miércoles, noviembre 01, 2006
La mente es un rompecabezas de una sola pieza
Oliver Sacks creció al norte de Londres, excepto por cuatro años durante la Primera Guerra Mundial, en los que fue evacuado a un colegio pupilo en los Midlands. Sus padres y dos de sus hermanos mayores fueron médicos. De niño, Sacks quería ser químico (describió su amor hacia la química en sus memorias Tío Tungsteno), pero finalmente se decidió a entrar en el negocio familiar. También amaba la botánica, especialmente los helechos. Y aún los ama. Es miembro de la American Fern Society (la Sociedad Americana para los Helechos) y los helechos son el tema de su reciente libro Diario de Oaxaca. Estudió en la Universidad de Oxford y después, a comienzos de los ‘60, se mudó a California y realizó su residencia en neurología en la UCLA. A mediados de esa década se fue a Nueva York, donde ingresó al Hospital Beth Abraham del Bronx. Allí trabajó con los pacientes que habían contraído encefalitis letárgica en la epidemia ocurrida durante la Primera Guerra Mundial. Tomados como casos perdidos y por décadas abandonados a un largo sueño sin esperanza de recuperación, en 1969, Sacks les recetó una nueva droga llamada L-DOPA (una dopamina sintética que se les recetaba a los pacientes de Parkinson). La droga produjo los efectos más extraordinarios. Despertares, el libro que Sacks escribió basado en esta experiencia, inspiró una obra de teatro de Harold Pinter y una película protagonizada por Robin Williams, un logro editorial único. En los últimos veinte años ha publicado más de ocho libros, incluidos un testimonio de su propia experiencia cercana a la muerte (Con una sola pierna) y su obra más conocida: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Ha escrito sobre pacientes con autismo, alucinaciones, esquizofrenia, Alzheimer. En estos días, el Dr. Sacks continúa trabajando en el Hospital Beth Abraham y es también profesor clínico de neurología en la Escuela de Medicina Albert Einstein, y neurólogo en el Hospital de NYU y en el The Little Sisters of the Poor. Contribuye regularmente a The New York Review of Books y a The New Yorker. Y ha recibido muchos premios. Acá está.
Actualmente está trabajando en un libro sobre música y sus efectos en el cerebro. Cualquiera que haya leído su obra sabrá que usted no concuerda con Steven Pinker, quien ha dicho que la música es un mero aperitivo auditivo y un accidente evolutivo que se monta sobre los hombros del lenguaje. ¿Podría explicar por qué cree que Pinker se equivoca?
–Excepto por algunas raras condiciones patológicas, no he sabido de un ser humano que no sea musical o que no responda a la música de una u otra manera. Cada cultura tiene su música. Las flautas datan de hace miles de años. Somos una especie profundamente musical. Me imagino a la música avanzando de la mano con el lenguaje, codesarrollándose juntos. La música es esencialmente humana.
Pero ha encontrado algunos casos de personas indiferentes a la música. Dijo que Freud era uno de ellos, extrañamente.
–Sí, aunque generalmente me refiero a Freud como el maestro, no como el paciente. Freud era notoriamente indiferente a los conciertos y a la ópera de su tiempo, y al escribir sobre sus pacientes o sobre sus teorías nunca habló de música. Su único comentario fue que creía tener un punto ciego con relación a la música. También Nabokov dice en su autobiografía que lamenta admitir que la música le parece una morosa y arbitraria sucesión de sonidos irritantes. Pero, bueno, quién sabe, Nabokov era muy chistoso. Existe una extraña condición orgánica llamada amusia, a veces se nace con ella, a veces proviene de lesiones en el cerebro. Una vez conocí a un neurólogo francés que me comentó que su reconocimiento musical era algo limitado: básicamente, cuando escuchaba una música podía distinguir si era la Marsellesa o si no lo era. Excepto por casos así, los poderes terapéuticos de la música son enormes. Los pacientes de Despertares muchas veces no podían moverse o pronunciar una sílaba, pero podían bailar y cantar, la música les devolvía su fluir y su momentum, y cuando paraba la música, ellos paraban en seco. Tengo pacientes con demencia, caóticos y confundidos, que al escuchar música parecen ordenarse. Hay algo en la claridad de la música, en su estructura. Creo que una pieza de música cualquiera es la antítesis del caos y la confusión. Le puede restituir el orden a una persona. Es algo muy misterioso, pero veo centenares de pacientes con demencia que ya no pueden comunicarse verbalmente, pero que siguen accediendo a la música hasta el final. Y posiblemente seamos sensibles a la música desde el primer momento. Hay evidencias de que el feto puede responder a la música.
Mencionó algo sobre la epilepsia musical.
–Sí, una de mis pacientes fue encontrada inconsciente cerca de un lago con la lengua mordida. Cuando recobró el conocimiento, dijo recordar haber escuchado alguien tocando unas canciones napolitanas y luego sentirse rara, y eso fue todo. Así comenzó para ella. Solía tener convulsiones por otra cosas también, pero las canciones napolitanas (era una mujer siciliana) indescifrablemente le causaban un ataque epiléptico. Hay casos extraños. A veces hay compositores puntuales. Wagner, por ejemplo, parece ser muy patogénico. A mí personalmente no me gusta Wagner, pero hay gente que sufre convulsiones al escuchar su música.
Alguna vez mencionó una conversación entre dos personas con sinestesia musical.
–Lo que me fascina de la sinestesia es que todo sinestésico piensa que lo que le ocurre a él les ocurre a todos. Un conocido mío me contó que a los seis años le dijo a su profesora de piano: “Me encanta esa pieza azul”. “¿Qué quieres decir con azul?”, le preguntó la profesora. “Ya sabe, la pieza en D mayor, D mayor es azul.” Y la profesora le dijo: “No para mí”. Y mi amigo no lo podía creer, pensaba que algo terriblemente malo le estaba pasando a la profesora. No hay dos sinestésicos que tengan la misma experiencia, no hay un equivalente absoluto. En una ocasión, dos famosos sinestésicos creyeron haber encontrado un equivalente perfecto entre la música y el color, y se juntaron a charlar sobre el tema. Cuando se encontraron, discreparon en absolutamente todo.
Usted contó que, cuando va a conciertos, le gusta escribir mientras escucha.
–Suelo sentarme en la última fila, porque si la gente me ve tomando notas piensa que soy un crítico de música. Es toda una tradición. A Nietzsche le gustaba ir a conciertos, especialmente de Bizet; decía: “Bizet me hace un mejor filósofo”. Y yo creo que Mozart me hace mejor neurólogo.
¿Podría contarnos un poco sobre su vida? En Tío Tungsteno contó que cuando era apenas un niño su familia decidió que usted sería médico. Me pregunto si alguna vez dudó de esa elección.
–Reaccioné lo más fuerte que pude ante la sensación de destino. Tenía muchos otros intereses. Primero quería ser astrónomo, después químico, luego biólogo marino. Más tarde y un poco a regañadientes entré en medicina. Era la trayectoria más natural. Pero no he perdido mis otros intereses.
En Tío Tungsteno narra que para aprender de anatomía usted disecó a los catorce años el cuerpo de una niña de su misma edad. ¿Cómo afectó su decisión esa experiencia?
–Todos se horrorizan ante esta anécdota. Pero en los años ‘40, en una familia de médicos, no parecía algo tan excéntrico. Quiero decir, Flaubert describe en sus memorias cómo observó a su padre disecar cuerpos a la edad de ocho. Y catorce al lado de ocho es la madurez. Mi madre era cirujana y anatomista. Por supuesto que fue una experiencia un tanto horripilante y quizá fue demasiado temprano, pero no sé qué efectos pudo haber tenido sobre mí. No sé si debería haberlo mencionado en el libro y no sé si deberíamos haberlo mencionado hoy. Pero aparentemente es una historia que la gente parece no poder olvidar.
Abandonó Inglaterra para ir a California. ¿Por qué?
–Fue una decisión aparentemente intempestiva, pero en realidad ya desde adolescentes mis hermanos y yo sentíamos que Inglaterra, y en especial la Inglaterra médica, era un tanto rígida y patriarcal. Queríamos espacio. Pero no me fui a Norteamérica directamente. Primero fui a Canadá y desde ahí zigzagueé hasta California. No estaba seguro entonces de querer ser médico. Quería escribir, pero no sabía sobre qué. Fue una serie de accidentes, bueno, qué sabe uno lo que es accidente y lo que es diseño inconsciente. Pero me porté muy mal. Dije que me iba a Canadá de vacaciones y, cuando llegué, les envié un telegrama a mis padres que decía: “Me quedo”. No estuvo bien.
Luego se quedó un tiempo en California y volvió a marcharse rumbo a Nueva York.
–Amaba California. Era tan dulce, tan lánguida, tan drogona. Pero un día estaba en el Cañón del Colorado rodeado de hippies de todas las edades y sentí la necesidad de ir a donde estuviera la acción. Creo que para mí la acción significaba algún lugar que me forzara a trabajar, que me desafiara intelectualmente. Primero me fui a Nueva York a hacer investigación y eso fue un desastre absoluto. Soy excepcionalmente torpe, de hecho temía tropezarme hoy al entrar. En el laboratorio rompía todo, perdí un espécimen, rompí aparatos. Finalmente me dijeron: “Sacks, salga de acá, es una amenaza. Vaya a ver a los pacientes, al menos ahí no podrá hacer tanto daño”. Así llegué a los pacientes. Nunca supe que me iba a gustar tanto trabajar con ellos hasta ese momento.
Usted dijo que al conocerlos sintió que estaba entrando en un matrimonio, uno que no se disolverá hasta que la muerte los separe.
–Cuando llegué a Beth Abraham vi todas estas figuras paralizadas. Algunas habían estado así durante décadas. Y nuevamente, no sé qué es accidente o qué es inevitable, pero llegué ahí justo en el momento, o justo antes del momento en que una droga que nos ayudaría enormemente iba a estar disponible. El Leonard L. original, que es bastante más inteligente de lo que muestra la película, cuando escuchó sobre la existencia de la dopamina, dijo: “Dopamina es una resurrectamina, y George C. Cotizias (el médico griego que la descubrió) es un Mesías químico”. Más tarde sentí que me quería quedar ahí con los pacientes. Había algunos individuos maravillosos. Yo nunca hubiera pensado que uno podría estar durante casi cuarenta años aislado del mundo, privado de una vida y aun así sobrevivir psíquicamente. Eran sobrevivientes y realmente la supervivencia es mi tema. La enfermedad parece serlo, pero en realidad es la supervivencia.
En sus casos siempre aparece algo para celebrar, aun en las peores situaciones. ¿Alguna vez encontró situaciones demasiado horribles?
–Todo el tiempo. Pero aun así siempre hay algo positivo que encontrar. Muchas situaciones se vuelven menos terribles después de un diagnóstico. A veces llegan nuevos doctores a Beth Abraham y lo encuentran demasiado duro, pero si deciden quedarse, pronto descubren que hay otro lado del trabajo. Muchas veces es pura tripa, estoicismo y humor. Humor.
En Con una sola pierna utiliza muchas referencias religiosas. Y sin embargo recientemente recibió el Premio Ateo.
–No sé cómo me encontró esta gente del premio porque nunca he sido explícito acerca de mis creencias. Me encanta leer los Salmos. Aún lo hago, y leo también muchas historias bíblicas, de esas llenas de aflicción y rendición, desesperanza y fe. Algunas son directamente monstruosas, como la de Isaac y Abraham. Crecí en una familia judía ortodoxa, pero no tengo la más remota idea de en qué creían mis padres. Nunca hablamos del tema. Nunca hablábamos sobre creencias. Ellos creían en seguir ciertos rituales y en portarse decentemente. Hace poco, un físico dijo: “Soy un cristiano practicante, pero no un creyente”. Me pareció perfecto. Nunca he podido creer en una entidad sobrenatural, ya sean aliens, ángeles o fantasmas. Y sin embargo, me gusta trabajar en atmósferas religiosas. Trabajé en un hospital judío ortodoxo, The Litte Sisters of the Poor. Me gusta ver buena religión en acción. Religión que hace a la gente ser decente, pensante y tolerante. Nada que tenga que ver con ser invasivo o evangélico. No sé si es lo que ha ocurrido en Nueva York o que estoy viejo, pero cada vez estoy más asustado de las patologías de la religión. Creo que son el mayor peligro del planeta. Tengo un gran amigo que es un obispo metodista y él siempre me dice que ningún buen cristiano se toma la Biblia literalmente. Uno se la debe tomar como poesía, como literatura, como verdad espiritual, pero no como geología. Me sorprende que el 80 por ciento de la población confunda la Biblia con geología.
Usted dijo que no tiene ningún sentido de la dirección y ninguna memoria visual.
–Creo que tengo una cosa llamada agnosia, lo mismo que un hermano mío. Que incidentalmente es un término neurológico inventado por Freud. Una vez debía encontrarme con el Dr. Wolfanson y su secretaria llamó a la mía y le advirtió que el Dr. Wolfanson no podía reconocer a la gente. Y mi secretaria le dijo: “Ah, no se preocupe, el Dr. Sacks tampoco”. Entonces la otra secretaria dijo: “El Dr. Wolfanson no puede reconocer lugares”. “Tampoco el Dr. Sacks”, dijo mi secretaria. Milagrosamente nos encontramos igual. Cada año se pone peor. Hace poco entré a los tropezones en un restaurante y me topé con un hombre corpulento; inmediatamente comencé a disculparme hasta que me di cuenta de que era mi reflejo en un espejo. Otra vez estaba sentado a una mesa de la vereda de un restaurante. Cuando uno tiene barba y la ve en un reflejo, tiende a acomodársela. Y eso hice hasta que de golpe me di cuenta de que mi reflejo no estaba acomodándose la barba. Y del otro lado de la ventana del restaurante había un hombre con una barba, que se debía estar preguntando por qué demonios yo lo miraba y le hacía caras. Como ve, el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero conoce en carne propia qué se siente.
Una vez contó como contraejemplo la historia de su amigo Roger Miller, que tiene una memoria visual agudísima.
–Uno muchas veces no conoce el origen de sus recuerdos. Roger y su mujer estaban en Escocia en la casa de un amigo. Y Roger dice: “No puedo explicar por qué, pero este lugar me resulta muy familiar”. Y el anfitrión le pregunta: “¿Sabes qué hay en el piso de arriba?”. Y extrañamente Roger parecía saberlo. Entonces el anfitrión dijo: “Macan”. Macan era el nombre de una novela de John Buckham que nosotros leíamos mucho de jóvenes, era un escritor con unos poderes alucinantes de descripción. Y el anfitrión dijo: “Macan era mi abuelo y ésta es la casa donde transcurre la novela”. Mire, yo tengo en mi mente el recuerdo de dos bombardeos ocurridos durante mi infancia. Y hace poco mi hermano me confirmó uno, pero me dijo que en el otro yo no había estado. ¿Cómo que nunca estuve ahí? Si lo puedo ver... Mi hermano me dijo que no, que en realidad nuestro hermano mayor había mandado una carta muy descriptiva de ese bombardeo, llena de detalles y que se ve que yo quedé atrapado por ellos tanto que los internalicé. Pero aun cuando intelectualmente sé esto, la imagen sigue pareciéndome real. Uno puede saber cuándo alguien miente, pero si la memoria ha sido forzada, eso es imposible de detectar. La memoria se construye y, una vez que ha sido construida, los orígenes de esa construcción pueden perderse para siempre.
Otra de las cosas sobre las que está trabajando en este momento es en la visión estereoscópica.
–Estaba interesado en escribir sobre los astronautas, su percepción del espacio y la gravedad cero, y la mujer de un astronauta al que estaba entrevistando me comentó que ella había nacido bizca y luego de varias cirugías ahora ambos ojos le funcionaban bien, pero debía alternarlos, usar uno a la vez. Y yo, bastante falto de tacto, le pregunté si podía imaginar lo que era la visión binocular. “Supongo que sí”, me respondió ella. “Después de todo, soy profesora de neurobiología y conozco los mecanismos perfectamente.” La conversación quedó ahí. Hace unos meses recibí una carta de ella donde me recordaba esta conversación y me decía que entonces ella se había equivocado al pensar que sabía lo que era tener visión binocular. Y sabía que había estado equivocada porque ahora la tenía. Me contaba que había dado con un optometrista y luego de mucho trabajo un día se sentó en el auto y de golpe el volante hizo ¡plop!, se le vino encima. Entonces se dio cuenta de que exactamente eso era tener visión estereoscópica. Me dijo: “Ustedes, que nacen con ella, la dan por sentado, pero tenerla luego de no haberla tenido por cincuenta años es una revelación”. Me dijo que el mundo era mucho más hermoso de lo que ella podría haber imaginado. Ninguna imaginación podría haberse acercado a la realidad. Y subrayó la brecha enorme y absoluta entre conocimiento por descripción y conocimiento por experiencia.
Usted tiene una nostalgia por un estilo de ciencia antigua, una que ponía énfasis en la atención y la descripción. Una suerte de amateurismo entusiasta que teme se ha perdido.
–Claramente tuve esa sensación cuando llegué por accidente a una de las reuniones de la Sociedad para Helechos. Era algo salido de 1870: había algo anticuado en estos naturalistas, llenos de conocimientos, llenos de entusiasmo. Plenamente enamorados de su tema. No había nada competitivo en todo eso. Un amateur no significa un tonto; significa alguien enamorado de su tema. En cierta forma, Darwin fue el más grande de los amateurs. La ciencia no se profesionalizó hasta la mitad del siglo XX. En botánica, en geología, en astronomía, aún hoy los amateurs son de enorme importancia. Aun cuando soy un neurólogo profesional, me siento un amateur porque estoy enamorado de mi tema.
¿Aún se interesa por la química?
–Nunca he perdido un amor. No creo que uno pueda perderlo. Sea humano o no. De alguna manera uno sigue adelante, pero ese amor permanece. Todos mis primeros amores aún están ahí, y de alguna forma hacen a la riqueza de la vida. Cuando comencé a escribir Tío Tungsteno me puse a hacer experimentos absurdos en mi casa. Un día puse sulfuro en el microondas; cuando llegó mi asistente, el departamento estaba cubierto de dióxido sulfúrico.
Hábleme sobre otras formas de comunicación, además del lenguaje.
–Los gestos, el lenguaje corporal, el tono de voz, hay una continua comunicación preverbal, preconsciente, llevándose a cabo todo el tiempo. La gente que ha perdido el habla se vuelve especialmente sensible a esas cosas. Es extremadamente difícil mentirle a una persona con afasia, ellos pueden ver a través de la palabra. De Quincey hablaba de la presión que siente el corazón por lo incomunicable. Eso es lo que a veces uno siente. Y lo sentimos en parte por un mecanismo psicológico que tiene un correlato neurológico: es la habilidad para imaginar y sentir las percepciones del otro. Hasta hace un tiempo se creía que la empatía era meramente un término poético, pero en realidad los seres humanos tenemos lo que se llama “neuronas espejo”, que nos garantizan que si, por ejemplo, vemos a alguien quebrarse un brazo, nuestras neuronas espejo se disparan y eso hace que sintamos algo de ese dolor. Estas neuronas son algo defectuosas en personas que sufren autismo. Personas que pueden ser intelectualmente brillantes, pero que no tienen la capacidad de imaginarse otros estados de la mente fuera del suyo.
LARISSA MACFARQUHAR
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