se registrara su alta o defunción. En el sumario interno, el director de la colonia alegaba que los pacientes solían escaparse. Pero uno de los "huidos" era parapléjico. ¿Por qué la tasa de mortalidad era tan alta? ¿Se realizaban en Open Door extracciones de córneas? ¿Se traficaba con plasma, que en aquella época se vendía a 60 dólares el litro? ¿Eran los mil doscientos pacientes de Open Door donantes involuntarios? ¿Se vendían riñones, hígados, córneas, de pacientes (¡vivos!) por quienes nadie protestaría? Cuarenta años antes, el doctor Menguele había hecho eso... en Auschwitz.

La conexión de este infierno con la doctora Giubileo no tardó en instalarse en la opinión pública. Si en su vida privada no se encontraban motivos para su asesinato, sólo había que sumar dos más dos: Cecilia había metido la nariz en un turbio mundo ilegal.

Se abrió un sumario por las irregularidades de la colonia, que incluían maltrato sexual hacia las enfermas y sospechas de rufianismo. Pacientes de Open Door habían quedado embarazadas y hubo apropiación de los recién nacidos. Algunos periodistas que investigaban el caso, como Enrique Sdrech, fueron amenazados. La BBC destacó un equipo encabezado por Bruce Harris, que realizaba una investigación sobre el tráfico mundial de órganos. Más de media hora de ese documental trataba sobre la siniestra realidad de la colonia. La repercusión de este programa de TV fue enorme. El Dr. Florencio Eliseo Sánchez, director del instituto, fue inculpado y detenido. Murió en la cárcel, sin haber revelado ningún dato que aclarara el misterio.

Una de las tantas preguntas sin respuesta es la siguiente: ¿por qué no se dragó el lecho de la laguna de Open Door? ¿Yacía en su fondo el cuerpo de la médica?

Noticias sobre el infame tráfico de órganos han aparecido muchas veces en estos últimos veinte años. Cecilia Enriqueta Giubileo permanece desaparecida. Nadie fue inculpado por su presunta muerte.

Alvaro Abos
Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados

La mente es un rompecabezas de una sola pieza


Oliver Sacks creció al norte de Londres, excepto por cuatro años durante la Primera Guerra Mundial, en los que fue evacuado a un colegio pupilo en los Midlands. Sus padres y dos de sus hermanos mayores fueron médicos. De niño, Sacks quería ser químico (describió su amor hacia la química en sus memorias Tío Tungsteno), pero finalmente se decidió a entrar en el negocio familiar. También amaba la botánica, especialmente los helechos. Y aún los ama. Es miembro de la American Fern Society (la Sociedad Americana para los Helechos) y los helechos son el tema de su reciente libro Diario de Oaxaca. Estudió en la Universidad de Oxford y después, a comienzos de los ‘60, se mudó a California y realizó su residencia en neurología en la UCLA. A mediados de esa década se fue a Nueva York, donde ingresó al Hospital Beth Abraham del Bronx. Allí trabajó con los pacientes que habían contraído encefalitis letárgica en la epidemia ocurrida durante la Primera Guerra Mundial. Tomados como casos perdidos y por décadas abandonados a un largo sueño sin esperanza de recuperación, en 1969, Sacks les recetó una nueva droga llamada L-DOPA (una dopamina sintética que se les recetaba a los pacientes de Parkinson). La droga produjo los efectos más extraordinarios. Despertares, el libro que Sacks escribió basado en esta experiencia, inspiró una obra de teatro de Harold Pinter y una película protagonizada por Robin Williams, un logro editorial único. En los últimos veinte años ha publicado más de ocho libros, incluidos un testimonio de su propia experiencia cercana a la muerte (Con una sola pierna) y su obra más conocida: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Ha escrito sobre pacientes con autismo, alucinaciones, esquizofrenia, Alzheimer. En estos días, el Dr. Sacks continúa trabajando en el Hospital Beth Abraham y es también profesor clínico de neurología en la Escuela de Medicina Albert Einstein, y neurólogo en el Hospital de NYU y en el The Little Sisters of the Poor. Contribuye regularmente a The New York Review of Books y a The New Yorker. Y ha recibido muchos premios. Acá está.

Actualmente está trabajando en un libro sobre música y sus efectos en el cerebro. Cualquiera que haya leído su obra sabrá que usted no concuerda con Steven Pinker, quien ha dicho que la música es un mero aperitivo auditivo y un accidente evolutivo que se monta sobre los hombros del lenguaje. ¿Podría explicar por qué cree que Pinker se equivoca?

–Excepto por algunas raras condiciones patológicas, no he sabido de un ser humano que no sea musical o que no responda a la música de una u otra manera. Cada cultura tiene su música. Las flautas datan de hace miles de años. Somos una especie profundamente musical. Me imagino a la música avanzando de la mano con el lenguaje, codesarrollándose juntos. La música es esencialmente humana.

Pero ha encontrado algunos casos de personas indiferentes a la música. Dijo que Freud era uno de ellos, extrañamente.

–Sí, aunque generalmente me refiero a Freud como el maestro, no como el paciente. Freud era notoriamente indiferente a los conciertos y a la ópera de su tiempo, y al escribir sobre sus pacientes o sobre sus teorías nunca habló de música. Su único comentario fue que creía tener un punto ciego con relación a la música. También Nabokov dice en su autobiografía que lamenta admitir que la música le parece una morosa y arbitraria sucesión de sonidos irritantes. Pero, bueno, quién sabe, Nabokov era muy chistoso. Existe una extraña condición orgánica llamada amusia, a veces se nace con ella, a veces proviene de lesiones en el cerebro. Una vez conocí a un neurólogo francés que me comentó que su reconocimiento musical era algo limitado: básicamente, cuando escuchaba una música podía distinguir si era la Marsellesa o si no lo era. Excepto por casos así, los poderes terapéuticos de la música son enormes. Los pacientes de Despertares muchas veces no podían moverse o pronunciar una sílaba, pero podían bailar y cantar, la música les devolvía su fluir y su momentum, y cuando paraba la música, ellos paraban en seco. Tengo pacientes con demencia, caóticos y confundidos, que al escuchar música parecen ordenarse. Hay algo en la claridad de la música, en su estructura. Creo que una pieza de música cualquiera es la antítesis del caos y la confusión. Le puede restituir el orden a una persona. Es algo muy misterioso, pero veo centenares de pacientes con demencia que ya no pueden comunicarse verbalmente, pero que siguen accediendo a la música hasta el final. Y posiblemente seamos sensibles a la música desde el primer momento. Hay evidencias de que el feto puede responder a la música.

Mencionó algo sobre la epilepsia musical.

–Sí, una de mis pacientes fue encontrada inconsciente cerca de un lago con la lengua mordida. Cuando recobró el conocimiento, dijo recordar haber escuchado alguien tocando unas canciones napolitanas y luego sentirse rara, y eso fue todo. Así comenzó para ella. Solía tener convulsiones por otra cosas también, pero las canciones napolitanas (era una mujer siciliana) indescifrablemente le causaban un ataque epiléptico. Hay casos extraños. A veces hay compositores puntuales. Wagner, por ejemplo, parece ser muy patogénico. A mí personalmente no me gusta Wagner, pero hay gente que sufre convulsiones al escuchar su música.

Alguna vez mencionó una conversación entre dos personas con sinestesia musical.

–Lo que me fascina de la sinestesia es que todo sinestésico piensa que lo que le ocurre a él les ocurre a todos. Un conocido mío me contó que a los seis años le dijo a su profesora de piano: “Me encanta esa pieza azul”. “¿Qué quieres decir con azul?”, le preguntó la profesora. “Ya sabe, la pieza en D mayor, D mayor es azul.” Y la profesora le dijo: “No para mí”. Y mi amigo no lo podía creer, pensaba que algo terriblemente malo le estaba pasando a la profesora. No hay dos sinestésicos que tengan la misma experiencia, no hay un equivalente absoluto. En una ocasión, dos famosos sinestésicos creyeron haber encontrado un equivalente perfecto entre la música y el color, y se juntaron a charlar sobre el tema. Cuando se encontraron, discreparon en absolutamente todo.

Usted contó que, cuando va a conciertos, le gusta escribir mientras escucha.

–Suelo sentarme en la última fila, porque si la gente me ve tomando notas piensa que soy un crítico de música. Es toda una tradición. A Nietzsche le gustaba ir a conciertos, especialmente de Bizet; decía: “Bizet me hace un mejor filósofo”. Y yo creo que Mozart me hace mejor neurólogo.

¿Podría contarnos un poco sobre su vida? En Tío Tungsteno contó que cuando era apenas un niño su familia decidió que usted sería médico. Me pregunto si alguna vez dudó de esa elección.

–Reaccioné lo más fuerte que pude ante la sensación de destino. Tenía muchos otros intereses. Primero quería ser astrónomo, después químico, luego biólogo marino. Más tarde y un poco a regañadientes entré en medicina. Era la trayectoria más natural. Pero no he perdido mis otros intereses.

En Tío Tungsteno narra que para aprender de anatomía usted disecó a los catorce años el cuerpo de una niña de su misma edad. ¿Cómo afectó su decisión esa experiencia?

–Todos se horrorizan ante esta anécdota. Pero en los años ‘40, en una familia de médicos, no parecía algo tan excéntrico. Quiero decir, Flaubert describe en sus memorias cómo observó a su padre disecar cuerpos a la edad de ocho. Y catorce al lado de ocho es la madurez. Mi madre era cirujana y anatomista. Por supuesto que fue una experiencia un tanto horripilante y quizá fue demasiado temprano, pero no sé qué efectos pudo haber tenido sobre mí. No sé si debería haberlo mencionado en el libro y no sé si deberíamos haberlo mencionado hoy. Pero aparentemente es una historia que la gente parece no poder olvidar.

Abandonó Inglaterra para ir a California. ¿Por qué?

–Fue una decisión aparentemente intempestiva, pero en realidad ya desde adolescentes mis hermanos y yo sentíamos que Inglaterra, y en especial la Inglaterra médica, era un tanto rígida y patriarcal. Queríamos espacio. Pero no me fui a Norteamérica directamente. Primero fui a Canadá y desde ahí zigzagueé hasta California. No estaba seguro entonces de querer ser médico. Quería escribir, pero no sabía sobre qué. Fue una serie de accidentes, bueno, qué sabe uno lo que es accidente y lo que es diseño inconsciente. Pero me porté muy mal. Dije que me iba a Canadá de vacaciones y, cuando llegué, les envié un telegrama a mis padres que decía: “Me quedo”. No estuvo bien.

Luego se quedó un tiempo en California y volvió a marcharse rumbo a Nueva York.

–Amaba California. Era tan dulce, tan lánguida, tan drogona. Pero un día estaba en el Cañón del Colorado rodeado de hippies de todas las edades y sentí la necesidad de ir a donde estuviera la acción. Creo que para mí la acción significaba algún lugar que me forzara a trabajar, que me desafiara intelectualmente. Primero me fui a Nueva York a hacer investigación y eso fue un desastre absoluto. Soy excepcionalmente torpe, de hecho temía tropezarme hoy al entrar. En el laboratorio rompía todo, perdí un espécimen, rompí aparatos. Finalmente me dijeron: “Sacks, salga de acá, es una amenaza. Vaya a ver a los pacientes, al menos ahí no podrá hacer tanto daño”. Así llegué a los pacientes. Nunca supe que me iba a gustar tanto trabajar con ellos hasta ese momento.

Usted dijo que al conocerlos sintió que estaba entrando en un matrimonio, uno que no se disolverá hasta que la muerte los separe.

–Cuando llegué a Beth Abraham vi todas estas figuras paralizadas. Algunas habían estado así durante décadas. Y nuevamente, no sé qué es accidente o qué es inevitable, pero llegué ahí justo en el momento, o justo antes del momento en que una droga que nos ayudaría enormemente iba a estar disponible. El Leonard L. original, que es bastante más inteligente de lo que muestra la película, cuando escuchó sobre la existencia de la dopamina, dijo: “Dopamina es una resurrectamina, y George C. Cotizias (el médico griego que la descubrió) es un Mesías químico”. Más tarde sentí que me quería quedar ahí con los pacientes. Había algunos individuos maravillosos. Yo nunca hubiera pensado que uno podría estar durante casi cuarenta años aislado del mundo, privado de una vida y aun así sobrevivir psíquicamente. Eran sobrevivientes y realmente la supervivencia es mi tema. La enfermedad parece serlo, pero en realidad es la supervivencia.

En sus casos siempre aparece algo para celebrar, aun en las peores situaciones. ¿Alguna vez encontró situaciones demasiado horribles?

–Todo el tiempo. Pero aun así siempre hay algo positivo que encontrar. Muchas situaciones se vuelven menos terribles después de un diagnóstico. A veces llegan nuevos doctores a Beth Abraham y lo encuentran demasiado duro, pero si deciden quedarse, pronto descubren que hay otro lado del trabajo. Muchas veces es pura tripa, estoicismo y humor. Humor.

En Con una sola pierna utiliza muchas referencias religiosas. Y sin embargo recientemente recibió el Premio Ateo.

–No sé cómo me encontró esta gente del premio porque nunca he sido explícito acerca de mis creencias. Me encanta leer los Salmos. Aún lo hago, y leo también muchas historias bíblicas, de esas llenas de aflicción y rendición, desesperanza y fe. Algunas son directamente monstruosas, como la de Isaac y Abraham. Crecí en una familia judía ortodoxa, pero no tengo la más remota idea de en qué creían mis padres. Nunca hablamos del tema. Nunca hablábamos sobre creencias. Ellos creían en seguir ciertos rituales y en portarse decentemente. Hace poco, un físico dijo: “Soy un cristiano practicante, pero no un creyente”. Me pareció perfecto. Nunca he podido creer en una entidad sobrenatural, ya sean aliens, ángeles o fantasmas. Y sin embargo, me gusta trabajar en atmósferas religiosas. Trabajé en un hospital judío ortodoxo, The Litte Sisters of the Poor. Me gusta ver buena religión en acción. Religión que hace a la gente ser decente, pensante y tolerante. Nada que tenga que ver con ser invasivo o evangélico. No sé si es lo que ha ocurrido en Nueva York o que estoy viejo, pero cada vez estoy más asustado de las patologías de la religión. Creo que son el mayor peligro del planeta. Tengo un gran amigo que es un obispo metodista y él siempre me dice que ningún buen cristiano se toma la Biblia literalmente. Uno se la debe tomar como poesía, como literatura, como verdad espiritual, pero no como geología. Me sorprende que el 80 por ciento de la población confunda la Biblia con geología.

Usted dijo que no tiene ningún sentido de la dirección y ninguna memoria visual.

–Creo que tengo una cosa llamada agnosia, lo mismo que un hermano mío. Que incidentalmente es un término neurológico inventado por Freud. Una vez debía encontrarme con el Dr. Wolfanson y su secretaria llamó a la mía y le advirtió que el Dr. Wolfanson no podía reconocer a la gente. Y mi secretaria le dijo: “Ah, no se preocupe, el Dr. Sacks tampoco”. Entonces la otra secretaria dijo: “El Dr. Wolfanson no puede reconocer lugares”. “Tampoco el Dr. Sacks”, dijo mi secretaria. Milagrosamente nos encontramos igual. Cada año se pone peor. Hace poco entré a los tropezones en un restaurante y me topé con un hombre corpulento; inmediatamente comencé a disculparme hasta que me di cuenta de que era mi reflejo en un espejo. Otra vez estaba sentado a una mesa de la vereda de un restaurante. Cuando uno tiene barba y la ve en un reflejo, tiende a acomodársela. Y eso hice hasta que de golpe me di cuenta de que mi reflejo no estaba acomodándose la barba. Y del otro lado de la ventana del restaurante había un hombre con una barba, que se debía estar preguntando por qué demonios yo lo miraba y le hacía caras. Como ve, el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero conoce en carne propia qué se siente.

Una vez contó como contraejemplo la historia de su amigo Roger Miller, que tiene una memoria visual agudísima.

–Uno muchas veces no conoce el origen de sus recuerdos. Roger y su mujer estaban en Escocia en la casa de un amigo. Y Roger dice: “No puedo explicar por qué, pero este lugar me resulta muy familiar”. Y el anfitrión le pregunta: “¿Sabes qué hay en el piso de arriba?”. Y extrañamente Roger parecía saberlo. Entonces el anfitrión dijo: “Macan”. Macan era el nombre de una novela de John Buckham que nosotros leíamos mucho de jóvenes, era un escritor con unos poderes alucinantes de descripción. Y el anfitrión dijo: “Macan era mi abuelo y ésta es la casa donde transcurre la novela”. Mire, yo tengo en mi mente el recuerdo de dos bombardeos ocurridos durante mi infancia. Y hace poco mi hermano me confirmó uno, pero me dijo que en el otro yo no había estado. ¿Cómo que nunca estuve ahí? Si lo puedo ver... Mi hermano me dijo que no, que en realidad nuestro hermano mayor había mandado una carta muy descriptiva de ese bombardeo, llena de detalles y que se ve que yo quedé atrapado por ellos tanto que los internalicé. Pero aun cuando intelectualmente sé esto, la imagen sigue pareciéndome real. Uno puede saber cuándo alguien miente, pero si la memoria ha sido forzada, eso es imposible de detectar. La memoria se construye y, una vez que ha sido construida, los orígenes de esa construcción pueden perderse para siempre.

Otra de las cosas sobre las que está trabajando en este momento es en la visión estereoscópica.

–Estaba interesado en escribir sobre los astronautas, su percepción del espacio y la gravedad cero, y la mujer de un astronauta al que estaba entrevistando me comentó que ella había nacido bizca y luego de varias cirugías ahora ambos ojos le funcionaban bien, pero debía alternarlos, usar uno a la vez. Y yo, bastante falto de tacto, le pregunté si podía imaginar lo que era la visión binocular. “Supongo que sí”, me respondió ella. “Después de todo, soy profesora de neurobiología y conozco los mecanismos perfectamente.” La conversación quedó ahí. Hace unos meses recibí una carta de ella donde me recordaba esta conversación y me decía que entonces ella se había equivocado al pensar que sabía lo que era tener visión binocular. Y sabía que había estado equivocada porque ahora la tenía. Me contaba que había dado con un optometrista y luego de mucho trabajo un día se sentó en el auto y de golpe el volante hizo ¡plop!, se le vino encima. Entonces se dio cuenta de que exactamente eso era tener visión estereoscópica. Me dijo: “Ustedes, que nacen con ella, la dan por sentado, pero tenerla luego de no haberla tenido por cincuenta años es una revelación”. Me dijo que el mundo era mucho más hermoso de lo que ella podría haber imaginado. Ninguna imaginación podría haberse acercado a la realidad. Y subrayó la brecha enorme y absoluta entre conocimiento por descripción y conocimiento por experiencia.

Usted tiene una nostalgia por un estilo de ciencia antigua, una que ponía énfasis en la atención y la descripción. Una suerte de amateurismo entusiasta que teme se ha perdido.

–Claramente tuve esa sensación cuando llegué por accidente a una de las reuniones de la Sociedad para Helechos. Era algo salido de 1870: había algo anticuado en estos naturalistas, llenos de conocimientos, llenos de entusiasmo. Plenamente enamorados de su tema. No había nada competitivo en todo eso. Un amateur no significa un tonto; significa alguien enamorado de su tema. En cierta forma, Darwin fue el más grande de los amateurs. La ciencia no se profesionalizó hasta la mitad del siglo XX. En botánica, en geología, en astronomía, aún hoy los amateurs son de enorme importancia. Aun cuando soy un neurólogo profesional, me siento un amateur porque estoy enamorado de mi tema.

¿Aún se interesa por la química?

–Nunca he perdido un amor. No creo que uno pueda perderlo. Sea humano o no. De alguna manera uno sigue adelante, pero ese amor permanece. Todos mis primeros amores aún están ahí, y de alguna forma hacen a la riqueza de la vida. Cuando comencé a escribir Tío Tungsteno me puse a hacer experimentos absurdos en mi casa. Un día puse sulfuro en el microondas; cuando llegó mi asistente, el departamento estaba cubierto de dióxido sulfúrico.

Hábleme sobre otras formas de comunicación, además del lenguaje.

–Los gestos, el lenguaje corporal, el tono de voz, hay una continua comunicación preverbal, preconsciente, llevándose a cabo todo el tiempo. La gente que ha perdido el habla se vuelve especialmente sensible a esas cosas. Es extremadamente difícil mentirle a una persona con afasia, ellos pueden ver a través de la palabra. De Quincey hablaba de la presión que siente el corazón por lo incomunicable. Eso es lo que a veces uno siente. Y lo sentimos en parte por un mecanismo psicológico que tiene un correlato neurológico: es la habilidad para imaginar y sentir las percepciones del otro. Hasta hace un tiempo se creía que la empatía era meramente un término poético, pero en realidad los seres humanos tenemos lo que se llama “neuronas espejo”, que nos garantizan que si, por ejemplo, vemos a alguien quebrarse un brazo, nuestras neuronas espejo se disparan y eso hace que sintamos algo de ese dolor. Estas neuronas son algo defectuosas en personas que sufren autismo. Personas que pueden ser intelectualmente brillantes, pero que no tienen la capacidad de imaginarse otros estados de la mente fuera del suyo.

LARISSA MACFARQUHAR

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¡Mujer, mujer, supérate!


La puedo ayudar en algo?”, pregunta atento el vendedor de la librería. Pero la mujer, que ya escuchó muchas veces esa fórmula, no se hace ilusiones y se encamina directamente hacia la mesa de novedades: prefiere depositar su confianza –su desesperación– en alguno de los libros que integran el sector de autoayuda. Que vaya tranquila; si no encuentra palabras para definir su dolor, lo hará alguno de los quinientos títulos disponibles, expertos en darle forma, dividirlo en pasos, deconstruirlo a fuerza de consejos e instrucciones. Ante el autismo de los confesionarios, la lentitud y el presupuesto de la terapia, ante la falta de paciencia de todas las charlas, un libro sigue sobresaliendo gracias a dos cualidades: discreción y autoridad. Si está escrito, tiene que ser cierto. Además, el género de la autoayuda satisface dos reclamos del consumidor: un regreso a las soluciones mágicas que nos quitó la ciencia, y una gestión eficaz, respuesta rápida, sabiduría en kit. Si uno no surte el efecto deseado, habrá otro que lo consiga; la belleza nos espera. Algunos libros fueron escritos para ti, otros no, ya lo decía Borges. Este sector de la librería tan lejano a la literatura recibe, al menos, diez novedades por mes y siempre logra ubicar alguno de sus títulos en la lista de best-sellers. Los autores reconocidos gozan de una devoción que antes tuvieron los santos: desde Osho a los maestros de un sufismo reciclado; aun los acusados de plagio –Coelho y Bucay– mantienen su predicamento incólume. Actualmente, por ejemplo, un libro titulado La sabiduría recobrada tiene como argumento de venta una faja publicitaria que advierte: “Leé el libro original. Este es el libro que motivó la acusación de plagio contra Bucay”. El resto de los autores ignotos, que en general no vienen de ninguna rama del saber, basa su credibilidad, en todo caso, en haberse caído de alguna rama, haber pasado por una experiencia tremenda y reveladora: primero sufrieron, luego hallaron el sendero y ahora lo comparten con los lectores peregrinos.

Como si cada etapa de la vida pudiera armarse con artes de bricolage, los libros divulgan el “cómo” y prometen el “cuándo”: cómo lograr un orgasmo múltiple, cómo sentirse plena después de los cuarenta, cómo aprender a decir ¡no! en noventa y nueve pasos, cómo conseguir un hombre inteligente, bueno y solvente que te quiera, cómo no extrañarlo cuando se vaya. Responden a dilemas tan viejos como el mundo, a los que trae este siglo y también a otros que seguramente todavía la mayoría desconoce: Cómo convivir con un niño índigo entrena a las madres a auscultar en clave de fenómeno a los propios hijos. Remedios caseros de la A a la Z, basado en la premisa de que las enfermedades pueden ser expresión de un desequilibrio del alma, retorna sin escalas a opciones que parecían demolidas. El Bienestar sin esfuerzo enseña una especie de gimnasia fácil y sencilla para el espíritu.

La mujer que entró hace un rato todavía no se decide. Al principio le había llamado la atención un libro titulado Sin pareja y feliz. Cómo pasarlo en grande sin la otra mitad, pero ahora se siente convocada por otro un tanto más explícito: El gran orgasmo. Cómo tener orgasmos, cómo provocarlos y cómo hacer que sigan viniendo. Mientras ella se toma un tiempo para elegir por dónde comenzará a mejorar su estilo de vida, la (esquizofrénica) colección de libros va delineando ante sus ojos las siluetas de la mujer feliz y el hombre exitoso. En fin, la de la pareja perfecta, los padres ideales, los ancianos sabios, sexualmente activos y siempre saludables.

Autoayuda unisex

Los libros que apuntan a la autosuperación son herederos de los hoy perimidos manuales de estilo, de buenas costumbres, del savoir faire. Aquéllos fueron redactados principalmente en Inglaterra en la última mitad del siglo XIX con un fin si no iluminista, al menos sí integrador, unificador. Los libros que enseñaban a comportarse en público divulgaban una serie de normas sociales imprescindibles para la convivencia entre la población urbana y los recién llegados, inmigrantes, nueva población de obreros, ex campesinos. Hacer lo que es correcto para el resto, en todos los órdenes de la vida, era y es el reaseguro de la felicidad. Al siglo XX le pertenecen las obras sobre cómo hacer lo debido para un matrimonio perfecto, para controlar las trampas de la propia psiquis y para triunfar en el área de los negocios. Las técnicas para lograr eficacia aparecieron a fines de la década del 40 y estaban dirigidas a un lector masculino que debía entrenarse para vender más, argumentar y convencer, perder la timidez, ganar dinero. Eran libros de instrucciones para el padre de familia sostén de su hogar, sin mayor preparación, obligado de pronto a lanzarse al mercado aún virgen en materia de servicios, relaciones públicas, el arte de las finanzas. A esta etapa corresponde la pionera serie del americano Dale Carnegie, donde se destacan los aún exitosos Cómo ganar amigos e influir sobre las personas y Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida. Los recursos estilísticos de las obras de este gurú del marketing siguen presentes en las propuestas más nuevas. Nada ha cambiado; en todo caso, las viejas recetas aparecen ahora tamizadas por un lenguaje salpicado de ángeles, feng shui y algunos chakras. Según las ventas registradas en las librerías más importantes de Buenos Aires, los hombres siguen siendo consumidores de este tipo de manuales a los que les suman ahora los de superación espiritual. Siempre y cuando el éxito se encuentre en el destino final de todas las reflexiones. Incluso en los casos en los que la mujer es la que tiene la iniciativa de compra, los varones comparten la lectura sin prejuicios.

Hace unos cuantos años, con la presencia mayoritaria de mujeres consumidoras, la oferta tomó un carácter unisex para luego dedicarse a ellas apasionadamente. Hombres y mujeres coinciden en algo: la necesidad imperiosa de morigerar la angustia. Ambos están parados sobre las arenas movedizas de este mundo sin familia, ni trabajo, ni identidad, ni vocaciones estables. El deseo de apuntalar la autoestima y sobreponerse a las agresiones de los otros no tiene distinción de sexo. Los hombres compran, las mujeres también. Los libros circulan entre los miembros de familia y el mayor argumento de venta es una buena recomendación hecha por una amiga/o. La mayor parte de los textos apunta con alegorías, testimonios o ejercicios de respiración a lograr sentirse bien con uno mismo. En el punto opuesto a todo ímpetu revolucionario, los sabios de la new age le hablan al “tú” y le enseñan a desviar la mirada hacia las propias vísceras. Porque “cuando conectamos con la quietud interna, vamos más allá de nuestras ajetreadas mentes y emociones, para descubrir grandes profundidades de paz duradera, alegría y serenidad”. Se han evaporado los grandes relatos y, por lo tanto, ya no hay críticas virulentas ni referencias a la construcción de un futuro mejor. En este paisaje se explica el éxito mundial de un título como El poder del ahora y de su reciente secuela El silencio habla, ambos asentados en la premisa de que “existe otra realidad, una realidad más plena y dichosa a la que usted puede acceder... simplemente despertando su otro yo. Reconocer y aceptar la guía de ese yo sagrado le permitirá situarse por encima de las dificultades cotidianas, no para desdeñarlas sino más bien para abordarlas en sus justas proporciones; además, le permitirá irradiar esa recuperada lucidez, de modo que podrá transmitirla a otros”. Una coincidencia: todos los autores advierten que cada vez que dicen “realidad” se refieren a una imagen interior, y cuando dicen Dios se refieren al que el lector considere como tal. Esta amplitud de conceptos que barre con fundamentalismos, con el punto de vista y con los ideales, deviene, a pesar de su carácter vago y de su tono siempre esotérico, tabla de salvación para muchas personas. Cerrar los ojos para ver, aislarse para acercarse, parece ser la consigna de esta propuesta en materia de relaciones humanas.

En materia de sexo, el otro tópico donde los textos les hablan a hombres y mujeres es, justamente, el sexo: la sexualidad entendida como búsqueda de un placer sin límites merecido y demorado por siglos. En este plano, sí se da cabida a un discurso reivindicatorio de derechos y de búsqueda agresiva de cambio. Manos a la obra, el deseo y el placer se descomponen en partes. Sexo aquí es igual a un punteo de acciones, posturas, ingestas afrodisíacas, cambios de hábitos, puntos clave donde tocar. Los libros dan vueltas sobre el viejo Kamasutra –hace poco se agregó a la saga un kamasutra especial para gays– ya que autoayuda en materia sexual consiste en aprender a combinar ingredientes fisiológicos hasta dar con el plato ideal. La palabra orgasmo también es la favorita: “Aquí encontrará las diez maneras distintas que tienen las mujeres y las siete maneras que tienen los hombres de alcanzar el orgasmo. Consejos para controlar el ritmo y la frecuencia de los orgasmos. Ejercicios para aumentar la sensibilidad y sugerencias para las mujeres que nunca lo han alcanzado para que exploren su cuerpo y practiquen en privado”. Una vez convertido en derecho, el orgasmo femenino pasa a ser un desafío para la masculinidad que se apresta a disfrutarlo, provocarlo hasta el cansancio a través de otra exigencia más: el sexo tántrico.

Una pareja se acerca a la mesa de autoayuda. Mientras ella se lleva Por qué limitarse a soñarlo, todo lo que las mujeres quieren saber sobre el sexo, él va a tener que adentrase en Tantra. La iniciación de un occidental al amor absoluto o Tantra. Sexo pleno.

Identikit de la mujer feliz en tres pasos:

¡Chicas!

Lo último en el mercado editorial es el descubrimiento de la consumidora adolescente. Para ella la promesa es ésta: “Chicas es el nombre de la colección de novelas y manuales de instrucciones más divertidos, escritos en mordaz clave femenina. El tímido, el serio, el guaperas, el feo-pero-simpático, el guapo-pero-cretino, el rompecorazones, el deportista, etcétera. He aquí un muestrario para todos los gustos de estas extrañas criaturas que son los chicos. Desde el primer encuentro hasta el flechazo inevitable, desde el ligoteo hasta las rupturas, todo lo que tenéis que conocer sobre su comportamiento, tanto solos como en grupo”. Son libros coleccionables de tapas color chicle de frutilla que orientan a las nuevas lectoras para que sean menos problemáticas con los pobres padres y maestros, capaces de conquistarse a los mejores chicos sin morirse jamás de envidia por el éxito de sus amigas más lindas. Esta serie española se destaca por no haberse cuidado de evitar palabras como “ligoteo” y “coñazo”, que afortunadamente los hacen prácticamente indescifrables.

Pero hay más autoayuda de color rosa: acaba de aparecer un libro a cargo de una autora que dice saber sobre adolescentes gracias, sobre todo, a que le tocó convivir con la hija de su marido. Así que en el primer capítulo explica a las chicas cómo hay que comportarse cuando uno se queda a dormir en la casa de una amiga –aquí se aconseja llevar cepillo de dientes, comer lo que le dieren y no ponerse a saltar sobre los sillones–. Luego de tratar a su lectora como una recién llegada al planeta, le da pistas para lo único que les importa a las autoras: conquistar a un chico difícil. Más adelante le presenta una serie de anticonceptivos –el preservativo aparece como última opción sin hacer hincapié en que es el método que previene de enfermedades de transmisión sexual–, para culminar con un capítulo donde aconseja que si ha quedado embarazada, se lo comunique a su novio, a ver si él quiere hacerse responsable, luego, sin que pasen dos días, a sus padres, y luego de tener el bebé que intente continuar con sus estudios, que siempre son tan importantes.

Pero esto recién empieza. Una vez pasada la adolescencia puede aparecer Tamara Di Tella para esculpir cuerpo y alma. Hay que estar firmes y saludables. Para eso, una serie de libritos pequeños con unos 200 “tips” –frases incoherentes– se presentan como pequeños aparatos de Pilates para el alma, de los que vale adelantar algunas de sus máximas: “Las 3 palabras más inteligentes son: no quiero más”, “Las 2 palabras más inteligentes son: sin sal”. Son títulos siempre exclamativos, que adelantan lo escueto del mensaje mientras arengan como un personal trainer: ¡Adelgaza ya!, ¡Basta de celulitis!, ¡Tu pelo!

Pero el cuerpo no es todo. Está en plena juventud. A partir de aquí, la mujer feliz tiene variadas preocupaciones: aprender a cazar, conservar y olvidarse de los hombres, atreverse a tener hijos y también a no tenerlos, estimular a su bebé –aquí se destaca especialmente El efecto Mozart para niños–, sobrevivir a un divorcio, explicarles el divorcio a los chicos, ser sexualmente feliz, convivir con adolescentes problemáticos, ser ejecutiva y sensible, mantenerse joven, alegrarse frente al espejo al rencontrarse después de todo este ajetreo, cuando llegue la madurez.

Siempre mamá

Tal vez el único tópico que equipara al número de libros dedicados al placer sexual sea el de los que le hablan a “la mamá”. Desde el embarazo, pasando por los diferentes modelos de parto, la madre tiene una serie de libros ayudantes que no la van a dejar tranquila hasta que sus hijos se hayan ido de casa. Primero, la ayudan a elegirle el nombre develándole los significados históricos u ocultos en clave de numerología; luego, la ayudan a hablarle con mensajes de amor: Las 100 promesas para mi bebé es un reciente libro de Mallika Chopra que lleva prólogo del mismo Chopra. Están disponibles El Feng Shui para el bebé, 101 maneras de calmar un bebé, Cómo ayudar a su hijo con sobrepeso, Estrategias para padres desesperados, 55 reglas para educar a los más jóvenes, y toda una colección para primerizos con soluciones prácticas al llanto, los dolores, el insomnio. Algunos libros, como ¿Realmente quiero tener hijos?, si bien no se escapan de los límites del género, cuentan con el mérito de poner al alcance gran parte de los mitos y respuestas del sentido común ante una pregunta que raramente se formula antes de tomar esa decisión.

Usuaria de hombres

Alguien ha dicho que una buena prueba de que los libros de autoayuda no sirven es la cantidad de libros de autoayuda que siguen apareciendo. Es probable, sobre todo si se juzga la cantidad de libros que transmiten mensajes idénticos. Esta sección del identikit le grita en todos los idiomas a la mujer que, por favor, deje de pensar en los hombres, deje de depender de su mirada y empiece a pensar en el placer de ser ella sin necesidad del otro. Estos libros son geniales para resumir sus mensajes a través de los títulos: Atrévete a ser tú misma, porque sólo así podrá conseguir que el hombre que busca se fije en ella. Después de sucesivas operaciones frustradas con el género masculino, confiesa la autora del Manual de la usuaria de hombres, descubrió que algo estaba haciendo mal. A partir de entonces convierte sus errores en técnicas para “usufructuar” al objeto masculino reiterando (sin caer en la elegancia) los más perimidos clichés que ni el machismo se atreve a recordar hoy. Muchos libros, como éste, se pliegan con pretendido humor a cumplir con un deseo que deja a las “usuarias” más insatisfechas que al principio: explican dónde hallar hombres, cómo engañarlos, manipularlos y abandonarlos para volver a empezar el juego. El modelo de mujer que usa al varón como objeto de descarga sexual, porque está de vuelta, propone también la celebración de la soltería. Muchos libros se dedican a enumerar las ventajas –se destaca como una de las más importantes el manejo irrestricto del control remoto— y dar ideas para disfrutar el nuevo estado. Aunque indefectiblemente todos terminan con un capítulo donde se nos revela que sólo después de sufrido lo sufrido y luego de haber hecho como si no lo hubiéramos sufrido, estamos más aptas para encontrar un hombre que valga la pena.

La mujer solitaria no se ha podido decidir y por eso carga con una pila de libros hasta la caja. Después de todo, el identikit de la mujer feliz la persigue como una madrastra. Desde la adolescencia hasta que alcance la tercera edad tendrá que autoayudarse. Antes de pagar la cuenta, descubre un título prometedor: Aprende a pensar por ti mismo, de Edward de Bono. Y también se lo lleva. Tal vez, al cabo de la lectura la vida vuelva a empezar.

Liliana Viola

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Raros, feos y malos en la Argentina pura


No cabe duda que, a 30 años del golpe de 1976, los argentinos seguimos siendo bastante derechos y humanos.

Si faltaba alguna muestra, casi contemporáneamente con el Día Internacional Contra la Discriminación Racial, un fallo del juez en lo civil Julio César Dávalos vino a confirmarnos que no hubo discriminación alguna en el caso de una mujer que se negó a alquilarle su departamento a un matrimonio cuando se enteró que era de origen judío.

La pareja había dejado una seña. Pero no bien la propietaria se enteró la identidad de los candidatos a inquilinos, le exigió a la inmobiliaria que la devolviera, señalando que no quería "ni judíos, ni chinos, ni coreanos, ni homosexuales" en su departamento. Para mayor precisión, agregó que sólo le alquilaría a "un argentino que sea del barrio y tome mate".

La dueña del departamento alegó en el juicio que simplemente estaba ejerciendo su derecho a la propiedad y que tenía miedo que, por ser judía, a la pareja -y, por consiguiente, a su inmueble- le pusieran una bomba.

El juez recurrió a una pericia psicológica para entender la reacción de la propietaria. Y, con esa asistencia técnica, concluyó que "el atentado a las Torres Gemelas tal vez le generó un temor especial. Sus miedos surgieron de una circunstancia mundialmente impresionante y peligrosa". Y agregó que, por sus características, a la señora le produce temor "lo raro, lo extraño, lo desagradable o lo incontrolable".

Lo raro, lo extraño, en realidad, resulta el fallo del juez. ¿Supondrá Su Señoría que los miles de muertos en las Torres Gemelas eran judíos y por eso la demandada tiene razón? ¿O conjeturará que Bin Laden y los suyos siguen con especial atención el movimiento inmobiliario de la zona norte de Buenos Aires?

¿Entenderá el juez que las personas de la comunidad judía son parte del conglomerado que a la propietaria atemoriza por ser integrantes del conjunto de "lo raro, lo extraño, lo desagradable o lo incontrolable"? ¿O considerará el magistrado, al darle la razón a la señora, que chinos, coreanos, homosexuales y los que se abstienen del mate también integran o pueden llegar a conformar ese grupo que la mujer asocia, fatídicamente, con las imágenes apabullantes de las Torres desplomándose?

Por estos días sensibles a las voces de la historia también se conoció un relevamiento del Comité de Solidaridad de Familiares Argentinos Exiliados en España. Allí se señala que 1.900 desaparecidos durante la dictadura militar eran de origen judío, cuando esta comunidad apenas representaba el 0,8% de la población.

¿Será que los judíos derivan, indefectibles, hacia el marxismo, como predicaba con sangrienta constancia el general Camps? ¿O que la Argentina derecha y humana practica con cotidiana potencia la discriminación, práctica que se nota hasta en las hinchadas de fútbol que suelen cantar en contra de "paraguas" y "bolitas"? Y que también se ejerce, paradójicamente, en especial en las disco, contra esas personas morochas, por demás criollas, a quienes se les dice "cabeza" o "cabecitas negras", haciendo caso omiso al hecho de que —como reclama la propietaria— suelen tomar mate a destajo.

Esto "nos hace dar la impresión de que no maduramos a través de los años", comentó el almirante Godoy, jefe de la Armada, no bien se hizo público el reciente caso del espionaje a civiles por parte de altos oficiales de su fuerza. Quizá no sea una simple impresión la del almirante y en la Argentina -en especial, en la Marina y bajo su responsabilidad- las brevas aún no estén maduras: el país que aplaudió el golpe de 1976 parece seguir poderosamente vivo.

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Robledo Puch: el ángel negro


Desde Retiro hasta San Fernando, a lo largo de 15 kilómetros, se extiende una aglomeración urbana que las guías de turismo de la ciudad de Buenos Aires llaman "la ribera norte". Viven allí millones de personas, pero el lugar no es importante por los números: alberga lo mejor y lo peor de la gran ciudad. En ella se alzan las residencias más elegantes. Algunas rodeadas por enormes barriadas miserables. La ribera norte es el lugar del poder: en un predio de 14 manzanas situado en Olivos, viven los presidentes de la Argentina. Es también escenario de placeres: restaurantes, clubes, posadas del amor convocan cada noche a multitudes. Y de pasiones populares como el turf (allí tienen sus templos los burreros, en los hipódromos de Palermo y San Isidro), o el fútbol (el Estadio Monumental). La ribera norte es también la ciudad de las artes: en San Isidro, junto a las barrancas, Victoria Ocampo recibió a lo más granado de la cultura del mundo.

Fue cuna de sabios y genios, de magos y curanderos, también de caudillos y pistoleros.Y de criminales. Entre ellos, ninguno como Carlos Eduardo Robledo Puch. Su récord homicida fue breve y aun hoy, a treinta años de distancia y con mucha sangre corrida bajo los puentes, impresiona. En un año mató once personas -quizá más- y consumó decenas de asaltos. Lo hizo en supermercados, quioscos y garajes de Acassuso, Martínez, Olivos y Vicente López. No necesitó salir del barrio para pasar a la historia negra de la Argentina.

Comienza la década del 70 y Robledo Puch es un muchacho rubio, flaquito, de exuberante cabellera rizada, nacido el 22 de enero de 1952. Su padre, del que hereda los dos apellidos, es descendiente del general Martín Güemes. Es también un importante técnico de la General Motors. La madre de Robledo Puch es hija de alemanes. La familia vivió mucho tiempo en Tigre, y después en un chalet de Villa Adelina.

Robledo Puch, a quien en el colegio llamaban "leche hervida", por su carácter, o "el colorado", es un rebelde. Un violento. Es inteligente y buen lector, pero tiene lo que, eufemísticamente, se llama "problemas familiares". Por robar una moto lo mandan un tiempo a un correccional, la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, en Los Hornos, cerca de La Plata. Sus padres hicieron de todo para disciplinarlo, por ejemplo, colocarlo en diversos colegios, donde invariablemente era expulsado.

Carlos Eduardo se hace de dos amigos fieles con los que comparte la pasión por las motos y los coches. Uno se llama Jorge Ibáñez, es un rosarino dos años más chico pero con más experiencia que Robledo Puch: roba desde los diez años. El otro es Héctor Somoza, más modesto, hijo de un panadero de Villa Adelina, vecino de los Robledo Puch. Pero Ibañez y Somoza no se llevan bien. Entonces, Carlos Eduardo debe optar y se queda con Ibáñez, alias Queque.

En septiembre de 1970, Ibáñez y Robledo Puch roban la joyería de Rachmil Israel Isaac Klinger, en Olivos. Sacan 100.000 pesos. Luego asaltan un taller de caños de escape, a pocas cuadras de la joyería, de donde se llevan 110.000 pesos. En enero de 1971 entran en una casa que vende motos en San Fernando y roban una vieja Guzzi roja de los años cincuenta y una Gilera 150 más nueva, negra y roja. En un cajón, Robledo Puch descubre una máquina que lo fascina: es una pistola Ruby calibre 32.

El 15 de marzo de 1971 dos hombres dormitan a la madrugada en dos catres: son el dueño y el sereno del boliche Enamor, en Espora 3285, Olivos. Entran Ibáñez y Robledo Puch por una ventana trasera. Se llevan 350.000 pesos de la caja. Robledo Puch ve a los dos hombres dormidos y desenfunda su Ruby 32. Le pega un balazo en la cabeza a cada uno. Mueren sin despertar.

El 9 de mayo de 1971, a las cuatro de la madrugada, Robledo Puch e Ibáñez se descuelgan por un tragaluz y entran en un negocio que vende repuestos de automóviles Mercedes-Benz, en Vicente López. Robledo Puch se introduce en el dormitorio donde reposan una pareja y un niño de corta edad. Robledo Puch asesina al hombre y dispara contra la mujer. Ibáñez, a pesar de que la mujer está herida, intenta violarla. Ella sobrevivirá como testigo. Antes de huir con 400.000 pesos, Robledo Puch dispara a la cuna donde llora un bebe de pocos meses que salva la vida de milagro: la bala lo roza.

La noche del 24 de mayo Robledo Puch e Ibáñez entran en un supermercado Tanti, en Olivos, y asesinan al sereno.

Hasta entonces, la policía no había ligado estos crímenes entre sí. Formaban parte de la trama del delito que palpita en una ciudad inmensa. La simultaneidad de los hechos había ganado algún espacio en los diarios: "Volvió a golpear la secta del crimen en la zona norte", rezaba un título.

Raid violento

El 13 de junio de 1971 Jorge Ibáñez entra en un garaje del barrio de Constitución, en la Capital Federal. Son las once de la noche. Sin pronunciar palabra, mata de un tiro en la cabeza al cuidador. Ibáñez elige, de entre los coches que duermen en el garaje, un Ford Fairlane y se retira tranquilamente, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad. Pasa a buscar a su amigo y comienzan a deambular por Olivos. En la Avenida del Libertador al 3800, Ibáñez ve una mujer joven que sale de un boliche.

-Traela -ordena a su compañero. Robledo cumple la orden.

Ibáñez le cede el volante a Robledo Puch, que a toda velocidad comienza a circular por la Avenida del Libertador. En el asiento trasero, Ibáñez viola a la muchacha. La dejan bajar en la ruta Panamericana. Pero mientras ella se aleja, Robledo Puch la acribilla con cinco tiros en la espalda.

Carlos Robledo Puch y Jorge Ibáñez formaban lo que se llama una "pareja delincuente". Como los asesinos norteamericanos que Truman Capote retrató en su libro A sangre fría, había entre ambos una relación de dependencia, quizá de sumisión. Ibáñez era la cabeza pensante y Robledo Puch, el ejecutor. Ibáñez mandaba y Robledo Puch obedecía.

Pocas noches después de matar a la adolescente, se toparon con otra muchacha que salía de Katoa, en Vicente López, donde el novio trabajaba de camarero. Quisieron subirla al coche. La muchacha se resistió tenazmente a la violación e Ibañez desistió. La arrojaron del coche semidesnuda y cuando ella corría al borde de la Panamericana, Robledo Puch la mató a tiros.

El 5 de agosto, Robledo Puch e Ibáñez recorrían la avenida Cabildo en un Di Tella que era del padre de Carlos. Robledo Puch tuvo un descuido y se estrellaron contra otro coche. Ibañez, que viajaba en el asiento del acompañante, murió en el acto. Robledo Puch incurrió en una conducta habitual en él: la frialdad absoluta ante la muerte. Le sacó la cédula a Ibáñez, se bajó del coche y se retiró a pie.

Algunos dudaron, luego, de que Ibáñez hubiera muerto en un tonto accidente. El fin del muchacho pudo haber sido otro. ¿Un ajuste de cuentas? ¿Había una tercera persona en el coche? Lo cierto es que la muerte de Ibáñez marcó una pausa en la carrera criminal de Robledo Puch: dejó de matar y retomó sus estudios. Su madre le regaló un Dodge GTX cupé, con llantas deportivas. Costó 3.041.000 pesos. Lo compraron en una concesionaria de Martínez. Tiempo después, cuando le preguntaron al "ángel rubio", ya preso, cuál había sido el momento más feliz de su vida, no vaciló:

-El día en que mi madre me compró el coche.

En realidad, el Dodge Polara se lo compró su madre con dinero que Carlos Eduardo le daba. ¿Cómo hacía un muchacho para tener esa plata? Es que soy un gran mecánico y arreglo motos, mamá, decía él. Le creyeron. Algunos de los robos no produjeron botín alguno, porque los serenos asaltados no custodiaban dinero, pero el del supermercado Tanti, por ejemplo, los compensó: de allí se llevaron cinco millones.

Durante aquel intervalo feliz, su padre lo llevó en varios viajes de negocios al interior. Mientras tanto, algún policía intentaba ligar el rompecabezas macabro conformado por esos crímenes dispersos que se habían sucedido desde marzo.

Muerto Ibáñez, Robledo Puch se volcó hacia su amigo Somoza, con el que comenzó a salir cada noche. El 13 de noviembre rompieron la vidriera de una armería y se llevaron un revólver Astra Cádiz calibre 32. Dos días después asaltaron el supermercado El Rincón, de Boulogne. Acribillaron al sereno y encontraron la caja vacía. Al día siguiente, Robledo Puch estrelló el Dodge Polara contra un árbol en Figueroa Alcorta y Dorrego. Entonces, durante un tiempo, los asesinos se desplazaban en colectivo.

El 17 de noviembre, Robledo Puch y Somoza entraron en una concesionaria de autos en Olivos y mataron al cuidador. El 25 de noviembre entraron en la concesionaria Puchmartí, de Martínez, en la que su madre le había comprado el Dodge. Se filtraron por el techo, redujeron al sereno y le sacaron las llaves. Robledo Puch lo mató de un tiro en la nuca.

Se llevaron un millón. Se fueron en taxi y al día siguiente compraron un Fiat 600 gris. Querían prepararlo para competición. Le duró unos pocos días. Robledo Puch manejaba como un loco y al Fitito lo arrolló un colectivo. Lo vendieron como chatarra.

Después, vino el final. Fue el 1° de febrero de 1972. Salieron a "recorrer". Robledo Puch vestía una campera de corderoy Levi's, remera a rayas, jean sin cinturón con la cintura caída. En la muñeca llevaba un Omega Speedmaster y calzaba sus Adidas blancas.

Entraron en la ferretería Masseiro Hermanos, de Carupá. Como siempre, remataron de un tiro al vigilador. Luego intentaron abrir con las llaves la caja de caudales. Comenzaron a violentarla con un soplete. Somoza trabajaba y Robledo Puch vigilaba. Tras sopletear varias horas, Somoza hizo una pausa y se acercó a su compañero. Lo abrazó desde atrás, en un gesto amistoso. Robledo Puch se sobresaltó. Se dio vuelta y lo mató de un balazo. Después le quemó la cara con el mismo soplete. Robledo Puch terminó de abrir el cofre, recogió el botín y se fue. Con tanto apuro que dejó la cédula en el bolsillo de Somoza.

La policía identificó el cadáver de Somoza. Tenía un tiro en el corazón y la cara horriblemente quemada con fuego. Una comisión fue a la casa de Somoza. Una señora les dijo:

-¿Mi hijo? Ahora no está. Anda siempre con su amigo, Carlos.

-¿Qué Carlos?

-Carlos Robledo. Le dicen "el colorado".

Ella les dio las señas de la familia Robledo Puch: Las Acacias al 200, Villa Adelina.

Un coche de la subcomisaría Balnearios llegó a las cuatro de la tarde a ese chalet. Era el 3 de febrero de 1972. Apenas habían parado cuando apareció un chico en una motito.

-¿A quién esperan, señor? -preguntó Robledo Puch, desentendido.

-Pibe, ¿vos conocés a un tal Somoza?

-¿Somoza? No, ¿quién es?

-Debe ser un amigo tuyo, porque tenía tu cédula en el bolsillo.

La policía registró el chalet de los Robledo Puch y, escondido en un rincón del piano, encontró el dinero de los robos, así como dos revólveres calibre 32 y cinco calibre 22.

Lo subieron al coche y lo llevaron a la comisaría. Carlos Eduardo Robledo Puch al principio negó. Pero enseguida confesó todo, haciendo gala de una memoria excepcional. Recordaba cada detalle y le reveló a la policía algunos robos que ni siquiera estaban registrados.

Sin arrepentimiento

Sus confesiones llenaron durante meses la crónica policial. Lo bautizaron "El ángel negro", "El tuerca maldito", "Cara de ángel", "El muñeco maldito" o "El Chacal". Pero pronto la descripción de tantos crímenes dejó paso a otro deporte: interpretar a aquel monstruo que la sociedad había engendrado. Para algunos, fue el representante de una clase social parasitaria. Para otros, el exponente de una juventud destruida por anteriores generaciones. Uno de los psiquiatras que lo revisaron recordó que "ahora es un psicópata, hace unos años fue un chico asustadizo". Lo más sorprendente eran las explicaciones que el propio Robledo Puch daba. "Un pibe de veinte años no puede estar sin guita y sin coche." ¿Cinismo? ¿Provocación? ¿O la cruda explicación de un mundo de infinita miseria?

"Tenía 20 años, era aparentemente un chico común, perteneciente a una familia de clase media", lo describió el juez Víctor Sasson. No mostraba el aspecto de un criminal convencional. Una revista semanal lo interpretó a la luz del psicoanálisis: Robledo Puch, decía Panorama, "es visto como el Mal con aspecto de Bien y al horror real de los crímenes se suma el de la fantasía." Crónica explotó a fondo esa dualidad: "Es niño bien, tiene 20 años, carita de ángel, frío, feroz y cínico".

La saga del "ángel rubio" tuvo una impensada continuación: el 7 de julio de 1972, el entonces acusado en espera de juicio estaba recluido en una dependencia especial del Penal de Olmos, cerca de La Plata. Esa noche, en compañía de otro detenido, se fugó saltando por los techos. Estuvo en libertad durante 64 horas. Lo detuvieron mientras deambulaba por las calles de Olivos, el escenario de sus crímenes.

-¿Robledo Puch?

-Sí, soy yo.

-Párese, está detenido.

-No tiren.

Para Osvaldo Soriano, que escribió una crónica sobre él, "Robledo Puch desnuda la apetencia exitista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos de éxito".

Otro escritor, Osvaldo Aguirre, señala que Robledo Puch permanece en la memoria colectiva no sólo por la desmesura de sus crímenes, sino porque jamás se arrepintió ni pidió perdón. Por el contrario, en las numerosas entrevistas que concedió en estos treinta años en la cárcel de Sierra Chica, donde ocupa una celda del pabellón de homosexuales, reivindicó sus actos.

El paso del tiempo embellece el delito, aun el más sórdido. Así nacen los mitos criminales. Pero Carlos Eduardo Robledo Puch ha mantenido su odio incólume. No hay mito Robledo Puch. El horror continúa. "Mató a personas comunes sin ninguna razón y sin dar la menor posibilidad de defensa. Cualquiera pudo ser su vícitima: por eso fue la esencia del enemigo público." Y lo sigue siendo.

Alvaro Abos Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados