miércoles, noviembre 01, 2006

El caso Giubileo


La doctora Cecilia Enriqueta Giubileo, una psiquiatra de 39 años que trabajaba en la Colonia Open Door, situada en Torres, cerca de Luján, Provincia de Buenos Aires, fue vista por última vez la medianoche del domingo 16 de junio de 1985, cuando un enfermero y un paciente cruzaron algunas palabras con ella.

Luego, el único que la vio fue su asesino.

La desaparición de la doctora Giubileo, más allá de especulaciones e hipótesis, cosechó un espeso e impenetrable misterio.

La Colonia Open Door

A comienzos del siglo XX, un precursor de la psiquiatría argentina, el doctor Domingo Cabred, tuvo un sueño humanista, propio de aquel país que apostaba al futuro y donde se levantaban, casi de un día para otro, grandes edificios públicos, estaciones ferroviarias, puentes, teatros. Cabred fundó un asilo para albergar y curar a enfermos mentales pobres, que se hacinaban en hospitales que no estaban preparados para atenderlos o, a veces, en cárceles. El proyecto del doctor Cabred comenzó a hacerse realidad en 1906 y se inauguró oficialmente en 1915.

Cuando sucedieron los hechos, el manicomio -cuyo nombre oficial era Instituto Neuropsiquiátrico Dr. Domingo Cabred, pero al que se conocía como Colonia Montes de Oca o Colonia Open Door- ocupaba 600 hectáreas en las cercanías de un pueblo llamado Torres, en las inmediaciones de Luján, 80 kilómetros al oeste de la ciudad de Buenos Aires. No mucho tiempo atrás, Torres había sido un apeadero en el que se detenían algunos trenes para cargar y descargar tarros de leche y correspondencia. En 1985, tenía 1500 habitantes, varios centenares de los cuales prestaban servicios en Open Door. Familias enteras trabajaban en la colonia o realizaban tareas externas para esa institución. Algunos habían heredado el puesto del padre y hasta del abuelo.

Open Door era un mundo autosuficiente. Erigido en terrenos altos y fértiles, contaba con granjas, criaderos de aves, talleres. Por lo demás, a Torres, un típico pueblo de la llanura, lo rodeaban estancias y haras donde se criaban esos caballos argentinos de polo que son célebres en el mundo entero.

Open Door, que quiere decir "puerta abierta", albergaba a 1200 deficientes mentales, distribuidos en 12 pabellones alrededor de un gran edificio central, especie de castillo normando. Los pabellones estaban separados por caminos y arboledas que sombreaban casi un tercio del predio. Hasta había una laguna.

Open Door fue concebido como un asilo abierto, en el que la paz de la naturaleza atenuara el dolor. Pero no era eso.

Era una sucursal del infierno.

"Me llamo Cecilia Giubileo"

Nació en 1946. Estudió medicina en la Universidad Nacional de Córdoba, en los trepidantes años sesenta. Militó en la izquierda, participó en huelgas y movilizaciones. El Cordobazo, en 1969, la vio entre los estudiantes que gritaban consignas en las calles de La Docta. Cecilia se enamoró de un muchacho llamado Pablo Chabrol. En 1972 se casaron y se fueron a vivir a España; se radicaron en Gijón, donde Cecilia trató de revalidar sus estudios. Pero el intento duró poco. Menos de un año. El matrimonio fracasó. Ella volvió y, ya definitivamente separada, se concentró en la facultad. En 1973, la Universidad Nacional de Córdoba le entregó su diploma de médica. Residió un tiempo en Campana, donde se empleó en una clínica metalúrgica, y en 1974, cuando entró a trabajar en Open Door, se afincó en Luján. Alquiló una casa en la calle Humberto I, y un consultorio en Torres. Aquí, una placa en la calle Calderón de la Barca 770 anunciaba su nombre y su especialidad: "Clínica médica".

Cecilia Giubileo vivía sola.

La doctora era querida tanto en Luján, una pujante ciudad del oeste bonaerense, capital del catolicismo argentino, como en Torres. Trabajar en Open Door, en estrecho contacto con el dolor, era una opción humana, además de profesional. No siempre cobraba las consultas a sus pacientes particulares, algunos de los cuales no tenían con qué pagarle. En su tiempo libre, la doctora investigaba sobre el mal de Chagas; quizá planeaba un doctorado.

Cecilia era una mujer hermosa. Había teñido de rubio su pelo oscuro. Delgada -pesaba 51 kilos-, de boca sensual y ojos intensos, su risa era luminosa. Cuando desapareció, el periodismo hurgó en su vida sentimental. No fue difícil: en Luján y en Torres, todos se conocían. Cecilia había vivido varias relaciones intensas. Con un médico de Campana que le llevaba algunos años; con un contador público de la Capital con quien, al momento de desaparecer, había cortado. Con otro médico, un colega de Open Door; con él, trazó planes. La doctora había hecho inversiones: compró dieciséis hectáreas en la Sección Primera del Tigre. Según versiones, con el colega abrieron un plazo fijo a orden conjunta. La investigación escudriñó incluso sus amistades femeninas: enfermeras, empleadas de la colonia. Algunos medios insinuaron que no estaba definida la orientación sexual de la doctora. Una de sus amigas se indignó: "Si la ven con un hombre, hablan. Si tiene una amiga, hablan. Entonces, ¿una qué tiene que hacer, andar sola?"

La única confidente de Cecilia Giubileo era su madre, María Lanzetti, entonces de 60 años, viuda, que vivía en Córdoba. Las cartas que Cecilia le enviaba eran como un diario personal. Un semanario de Buenos Aires publicó algunos fragmentos. En uno de ellos, la doctora Giubileo se confesaba: "Quiero tener un hijo, formar un hogar... esperar a mi marido cuando llega del trabajo. Quiero y no puedo. No sé qué me pasa. No aguanto. Siento que me despedazo".

La doctora Giubileo estaba de guardia el domingo 16 de junio de 1985, junto con otros dos profesionales. Llegó a la colonia desde Torres manejando su Renault 6 blanco. Firmó el libro de entradas a las 21.38. El tiempo era horrible: frío y húmedo. Al atardecer había bajado una neblina extraña, como un tul.

Los médicos de guardia permanecían en uno de los edificios del predio, llamado Casa Médica, y se trasladaban a los pabellones cuando algún interno lo requería. Aquella noche, la doctora Giubileo trató a un paciente con bronquitis y fiebre alta. Luego atendió el papeleo de unos familiares que vinieron a llevarse el cuerpo de una interna, fallecida por la tarde.

A las 0.15 -ya era lunes 17-, un enfermero de apellido Novello se cruzó con Cecilia Giubileo:

-¿Alguna novedad, doctora?

-Vengo del pabellón 7 -contestó Cecilia-. Atendí una urticaria gigante.

La doctora vestía un jogging azul, con vivos claros, campera celeste y zapatillas blancas. El pabellón 7 estaba a unos quinientos metros de la Casa Médica y la doctora había hecho el itinerario a pie. Pero Cecilia no fue y volvió sola: un paciente llamado Miguel Cano la había ido a buscar y la acompañó de regreso. Aquella noche, el conmutador telefónico de la colonia no funcionaba. Los senderos estaban bien iluminados, con luces de mercurio.

Las pistas

Amaneció el 17 de junio. La colonia se despertó a la luz lechosa de ese lunes. Seguía el mal tiempo. En el estacionamiento, aún estaba el Renault de la doctora Giubileo. Fueron a buscarla, pero el dormitorio estaba vacío y la cama, sin tender. En la mesa de luz sólo encontraron un par de zapatos marrones con puntera beige. No estaba su bolso ni su maletín médico. ¿Salió del predio? ¿Alguien entró a visitarla?

Al cabo de unos días, los amigos y allegados de Cecilia, alarmados, hicieron la denuncia en la comisaría de Torres, donde quedó asentada como "búsqueda de paradero". La policía comenzó a reconstruir los movimientos de la doctora durante aquella noche. Pero todo terminaba cuando la doctora le había dicho al paciente que la había acompañado desde el pabellón 7 hasta la Casa Médica: "Andá tranquilo. Yo voy a descansar un rato".

Luego no se la vio más. No pasó nada extraño entre la noche del domingo 16 y el lunes 17 de junio de 1985 en la Colonia Open Door. Sin embargo, la doctora Giubileo se había esfumado.

Comenzó la lenta y penosa investigación sobre el paradero de Cecilia Giubileo, conducida por el juez federal doctor Héctor Heredia. De pronto, ante los ojos asombrados de los internos, la colonia fue invadida por inesperados visitantes. Jaurías de perros adiestrados husmearon los rincones. Un helicóptero sobrevoló el lugar buscando huellas. La policía se internó en túneles jamás explorados. Se revisaron sótanos y altillos con polvo de siglos. Las brigadas rastrillaron cada centímetro del predio. Se abrieron dos pabellones clausurados.

La familia de Cecilia, para activar la causa, contrató a un abogado, el doctor Marcelo Parrilli, quien señaló un dato extraño: la doctora había cargado el tanque del Renault el domingo por la tarde. Sin embargo, cuando lo revisaron frente a la Casa Médica, no tenía ni una gota de nafta. Otro dato llamativo: el paciente que fue a buscar a la doctora a la Casa Médica y la acompañó al pabellón 7 había visto salir un furgón funerario. Lógico: se llevaba el cuerpo de la paciente muerta. Pero también vio un coche negro con las ventanillas delanteras y traseras cerradas. Y la funeraria no sabía nada de ese coche.

El personal de la colonia fue interrogado minuciosamente. Pero los pacientes, esos mil doscientos pares de ojos, eran testigos mudos: muchos de ellos no podían expresarse. Y si lo hacían, ¿se podía confiar en la palabra de esos enfermos? El caso Giubileo encerró una paradoja: los que podían hablar, no sabían. Los que, quizá, supieran algo, no podían hablar.

La conexión política

Se hurgó en la vida sentimental de la médica, lógicamente agitada por tratarse de una mujer joven, hermosa y libre. Pero todos los involucrados soportaron la investigación sin que pudiera acusarse a nadie.

Cecilia Giubileo trabajaba, había empezado a practicar taekwondo, estudiaba canto y participaba en un coro de Luján. Tenía amistades en Torres, donde visitaba a una persona mayor conocida como "la abuela Bellido", una anciana muy querida en el pueblo y que era para Cecilia como una segunda madre. A veces visitaba a la doctora una ahijada de ocho años que solía quedarse a dormir. Esa noche debió haber ido la niña, pero Cecilia la hizo desistir. ¿Significaba algo todo esto?

¿Tenía que ver el pasado tormentoso del país con la desaparición de la doctora Giubileo? Se especuló con ello. Pablo Chabrol, su ex marido, no registraba antecedentes políticos, pero dos hermanos de él habían militado en el ERP y estaban en las listas de desaparecidos de la Conadep. El suegro, Pablo Pedro Chabrol, molestó a los militares con sus incansables gestiones para averiguar el paradero de sus dos hijos, por lo que también él fue detenido y castigado.

Pero la conexión política no avanzó porque no pudo hallarse una relación entre estos sucesos y la misteriosa desaparición de Giubileo.

Otras hipótesis tampoco prosperaron: se dijo que Cecilia pudo haber sido secuestrada para pedir un rescate. En su casa de la calle Humberto I, guardados en una caja de maicena, se encontraron 3000 dólares, sus ahorros. Pero nadie pidió rescate. La posibilidad de que algún paciente de la colonia la hubiese atacado fue desinflándose: ¿era plausible que un deficiente mental planeara un crimen con tanta precisión? Los más insólitos rumores se desataron: se dijo que Cecilia había sido vista cuando entraba en un castillo en Lobos; también mientras caminaba por una calle de Tucumán o de Trelew...

El factor Menguele

Poco a poco, el verdadero rostro de Open Door salió a relucir: había tráfico de órganos, se utilizaban enfermos como cobayos para experimentar nuevas drogas. La corrupción reinaba en un hospital en el que el 85% de los pacientes no habían sido visitados por nadie durante el último año, según reveló un estudio realizado por la socióloga Silvia Balzano, del Conicet, mucho después. La desorganización, el caos administrativo y la desidia hacían de Open Door un depósito de cobayos. Las evidencias eran abrumadoras: cuando se renovó el mobiliario se sobrefacturó la compra. ¡El Estado pagó por 25.000 sábanas, pero sólo ingresaron unas pocas!

La encuesta judicial, pero sobre todo las investigaciones de la prensa, perforaron las complicidades oficiales y la opinión pública.

Miles de pacientes habían pasado por la colonia sin que se registrara su alta o defunción. En el sumario interno, el director de la colonia alegaba que los pacientes solían escaparse. Pero uno de los "huidos" era parapléjico. ¿Por qué la tasa de mortalidad era tan alta? ¿Se realizaban en Open Door extracciones de córneas? ¿Se traficaba con plasma, que en aquella época se vendía a 60 dólares el litro? ¿Eran los mil doscientos pacientes de Open Door donantes involuntarios? ¿Se vendían riñones, hígados, córneas, de pacientes (¡vivos!) por quienes nadie protestaría? Cuarenta años antes, el doctor Menguele había hecho eso... en Auschwitz.

La conexión de este infierno con la doctora Giubileo no tardó en instalarse en la opinión pública. Si en su vida privada no se encontraban motivos para su asesinato, sólo había que sumar dos más dos: Cecilia había metido la nariz en un turbio mundo ilegal.

Se abrió un sumario por las irregularidades de la colonia, que incluían maltrato sexual hacia las enfermas y sospechas de rufianismo. Pacientes de Open Door habían quedado embarazadas y hubo apropiación de los recién nacidos. Algunos periodistas que investigaban el caso, como Enrique Sdrech, fueron amenazados. La BBC destacó un equipo encabezado por Bruce Harris, que realizaba una investigación sobre el tráfico mundial de órganos. Más de media hora de ese documental trataba sobre la siniestra realidad de la colonia. La repercusión de este programa de TV fue enorme. El Dr. Florencio Eliseo Sánchez, director del instituto, fue inculpado y detenido. Murió en la cárcel, sin haber revelado ningún dato que aclarara el misterio.

Una de las tantas preguntas sin respuesta es la siguiente: ¿por qué no se dragó el lecho de la laguna de Open Door? ¿Yacía en su fondo el cuerpo de la médica?

Noticias sobre el infame tráfico de órganos han aparecido muchas veces en estos últimos veinte años. Cecilia Enriqueta Giubileo permanece desaparecida. Nadie fue inculpado por su presunta muerte.

Alvaro Abos
Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados

La mente es un rompecabezas de una sola pieza


Oliver Sacks creció al norte de Londres, excepto por cuatro años durante la Primera Guerra Mundial, en los que fue evacuado a un colegio pupilo en los Midlands. Sus padres y dos de sus hermanos mayores fueron médicos. De niño, Sacks quería ser químico (describió su amor hacia la química en sus memorias Tío Tungsteno), pero finalmente se decidió a entrar en el negocio familiar. También amaba la botánica, especialmente los helechos. Y aún los ama. Es miembro de la American Fern Society (la Sociedad Americana para los Helechos) y los helechos son el tema de su reciente libro Diario de Oaxaca. Estudió en la Universidad de Oxford y después, a comienzos de los ‘60, se mudó a California y realizó su residencia en neurología en la UCLA. A mediados de esa década se fue a Nueva York, donde ingresó al Hospital Beth Abraham del Bronx. Allí trabajó con los pacientes que habían contraído encefalitis letárgica en la epidemia ocurrida durante la Primera Guerra Mundial. Tomados como casos perdidos y por décadas abandonados a un largo sueño sin esperanza de recuperación, en 1969, Sacks les recetó una nueva droga llamada L-DOPA (una dopamina sintética que se les recetaba a los pacientes de Parkinson). La droga produjo los efectos más extraordinarios. Despertares, el libro que Sacks escribió basado en esta experiencia, inspiró una obra de teatro de Harold Pinter y una película protagonizada por Robin Williams, un logro editorial único. En los últimos veinte años ha publicado más de ocho libros, incluidos un testimonio de su propia experiencia cercana a la muerte (Con una sola pierna) y su obra más conocida: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Ha escrito sobre pacientes con autismo, alucinaciones, esquizofrenia, Alzheimer. En estos días, el Dr. Sacks continúa trabajando en el Hospital Beth Abraham y es también profesor clínico de neurología en la Escuela de Medicina Albert Einstein, y neurólogo en el Hospital de NYU y en el The Little Sisters of the Poor. Contribuye regularmente a The New York Review of Books y a The New Yorker. Y ha recibido muchos premios. Acá está.

Actualmente está trabajando en un libro sobre música y sus efectos en el cerebro. Cualquiera que haya leído su obra sabrá que usted no concuerda con Steven Pinker, quien ha dicho que la música es un mero aperitivo auditivo y un accidente evolutivo que se monta sobre los hombros del lenguaje. ¿Podría explicar por qué cree que Pinker se equivoca?

–Excepto por algunas raras condiciones patológicas, no he sabido de un ser humano que no sea musical o que no responda a la música de una u otra manera. Cada cultura tiene su música. Las flautas datan de hace miles de años. Somos una especie profundamente musical. Me imagino a la música avanzando de la mano con el lenguaje, codesarrollándose juntos. La música es esencialmente humana.

Pero ha encontrado algunos casos de personas indiferentes a la música. Dijo que Freud era uno de ellos, extrañamente.

–Sí, aunque generalmente me refiero a Freud como el maestro, no como el paciente. Freud era notoriamente indiferente a los conciertos y a la ópera de su tiempo, y al escribir sobre sus pacientes o sobre sus teorías nunca habló de música. Su único comentario fue que creía tener un punto ciego con relación a la música. También Nabokov dice en su autobiografía que lamenta admitir que la música le parece una morosa y arbitraria sucesión de sonidos irritantes. Pero, bueno, quién sabe, Nabokov era muy chistoso. Existe una extraña condición orgánica llamada amusia, a veces se nace con ella, a veces proviene de lesiones en el cerebro. Una vez conocí a un neurólogo francés que me comentó que su reconocimiento musical era algo limitado: básicamente, cuando escuchaba una música podía distinguir si era la Marsellesa o si no lo era. Excepto por casos así, los poderes terapéuticos de la música son enormes. Los pacientes de Despertares muchas veces no podían moverse o pronunciar una sílaba, pero podían bailar y cantar, la música les devolvía su fluir y su momentum, y cuando paraba la música, ellos paraban en seco. Tengo pacientes con demencia, caóticos y confundidos, que al escuchar música parecen ordenarse. Hay algo en la claridad de la música, en su estructura. Creo que una pieza de música cualquiera es la antítesis del caos y la confusión. Le puede restituir el orden a una persona. Es algo muy misterioso, pero veo centenares de pacientes con demencia que ya no pueden comunicarse verbalmente, pero que siguen accediendo a la música hasta el final. Y posiblemente seamos sensibles a la música desde el primer momento. Hay evidencias de que el feto puede responder a la música.

Mencionó algo sobre la epilepsia musical.

–Sí, una de mis pacientes fue encontrada inconsciente cerca de un lago con la lengua mordida. Cuando recobró el conocimiento, dijo recordar haber escuchado alguien tocando unas canciones napolitanas y luego sentirse rara, y eso fue todo. Así comenzó para ella. Solía tener convulsiones por otra cosas también, pero las canciones napolitanas (era una mujer siciliana) indescifrablemente le causaban un ataque epiléptico. Hay casos extraños. A veces hay compositores puntuales. Wagner, por ejemplo, parece ser muy patogénico. A mí personalmente no me gusta Wagner, pero hay gente que sufre convulsiones al escuchar su música.

Alguna vez mencionó una conversación entre dos personas con sinestesia musical.

–Lo que me fascina de la sinestesia es que todo sinestésico piensa que lo que le ocurre a él les ocurre a todos. Un conocido mío me contó que a los seis años le dijo a su profesora de piano: “Me encanta esa pieza azul”. “¿Qué quieres decir con azul?”, le preguntó la profesora. “Ya sabe, la pieza en D mayor, D mayor es azul.” Y la profesora le dijo: “No para mí”. Y mi amigo no lo podía creer, pensaba que algo terriblemente malo le estaba pasando a la profesora. No hay dos sinestésicos que tengan la misma experiencia, no hay un equivalente absoluto. En una ocasión, dos famosos sinestésicos creyeron haber encontrado un equivalente perfecto entre la música y el color, y se juntaron a charlar sobre el tema. Cuando se encontraron, discreparon en absolutamente todo.

Usted contó que, cuando va a conciertos, le gusta escribir mientras escucha.

–Suelo sentarme en la última fila, porque si la gente me ve tomando notas piensa que soy un crítico de música. Es toda una tradición. A Nietzsche le gustaba ir a conciertos, especialmente de Bizet; decía: “Bizet me hace un mejor filósofo”. Y yo creo que Mozart me hace mejor neurólogo.

¿Podría contarnos un poco sobre su vida? En Tío Tungsteno contó que cuando era apenas un niño su familia decidió que usted sería médico. Me pregunto si alguna vez dudó de esa elección.

–Reaccioné lo más fuerte que pude ante la sensación de destino. Tenía muchos otros intereses. Primero quería ser astrónomo, después químico, luego biólogo marino. Más tarde y un poco a regañadientes entré en medicina. Era la trayectoria más natural. Pero no he perdido mis otros intereses.

En Tío Tungsteno narra que para aprender de anatomía usted disecó a los catorce años el cuerpo de una niña de su misma edad. ¿Cómo afectó su decisión esa experiencia?

–Todos se horrorizan ante esta anécdota. Pero en los años ‘40, en una familia de médicos, no parecía algo tan excéntrico. Quiero decir, Flaubert describe en sus memorias cómo observó a su padre disecar cuerpos a la edad de ocho. Y catorce al lado de ocho es la madurez. Mi madre era cirujana y anatomista. Por supuesto que fue una experiencia un tanto horripilante y quizá fue demasiado temprano, pero no sé qué efectos pudo haber tenido sobre mí. No sé si debería haberlo mencionado en el libro y no sé si deberíamos haberlo mencionado hoy. Pero aparentemente es una historia que la gente parece no poder olvidar.

Abandonó Inglaterra para ir a California. ¿Por qué?

–Fue una decisión aparentemente intempestiva, pero en realidad ya desde adolescentes mis hermanos y yo sentíamos que Inglaterra, y en especial la Inglaterra médica, era un tanto rígida y patriarcal. Queríamos espacio. Pero no me fui a Norteamérica directamente. Primero fui a Canadá y desde ahí zigzagueé hasta California. No estaba seguro entonces de querer ser médico. Quería escribir, pero no sabía sobre qué. Fue una serie de accidentes, bueno, qué sabe uno lo que es accidente y lo que es diseño inconsciente. Pero me porté muy mal. Dije que me iba a Canadá de vacaciones y, cuando llegué, les envié un telegrama a mis padres que decía: “Me quedo”. No estuvo bien.

Luego se quedó un tiempo en California y volvió a marcharse rumbo a Nueva York.

–Amaba California. Era tan dulce, tan lánguida, tan drogona. Pero un día estaba en el Cañón del Colorado rodeado de hippies de todas las edades y sentí la necesidad de ir a donde estuviera la acción. Creo que para mí la acción significaba algún lugar que me forzara a trabajar, que me desafiara intelectualmente. Primero me fui a Nueva York a hacer investigación y eso fue un desastre absoluto. Soy excepcionalmente torpe, de hecho temía tropezarme hoy al entrar. En el laboratorio rompía todo, perdí un espécimen, rompí aparatos. Finalmente me dijeron: “Sacks, salga de acá, es una amenaza. Vaya a ver a los pacientes, al menos ahí no podrá hacer tanto daño”. Así llegué a los pacientes. Nunca supe que me iba a gustar tanto trabajar con ellos hasta ese momento.

Usted dijo que al conocerlos sintió que estaba entrando en un matrimonio, uno que no se disolverá hasta que la muerte los separe.

–Cuando llegué a Beth Abraham vi todas estas figuras paralizadas. Algunas habían estado así durante décadas. Y nuevamente, no sé qué es accidente o qué es inevitable, pero llegué ahí justo en el momento, o justo antes del momento en que una droga que nos ayudaría enormemente iba a estar disponible. El Leonard L. original, que es bastante más inteligente de lo que muestra la película, cuando escuchó sobre la existencia de la dopamina, dijo: “Dopamina es una resurrectamina, y George C. Cotizias (el médico griego que la descubrió) es un Mesías químico”. Más tarde sentí que me quería quedar ahí con los pacientes. Había algunos individuos maravillosos. Yo nunca hubiera pensado que uno podría estar durante casi cuarenta años aislado del mundo, privado de una vida y aun así sobrevivir psíquicamente. Eran sobrevivientes y realmente la supervivencia es mi tema. La enfermedad parece serlo, pero en realidad es la supervivencia.

En sus casos siempre aparece algo para celebrar, aun en las peores situaciones. ¿Alguna vez encontró situaciones demasiado horribles?

–Todo el tiempo. Pero aun así siempre hay algo positivo que encontrar. Muchas situaciones se vuelven menos terribles después de un diagnóstico. A veces llegan nuevos doctores a Beth Abraham y lo encuentran demasiado duro, pero si deciden quedarse, pronto descubren que hay otro lado del trabajo. Muchas veces es pura tripa, estoicismo y humor. Humor.

En Con una sola pierna utiliza muchas referencias religiosas. Y sin embargo recientemente recibió el Premio Ateo.

–No sé cómo me encontró esta gente del premio porque nunca he sido explícito acerca de mis creencias. Me encanta leer los Salmos. Aún lo hago, y leo también muchas historias bíblicas, de esas llenas de aflicción y rendición, desesperanza y fe. Algunas son directamente monstruosas, como la de Isaac y Abraham. Crecí en una familia judía ortodoxa, pero no tengo la más remota idea de en qué creían mis padres. Nunca hablamos del tema. Nunca hablábamos sobre creencias. Ellos creían en seguir ciertos rituales y en portarse decentemente. Hace poco, un físico dijo: “Soy un cristiano practicante, pero no un creyente”. Me pareció perfecto. Nunca he podido creer en una entidad sobrenatural, ya sean aliens, ángeles o fantasmas. Y sin embargo, me gusta trabajar en atmósferas religiosas. Trabajé en un hospital judío ortodoxo, The Litte Sisters of the Poor. Me gusta ver buena religión en acción. Religión que hace a la gente ser decente, pensante y tolerante. Nada que tenga que ver con ser invasivo o evangélico. No sé si es lo que ha ocurrido en Nueva York o que estoy viejo, pero cada vez estoy más asustado de las patologías de la religión. Creo que son el mayor peligro del planeta. Tengo un gran amigo que es un obispo metodista y él siempre me dice que ningún buen cristiano se toma la Biblia literalmente. Uno se la debe tomar como poesía, como literatura, como verdad espiritual, pero no como geología. Me sorprende que el 80 por ciento de la población confunda la Biblia con geología.

Usted dijo que no tiene ningún sentido de la dirección y ninguna memoria visual.

–Creo que tengo una cosa llamada agnosia, lo mismo que un hermano mío. Que incidentalmente es un término neurológico inventado por Freud. Una vez debía encontrarme con el Dr. Wolfanson y su secretaria llamó a la mía y le advirtió que el Dr. Wolfanson no podía reconocer a la gente. Y mi secretaria le dijo: “Ah, no se preocupe, el Dr. Sacks tampoco”. Entonces la otra secretaria dijo: “El Dr. Wolfanson no puede reconocer lugares”. “Tampoco el Dr. Sacks”, dijo mi secretaria. Milagrosamente nos encontramos igual. Cada año se pone peor. Hace poco entré a los tropezones en un restaurante y me topé con un hombre corpulento; inmediatamente comencé a disculparme hasta que me di cuenta de que era mi reflejo en un espejo. Otra vez estaba sentado a una mesa de la vereda de un restaurante. Cuando uno tiene barba y la ve en un reflejo, tiende a acomodársela. Y eso hice hasta que de golpe me di cuenta de que mi reflejo no estaba acomodándose la barba. Y del otro lado de la ventana del restaurante había un hombre con una barba, que se debía estar preguntando por qué demonios yo lo miraba y le hacía caras. Como ve, el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero conoce en carne propia qué se siente.

Una vez contó como contraejemplo la historia de su amigo Roger Miller, que tiene una memoria visual agudísima.

–Uno muchas veces no conoce el origen de sus recuerdos. Roger y su mujer estaban en Escocia en la casa de un amigo. Y Roger dice: “No puedo explicar por qué, pero este lugar me resulta muy familiar”. Y el anfitrión le pregunta: “¿Sabes qué hay en el piso de arriba?”. Y extrañamente Roger parecía saberlo. Entonces el anfitrión dijo: “Macan”. Macan era el nombre de una novela de John Buckham que nosotros leíamos mucho de jóvenes, era un escritor con unos poderes alucinantes de descripción. Y el anfitrión dijo: “Macan era mi abuelo y ésta es la casa donde transcurre la novela”. Mire, yo tengo en mi mente el recuerdo de dos bombardeos ocurridos durante mi infancia. Y hace poco mi hermano me confirmó uno, pero me dijo que en el otro yo no había estado. ¿Cómo que nunca estuve ahí? Si lo puedo ver... Mi hermano me dijo que no, que en realidad nuestro hermano mayor había mandado una carta muy descriptiva de ese bombardeo, llena de detalles y que se ve que yo quedé atrapado por ellos tanto que los internalicé. Pero aun cuando intelectualmente sé esto, la imagen sigue pareciéndome real. Uno puede saber cuándo alguien miente, pero si la memoria ha sido forzada, eso es imposible de detectar. La memoria se construye y, una vez que ha sido construida, los orígenes de esa construcción pueden perderse para siempre.

Otra de las cosas sobre las que está trabajando en este momento es en la visión estereoscópica.

–Estaba interesado en escribir sobre los astronautas, su percepción del espacio y la gravedad cero, y la mujer de un astronauta al que estaba entrevistando me comentó que ella había nacido bizca y luego de varias cirugías ahora ambos ojos le funcionaban bien, pero debía alternarlos, usar uno a la vez. Y yo, bastante falto de tacto, le pregunté si podía imaginar lo que era la visión binocular. “Supongo que sí”, me respondió ella. “Después de todo, soy profesora de neurobiología y conozco los mecanismos perfectamente.” La conversación quedó ahí. Hace unos meses recibí una carta de ella donde me recordaba esta conversación y me decía que entonces ella se había equivocado al pensar que sabía lo que era tener visión binocular. Y sabía que había estado equivocada porque ahora la tenía. Me contaba que había dado con un optometrista y luego de mucho trabajo un día se sentó en el auto y de golpe el volante hizo ¡plop!, se le vino encima. Entonces se dio cuenta de que exactamente eso era tener visión estereoscópica. Me dijo: “Ustedes, que nacen con ella, la dan por sentado, pero tenerla luego de no haberla tenido por cincuenta años es una revelación”. Me dijo que el mundo era mucho más hermoso de lo que ella podría haber imaginado. Ninguna imaginación podría haberse acercado a la realidad. Y subrayó la brecha enorme y absoluta entre conocimiento por descripción y conocimiento por experiencia.

Usted tiene una nostalgia por un estilo de ciencia antigua, una que ponía énfasis en la atención y la descripción. Una suerte de amateurismo entusiasta que teme se ha perdido.

–Claramente tuve esa sensación cuando llegué por accidente a una de las reuniones de la Sociedad para Helechos. Era algo salido de 1870: había algo anticuado en estos naturalistas, llenos de conocimientos, llenos de entusiasmo. Plenamente enamorados de su tema. No había nada competitivo en todo eso. Un amateur no significa un tonto; significa alguien enamorado de su tema. En cierta forma, Darwin fue el más grande de los amateurs. La ciencia no se profesionalizó hasta la mitad del siglo XX. En botánica, en geología, en astronomía, aún hoy los amateurs son de enorme importancia. Aun cuando soy un neurólogo profesional, me siento un amateur porque estoy enamorado de mi tema.

¿Aún se interesa por la química?

–Nunca he perdido un amor. No creo que uno pueda perderlo. Sea humano o no. De alguna manera uno sigue adelante, pero ese amor permanece. Todos mis primeros amores aún están ahí, y de alguna forma hacen a la riqueza de la vida. Cuando comencé a escribir Tío Tungsteno me puse a hacer experimentos absurdos en mi casa. Un día puse sulfuro en el microondas; cuando llegó mi asistente, el departamento estaba cubierto de dióxido sulfúrico.

Hábleme sobre otras formas de comunicación, además del lenguaje.

–Los gestos, el lenguaje corporal, el tono de voz, hay una continua comunicación preverbal, preconsciente, llevándose a cabo todo el tiempo. La gente que ha perdido el habla se vuelve especialmente sensible a esas cosas. Es extremadamente difícil mentirle a una persona con afasia, ellos pueden ver a través de la palabra. De Quincey hablaba de la presión que siente el corazón por lo incomunicable. Eso es lo que a veces uno siente. Y lo sentimos en parte por un mecanismo psicológico que tiene un correlato neurológico: es la habilidad para imaginar y sentir las percepciones del otro. Hasta hace un tiempo se creía que la empatía era meramente un término poético, pero en realidad los seres humanos tenemos lo que se llama “neuronas espejo”, que nos garantizan que si, por ejemplo, vemos a alguien quebrarse un brazo, nuestras neuronas espejo se disparan y eso hace que sintamos algo de ese dolor. Estas neuronas son algo defectuosas en personas que sufren autismo. Personas que pueden ser intelectualmente brillantes, pero que no tienen la capacidad de imaginarse otros estados de la mente fuera del suyo.

LARISSA MACFARQUHAR

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¡Mujer, mujer, supérate!


La puedo ayudar en algo?”, pregunta atento el vendedor de la librería. Pero la mujer, que ya escuchó muchas veces esa fórmula, no se hace ilusiones y se encamina directamente hacia la mesa de novedades: prefiere depositar su confianza –su desesperación– en alguno de los libros que integran el sector de autoayuda. Que vaya tranquila; si no encuentra palabras para definir su dolor, lo hará alguno de los quinientos títulos disponibles, expertos en darle forma, dividirlo en pasos, deconstruirlo a fuerza de consejos e instrucciones. Ante el autismo de los confesionarios, la lentitud y el presupuesto de la terapia, ante la falta de paciencia de todas las charlas, un libro sigue sobresaliendo gracias a dos cualidades: discreción y autoridad. Si está escrito, tiene que ser cierto. Además, el género de la autoayuda satisface dos reclamos del consumidor: un regreso a las soluciones mágicas que nos quitó la ciencia, y una gestión eficaz, respuesta rápida, sabiduría en kit. Si uno no surte el efecto deseado, habrá otro que lo consiga; la belleza nos espera. Algunos libros fueron escritos para ti, otros no, ya lo decía Borges. Este sector de la librería tan lejano a la literatura recibe, al menos, diez novedades por mes y siempre logra ubicar alguno de sus títulos en la lista de best-sellers. Los autores reconocidos gozan de una devoción que antes tuvieron los santos: desde Osho a los maestros de un sufismo reciclado; aun los acusados de plagio –Coelho y Bucay– mantienen su predicamento incólume. Actualmente, por ejemplo, un libro titulado La sabiduría recobrada tiene como argumento de venta una faja publicitaria que advierte: “Leé el libro original. Este es el libro que motivó la acusación de plagio contra Bucay”. El resto de los autores ignotos, que en general no vienen de ninguna rama del saber, basa su credibilidad, en todo caso, en haberse caído de alguna rama, haber pasado por una experiencia tremenda y reveladora: primero sufrieron, luego hallaron el sendero y ahora lo comparten con los lectores peregrinos.

Como si cada etapa de la vida pudiera armarse con artes de bricolage, los libros divulgan el “cómo” y prometen el “cuándo”: cómo lograr un orgasmo múltiple, cómo sentirse plena después de los cuarenta, cómo aprender a decir ¡no! en noventa y nueve pasos, cómo conseguir un hombre inteligente, bueno y solvente que te quiera, cómo no extrañarlo cuando se vaya. Responden a dilemas tan viejos como el mundo, a los que trae este siglo y también a otros que seguramente todavía la mayoría desconoce: Cómo convivir con un niño índigo entrena a las madres a auscultar en clave de fenómeno a los propios hijos. Remedios caseros de la A a la Z, basado en la premisa de que las enfermedades pueden ser expresión de un desequilibrio del alma, retorna sin escalas a opciones que parecían demolidas. El Bienestar sin esfuerzo enseña una especie de gimnasia fácil y sencilla para el espíritu.

La mujer que entró hace un rato todavía no se decide. Al principio le había llamado la atención un libro titulado Sin pareja y feliz. Cómo pasarlo en grande sin la otra mitad, pero ahora se siente convocada por otro un tanto más explícito: El gran orgasmo. Cómo tener orgasmos, cómo provocarlos y cómo hacer que sigan viniendo. Mientras ella se toma un tiempo para elegir por dónde comenzará a mejorar su estilo de vida, la (esquizofrénica) colección de libros va delineando ante sus ojos las siluetas de la mujer feliz y el hombre exitoso. En fin, la de la pareja perfecta, los padres ideales, los ancianos sabios, sexualmente activos y siempre saludables.

Autoayuda unisex

Los libros que apuntan a la autosuperación son herederos de los hoy perimidos manuales de estilo, de buenas costumbres, del savoir faire. Aquéllos fueron redactados principalmente en Inglaterra en la última mitad del siglo XIX con un fin si no iluminista, al menos sí integrador, unificador. Los libros que enseñaban a comportarse en público divulgaban una serie de normas sociales imprescindibles para la convivencia entre la población urbana y los recién llegados, inmigrantes, nueva población de obreros, ex campesinos. Hacer lo que es correcto para el resto, en todos los órdenes de la vida, era y es el reaseguro de la felicidad. Al siglo XX le pertenecen las obras sobre cómo hacer lo debido para un matrimonio perfecto, para controlar las trampas de la propia psiquis y para triunfar en el área de los negocios. Las técnicas para lograr eficacia aparecieron a fines de la década del 40 y estaban dirigidas a un lector masculino que debía entrenarse para vender más, argumentar y convencer, perder la timidez, ganar dinero. Eran libros de instrucciones para el padre de familia sostén de su hogar, sin mayor preparación, obligado de pronto a lanzarse al mercado aún virgen en materia de servicios, relaciones públicas, el arte de las finanzas. A esta etapa corresponde la pionera serie del americano Dale Carnegie, donde se destacan los aún exitosos Cómo ganar amigos e influir sobre las personas y Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida. Los recursos estilísticos de las obras de este gurú del marketing siguen presentes en las propuestas más nuevas. Nada ha cambiado; en todo caso, las viejas recetas aparecen ahora tamizadas por un lenguaje salpicado de ángeles, feng shui y algunos chakras. Según las ventas registradas en las librerías más importantes de Buenos Aires, los hombres siguen siendo consumidores de este tipo de manuales a los que les suman ahora los de superación espiritual. Siempre y cuando el éxito se encuentre en el destino final de todas las reflexiones. Incluso en los casos en los que la mujer es la que tiene la iniciativa de compra, los varones comparten la lectura sin prejuicios.

Hace unos cuantos años, con la presencia mayoritaria de mujeres consumidoras, la oferta tomó un carácter unisex para luego dedicarse a ellas apasionadamente. Hombres y mujeres coinciden en algo: la necesidad imperiosa de morigerar la angustia. Ambos están parados sobre las arenas movedizas de este mundo sin familia, ni trabajo, ni identidad, ni vocaciones estables. El deseo de apuntalar la autoestima y sobreponerse a las agresiones de los otros no tiene distinción de sexo. Los hombres compran, las mujeres también. Los libros circulan entre los miembros de familia y el mayor argumento de venta es una buena recomendación hecha por una amiga/o. La mayor parte de los textos apunta con alegorías, testimonios o ejercicios de respiración a lograr sentirse bien con uno mismo. En el punto opuesto a todo ímpetu revolucionario, los sabios de la new age le hablan al “tú” y le enseñan a desviar la mirada hacia las propias vísceras. Porque “cuando conectamos con la quietud interna, vamos más allá de nuestras ajetreadas mentes y emociones, para descubrir grandes profundidades de paz duradera, alegría y serenidad”. Se han evaporado los grandes relatos y, por lo tanto, ya no hay críticas virulentas ni referencias a la construcción de un futuro mejor. En este paisaje se explica el éxito mundial de un título como El poder del ahora y de su reciente secuela El silencio habla, ambos asentados en la premisa de que “existe otra realidad, una realidad más plena y dichosa a la que usted puede acceder... simplemente despertando su otro yo. Reconocer y aceptar la guía de ese yo sagrado le permitirá situarse por encima de las dificultades cotidianas, no para desdeñarlas sino más bien para abordarlas en sus justas proporciones; además, le permitirá irradiar esa recuperada lucidez, de modo que podrá transmitirla a otros”. Una coincidencia: todos los autores advierten que cada vez que dicen “realidad” se refieren a una imagen interior, y cuando dicen Dios se refieren al que el lector considere como tal. Esta amplitud de conceptos que barre con fundamentalismos, con el punto de vista y con los ideales, deviene, a pesar de su carácter vago y de su tono siempre esotérico, tabla de salvación para muchas personas. Cerrar los ojos para ver, aislarse para acercarse, parece ser la consigna de esta propuesta en materia de relaciones humanas.

En materia de sexo, el otro tópico donde los textos les hablan a hombres y mujeres es, justamente, el sexo: la sexualidad entendida como búsqueda de un placer sin límites merecido y demorado por siglos. En este plano, sí se da cabida a un discurso reivindicatorio de derechos y de búsqueda agresiva de cambio. Manos a la obra, el deseo y el placer se descomponen en partes. Sexo aquí es igual a un punteo de acciones, posturas, ingestas afrodisíacas, cambios de hábitos, puntos clave donde tocar. Los libros dan vueltas sobre el viejo Kamasutra –hace poco se agregó a la saga un kamasutra especial para gays– ya que autoayuda en materia sexual consiste en aprender a combinar ingredientes fisiológicos hasta dar con el plato ideal. La palabra orgasmo también es la favorita: “Aquí encontrará las diez maneras distintas que tienen las mujeres y las siete maneras que tienen los hombres de alcanzar el orgasmo. Consejos para controlar el ritmo y la frecuencia de los orgasmos. Ejercicios para aumentar la sensibilidad y sugerencias para las mujeres que nunca lo han alcanzado para que exploren su cuerpo y practiquen en privado”. Una vez convertido en derecho, el orgasmo femenino pasa a ser un desafío para la masculinidad que se apresta a disfrutarlo, provocarlo hasta el cansancio a través de otra exigencia más: el sexo tántrico.

Una pareja se acerca a la mesa de autoayuda. Mientras ella se lleva Por qué limitarse a soñarlo, todo lo que las mujeres quieren saber sobre el sexo, él va a tener que adentrase en Tantra. La iniciación de un occidental al amor absoluto o Tantra. Sexo pleno.

Identikit de la mujer feliz en tres pasos:

¡Chicas!

Lo último en el mercado editorial es el descubrimiento de la consumidora adolescente. Para ella la promesa es ésta: “Chicas es el nombre de la colección de novelas y manuales de instrucciones más divertidos, escritos en mordaz clave femenina. El tímido, el serio, el guaperas, el feo-pero-simpático, el guapo-pero-cretino, el rompecorazones, el deportista, etcétera. He aquí un muestrario para todos los gustos de estas extrañas criaturas que son los chicos. Desde el primer encuentro hasta el flechazo inevitable, desde el ligoteo hasta las rupturas, todo lo que tenéis que conocer sobre su comportamiento, tanto solos como en grupo”. Son libros coleccionables de tapas color chicle de frutilla que orientan a las nuevas lectoras para que sean menos problemáticas con los pobres padres y maestros, capaces de conquistarse a los mejores chicos sin morirse jamás de envidia por el éxito de sus amigas más lindas. Esta serie española se destaca por no haberse cuidado de evitar palabras como “ligoteo” y “coñazo”, que afortunadamente los hacen prácticamente indescifrables.

Pero hay más autoayuda de color rosa: acaba de aparecer un libro a cargo de una autora que dice saber sobre adolescentes gracias, sobre todo, a que le tocó convivir con la hija de su marido. Así que en el primer capítulo explica a las chicas cómo hay que comportarse cuando uno se queda a dormir en la casa de una amiga –aquí se aconseja llevar cepillo de dientes, comer lo que le dieren y no ponerse a saltar sobre los sillones–. Luego de tratar a su lectora como una recién llegada al planeta, le da pistas para lo único que les importa a las autoras: conquistar a un chico difícil. Más adelante le presenta una serie de anticonceptivos –el preservativo aparece como última opción sin hacer hincapié en que es el método que previene de enfermedades de transmisión sexual–, para culminar con un capítulo donde aconseja que si ha quedado embarazada, se lo comunique a su novio, a ver si él quiere hacerse responsable, luego, sin que pasen dos días, a sus padres, y luego de tener el bebé que intente continuar con sus estudios, que siempre son tan importantes.

Pero esto recién empieza. Una vez pasada la adolescencia puede aparecer Tamara Di Tella para esculpir cuerpo y alma. Hay que estar firmes y saludables. Para eso, una serie de libritos pequeños con unos 200 “tips” –frases incoherentes– se presentan como pequeños aparatos de Pilates para el alma, de los que vale adelantar algunas de sus máximas: “Las 3 palabras más inteligentes son: no quiero más”, “Las 2 palabras más inteligentes son: sin sal”. Son títulos siempre exclamativos, que adelantan lo escueto del mensaje mientras arengan como un personal trainer: ¡Adelgaza ya!, ¡Basta de celulitis!, ¡Tu pelo!

Pero el cuerpo no es todo. Está en plena juventud. A partir de aquí, la mujer feliz tiene variadas preocupaciones: aprender a cazar, conservar y olvidarse de los hombres, atreverse a tener hijos y también a no tenerlos, estimular a su bebé –aquí se destaca especialmente El efecto Mozart para niños–, sobrevivir a un divorcio, explicarles el divorcio a los chicos, ser sexualmente feliz, convivir con adolescentes problemáticos, ser ejecutiva y sensible, mantenerse joven, alegrarse frente al espejo al rencontrarse después de todo este ajetreo, cuando llegue la madurez.

Siempre mamá

Tal vez el único tópico que equipara al número de libros dedicados al placer sexual sea el de los que le hablan a “la mamá”. Desde el embarazo, pasando por los diferentes modelos de parto, la madre tiene una serie de libros ayudantes que no la van a dejar tranquila hasta que sus hijos se hayan ido de casa. Primero, la ayudan a elegirle el nombre develándole los significados históricos u ocultos en clave de numerología; luego, la ayudan a hablarle con mensajes de amor: Las 100 promesas para mi bebé es un reciente libro de Mallika Chopra que lleva prólogo del mismo Chopra. Están disponibles El Feng Shui para el bebé, 101 maneras de calmar un bebé, Cómo ayudar a su hijo con sobrepeso, Estrategias para padres desesperados, 55 reglas para educar a los más jóvenes, y toda una colección para primerizos con soluciones prácticas al llanto, los dolores, el insomnio. Algunos libros, como ¿Realmente quiero tener hijos?, si bien no se escapan de los límites del género, cuentan con el mérito de poner al alcance gran parte de los mitos y respuestas del sentido común ante una pregunta que raramente se formula antes de tomar esa decisión.

Usuaria de hombres

Alguien ha dicho que una buena prueba de que los libros de autoayuda no sirven es la cantidad de libros de autoayuda que siguen apareciendo. Es probable, sobre todo si se juzga la cantidad de libros que transmiten mensajes idénticos. Esta sección del identikit le grita en todos los idiomas a la mujer que, por favor, deje de pensar en los hombres, deje de depender de su mirada y empiece a pensar en el placer de ser ella sin necesidad del otro. Estos libros son geniales para resumir sus mensajes a través de los títulos: Atrévete a ser tú misma, porque sólo así podrá conseguir que el hombre que busca se fije en ella. Después de sucesivas operaciones frustradas con el género masculino, confiesa la autora del Manual de la usuaria de hombres, descubrió que algo estaba haciendo mal. A partir de entonces convierte sus errores en técnicas para “usufructuar” al objeto masculino reiterando (sin caer en la elegancia) los más perimidos clichés que ni el machismo se atreve a recordar hoy. Muchos libros, como éste, se pliegan con pretendido humor a cumplir con un deseo que deja a las “usuarias” más insatisfechas que al principio: explican dónde hallar hombres, cómo engañarlos, manipularlos y abandonarlos para volver a empezar el juego. El modelo de mujer que usa al varón como objeto de descarga sexual, porque está de vuelta, propone también la celebración de la soltería. Muchos libros se dedican a enumerar las ventajas –se destaca como una de las más importantes el manejo irrestricto del control remoto— y dar ideas para disfrutar el nuevo estado. Aunque indefectiblemente todos terminan con un capítulo donde se nos revela que sólo después de sufrido lo sufrido y luego de haber hecho como si no lo hubiéramos sufrido, estamos más aptas para encontrar un hombre que valga la pena.

La mujer solitaria no se ha podido decidir y por eso carga con una pila de libros hasta la caja. Después de todo, el identikit de la mujer feliz la persigue como una madrastra. Desde la adolescencia hasta que alcance la tercera edad tendrá que autoayudarse. Antes de pagar la cuenta, descubre un título prometedor: Aprende a pensar por ti mismo, de Edward de Bono. Y también se lo lleva. Tal vez, al cabo de la lectura la vida vuelva a empezar.

Liliana Viola

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Raros, feos y malos en la Argentina pura


No cabe duda que, a 30 años del golpe de 1976, los argentinos seguimos siendo bastante derechos y humanos.

Si faltaba alguna muestra, casi contemporáneamente con el Día Internacional Contra la Discriminación Racial, un fallo del juez en lo civil Julio César Dávalos vino a confirmarnos que no hubo discriminación alguna en el caso de una mujer que se negó a alquilarle su departamento a un matrimonio cuando se enteró que era de origen judío.

La pareja había dejado una seña. Pero no bien la propietaria se enteró la identidad de los candidatos a inquilinos, le exigió a la inmobiliaria que la devolviera, señalando que no quería "ni judíos, ni chinos, ni coreanos, ni homosexuales" en su departamento. Para mayor precisión, agregó que sólo le alquilaría a "un argentino que sea del barrio y tome mate".

La dueña del departamento alegó en el juicio que simplemente estaba ejerciendo su derecho a la propiedad y que tenía miedo que, por ser judía, a la pareja -y, por consiguiente, a su inmueble- le pusieran una bomba.

El juez recurrió a una pericia psicológica para entender la reacción de la propietaria. Y, con esa asistencia técnica, concluyó que "el atentado a las Torres Gemelas tal vez le generó un temor especial. Sus miedos surgieron de una circunstancia mundialmente impresionante y peligrosa". Y agregó que, por sus características, a la señora le produce temor "lo raro, lo extraño, lo desagradable o lo incontrolable".

Lo raro, lo extraño, en realidad, resulta el fallo del juez. ¿Supondrá Su Señoría que los miles de muertos en las Torres Gemelas eran judíos y por eso la demandada tiene razón? ¿O conjeturará que Bin Laden y los suyos siguen con especial atención el movimiento inmobiliario de la zona norte de Buenos Aires?

¿Entenderá el juez que las personas de la comunidad judía son parte del conglomerado que a la propietaria atemoriza por ser integrantes del conjunto de "lo raro, lo extraño, lo desagradable o lo incontrolable"? ¿O considerará el magistrado, al darle la razón a la señora, que chinos, coreanos, homosexuales y los que se abstienen del mate también integran o pueden llegar a conformar ese grupo que la mujer asocia, fatídicamente, con las imágenes apabullantes de las Torres desplomándose?

Por estos días sensibles a las voces de la historia también se conoció un relevamiento del Comité de Solidaridad de Familiares Argentinos Exiliados en España. Allí se señala que 1.900 desaparecidos durante la dictadura militar eran de origen judío, cuando esta comunidad apenas representaba el 0,8% de la población.

¿Será que los judíos derivan, indefectibles, hacia el marxismo, como predicaba con sangrienta constancia el general Camps? ¿O que la Argentina derecha y humana practica con cotidiana potencia la discriminación, práctica que se nota hasta en las hinchadas de fútbol que suelen cantar en contra de "paraguas" y "bolitas"? Y que también se ejerce, paradójicamente, en especial en las disco, contra esas personas morochas, por demás criollas, a quienes se les dice "cabeza" o "cabecitas negras", haciendo caso omiso al hecho de que —como reclama la propietaria— suelen tomar mate a destajo.

Esto "nos hace dar la impresión de que no maduramos a través de los años", comentó el almirante Godoy, jefe de la Armada, no bien se hizo público el reciente caso del espionaje a civiles por parte de altos oficiales de su fuerza. Quizá no sea una simple impresión la del almirante y en la Argentina -en especial, en la Marina y bajo su responsabilidad- las brevas aún no estén maduras: el país que aplaudió el golpe de 1976 parece seguir poderosamente vivo.

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Robledo Puch: el ángel negro


Desde Retiro hasta San Fernando, a lo largo de 15 kilómetros, se extiende una aglomeración urbana que las guías de turismo de la ciudad de Buenos Aires llaman "la ribera norte". Viven allí millones de personas, pero el lugar no es importante por los números: alberga lo mejor y lo peor de la gran ciudad. En ella se alzan las residencias más elegantes. Algunas rodeadas por enormes barriadas miserables. La ribera norte es el lugar del poder: en un predio de 14 manzanas situado en Olivos, viven los presidentes de la Argentina. Es también escenario de placeres: restaurantes, clubes, posadas del amor convocan cada noche a multitudes. Y de pasiones populares como el turf (allí tienen sus templos los burreros, en los hipódromos de Palermo y San Isidro), o el fútbol (el Estadio Monumental). La ribera norte es también la ciudad de las artes: en San Isidro, junto a las barrancas, Victoria Ocampo recibió a lo más granado de la cultura del mundo.

Fue cuna de sabios y genios, de magos y curanderos, también de caudillos y pistoleros.Y de criminales. Entre ellos, ninguno como Carlos Eduardo Robledo Puch. Su récord homicida fue breve y aun hoy, a treinta años de distancia y con mucha sangre corrida bajo los puentes, impresiona. En un año mató once personas -quizá más- y consumó decenas de asaltos. Lo hizo en supermercados, quioscos y garajes de Acassuso, Martínez, Olivos y Vicente López. No necesitó salir del barrio para pasar a la historia negra de la Argentina.

Comienza la década del 70 y Robledo Puch es un muchacho rubio, flaquito, de exuberante cabellera rizada, nacido el 22 de enero de 1952. Su padre, del que hereda los dos apellidos, es descendiente del general Martín Güemes. Es también un importante técnico de la General Motors. La madre de Robledo Puch es hija de alemanes. La familia vivió mucho tiempo en Tigre, y después en un chalet de Villa Adelina.

Robledo Puch, a quien en el colegio llamaban "leche hervida", por su carácter, o "el colorado", es un rebelde. Un violento. Es inteligente y buen lector, pero tiene lo que, eufemísticamente, se llama "problemas familiares". Por robar una moto lo mandan un tiempo a un correccional, la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, en Los Hornos, cerca de La Plata. Sus padres hicieron de todo para disciplinarlo, por ejemplo, colocarlo en diversos colegios, donde invariablemente era expulsado.

Carlos Eduardo se hace de dos amigos fieles con los que comparte la pasión por las motos y los coches. Uno se llama Jorge Ibáñez, es un rosarino dos años más chico pero con más experiencia que Robledo Puch: roba desde los diez años. El otro es Héctor Somoza, más modesto, hijo de un panadero de Villa Adelina, vecino de los Robledo Puch. Pero Ibañez y Somoza no se llevan bien. Entonces, Carlos Eduardo debe optar y se queda con Ibáñez, alias Queque.

En septiembre de 1970, Ibáñez y Robledo Puch roban la joyería de Rachmil Israel Isaac Klinger, en Olivos. Sacan 100.000 pesos. Luego asaltan un taller de caños de escape, a pocas cuadras de la joyería, de donde se llevan 110.000 pesos. En enero de 1971 entran en una casa que vende motos en San Fernando y roban una vieja Guzzi roja de los años cincuenta y una Gilera 150 más nueva, negra y roja. En un cajón, Robledo Puch descubre una máquina que lo fascina: es una pistola Ruby calibre 32.

El 15 de marzo de 1971 dos hombres dormitan a la madrugada en dos catres: son el dueño y el sereno del boliche Enamor, en Espora 3285, Olivos. Entran Ibáñez y Robledo Puch por una ventana trasera. Se llevan 350.000 pesos de la caja. Robledo Puch ve a los dos hombres dormidos y desenfunda su Ruby 32. Le pega un balazo en la cabeza a cada uno. Mueren sin despertar.

El 9 de mayo de 1971, a las cuatro de la madrugada, Robledo Puch e Ibáñez se descuelgan por un tragaluz y entran en un negocio que vende repuestos de automóviles Mercedes-Benz, en Vicente López. Robledo Puch se introduce en el dormitorio donde reposan una pareja y un niño de corta edad. Robledo Puch asesina al hombre y dispara contra la mujer. Ibáñez, a pesar de que la mujer está herida, intenta violarla. Ella sobrevivirá como testigo. Antes de huir con 400.000 pesos, Robledo Puch dispara a la cuna donde llora un bebe de pocos meses que salva la vida de milagro: la bala lo roza.

La noche del 24 de mayo Robledo Puch e Ibáñez entran en un supermercado Tanti, en Olivos, y asesinan al sereno.

Hasta entonces, la policía no había ligado estos crímenes entre sí. Formaban parte de la trama del delito que palpita en una ciudad inmensa. La simultaneidad de los hechos había ganado algún espacio en los diarios: "Volvió a golpear la secta del crimen en la zona norte", rezaba un título.

Raid violento

El 13 de junio de 1971 Jorge Ibáñez entra en un garaje del barrio de Constitución, en la Capital Federal. Son las once de la noche. Sin pronunciar palabra, mata de un tiro en la cabeza al cuidador. Ibáñez elige, de entre los coches que duermen en el garaje, un Ford Fairlane y se retira tranquilamente, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad. Pasa a buscar a su amigo y comienzan a deambular por Olivos. En la Avenida del Libertador al 3800, Ibáñez ve una mujer joven que sale de un boliche.

-Traela -ordena a su compañero. Robledo cumple la orden.

Ibáñez le cede el volante a Robledo Puch, que a toda velocidad comienza a circular por la Avenida del Libertador. En el asiento trasero, Ibáñez viola a la muchacha. La dejan bajar en la ruta Panamericana. Pero mientras ella se aleja, Robledo Puch la acribilla con cinco tiros en la espalda.

Carlos Robledo Puch y Jorge Ibáñez formaban lo que se llama una "pareja delincuente". Como los asesinos norteamericanos que Truman Capote retrató en su libro A sangre fría, había entre ambos una relación de dependencia, quizá de sumisión. Ibáñez era la cabeza pensante y Robledo Puch, el ejecutor. Ibáñez mandaba y Robledo Puch obedecía.

Pocas noches después de matar a la adolescente, se toparon con otra muchacha que salía de Katoa, en Vicente López, donde el novio trabajaba de camarero. Quisieron subirla al coche. La muchacha se resistió tenazmente a la violación e Ibañez desistió. La arrojaron del coche semidesnuda y cuando ella corría al borde de la Panamericana, Robledo Puch la mató a tiros.

El 5 de agosto, Robledo Puch e Ibáñez recorrían la avenida Cabildo en un Di Tella que era del padre de Carlos. Robledo Puch tuvo un descuido y se estrellaron contra otro coche. Ibañez, que viajaba en el asiento del acompañante, murió en el acto. Robledo Puch incurrió en una conducta habitual en él: la frialdad absoluta ante la muerte. Le sacó la cédula a Ibáñez, se bajó del coche y se retiró a pie.

Algunos dudaron, luego, de que Ibáñez hubiera muerto en un tonto accidente. El fin del muchacho pudo haber sido otro. ¿Un ajuste de cuentas? ¿Había una tercera persona en el coche? Lo cierto es que la muerte de Ibáñez marcó una pausa en la carrera criminal de Robledo Puch: dejó de matar y retomó sus estudios. Su madre le regaló un Dodge GTX cupé, con llantas deportivas. Costó 3.041.000 pesos. Lo compraron en una concesionaria de Martínez. Tiempo después, cuando le preguntaron al "ángel rubio", ya preso, cuál había sido el momento más feliz de su vida, no vaciló:

-El día en que mi madre me compró el coche.

En realidad, el Dodge Polara se lo compró su madre con dinero que Carlos Eduardo le daba. ¿Cómo hacía un muchacho para tener esa plata? Es que soy un gran mecánico y arreglo motos, mamá, decía él. Le creyeron. Algunos de los robos no produjeron botín alguno, porque los serenos asaltados no custodiaban dinero, pero el del supermercado Tanti, por ejemplo, los compensó: de allí se llevaron cinco millones.

Durante aquel intervalo feliz, su padre lo llevó en varios viajes de negocios al interior. Mientras tanto, algún policía intentaba ligar el rompecabezas macabro conformado por esos crímenes dispersos que se habían sucedido desde marzo.

Muerto Ibáñez, Robledo Puch se volcó hacia su amigo Somoza, con el que comenzó a salir cada noche. El 13 de noviembre rompieron la vidriera de una armería y se llevaron un revólver Astra Cádiz calibre 32. Dos días después asaltaron el supermercado El Rincón, de Boulogne. Acribillaron al sereno y encontraron la caja vacía. Al día siguiente, Robledo Puch estrelló el Dodge Polara contra un árbol en Figueroa Alcorta y Dorrego. Entonces, durante un tiempo, los asesinos se desplazaban en colectivo.

El 17 de noviembre, Robledo Puch y Somoza entraron en una concesionaria de autos en Olivos y mataron al cuidador. El 25 de noviembre entraron en la concesionaria Puchmartí, de Martínez, en la que su madre le había comprado el Dodge. Se filtraron por el techo, redujeron al sereno y le sacaron las llaves. Robledo Puch lo mató de un tiro en la nuca.

Se llevaron un millón. Se fueron en taxi y al día siguiente compraron un Fiat 600 gris. Querían prepararlo para competición. Le duró unos pocos días. Robledo Puch manejaba como un loco y al Fitito lo arrolló un colectivo. Lo vendieron como chatarra.

Después, vino el final. Fue el 1° de febrero de 1972. Salieron a "recorrer". Robledo Puch vestía una campera de corderoy Levi's, remera a rayas, jean sin cinturón con la cintura caída. En la muñeca llevaba un Omega Speedmaster y calzaba sus Adidas blancas.

Entraron en la ferretería Masseiro Hermanos, de Carupá. Como siempre, remataron de un tiro al vigilador. Luego intentaron abrir con las llaves la caja de caudales. Comenzaron a violentarla con un soplete. Somoza trabajaba y Robledo Puch vigilaba. Tras sopletear varias horas, Somoza hizo una pausa y se acercó a su compañero. Lo abrazó desde atrás, en un gesto amistoso. Robledo Puch se sobresaltó. Se dio vuelta y lo mató de un balazo. Después le quemó la cara con el mismo soplete. Robledo Puch terminó de abrir el cofre, recogió el botín y se fue. Con tanto apuro que dejó la cédula en el bolsillo de Somoza.

La policía identificó el cadáver de Somoza. Tenía un tiro en el corazón y la cara horriblemente quemada con fuego. Una comisión fue a la casa de Somoza. Una señora les dijo:

-¿Mi hijo? Ahora no está. Anda siempre con su amigo, Carlos.

-¿Qué Carlos?

-Carlos Robledo. Le dicen "el colorado".

Ella les dio las señas de la familia Robledo Puch: Las Acacias al 200, Villa Adelina.

Un coche de la subcomisaría Balnearios llegó a las cuatro de la tarde a ese chalet. Era el 3 de febrero de 1972. Apenas habían parado cuando apareció un chico en una motito.

-¿A quién esperan, señor? -preguntó Robledo Puch, desentendido.

-Pibe, ¿vos conocés a un tal Somoza?

-¿Somoza? No, ¿quién es?

-Debe ser un amigo tuyo, porque tenía tu cédula en el bolsillo.

La policía registró el chalet de los Robledo Puch y, escondido en un rincón del piano, encontró el dinero de los robos, así como dos revólveres calibre 32 y cinco calibre 22.

Lo subieron al coche y lo llevaron a la comisaría. Carlos Eduardo Robledo Puch al principio negó. Pero enseguida confesó todo, haciendo gala de una memoria excepcional. Recordaba cada detalle y le reveló a la policía algunos robos que ni siquiera estaban registrados.

Sin arrepentimiento

Sus confesiones llenaron durante meses la crónica policial. Lo bautizaron "El ángel negro", "El tuerca maldito", "Cara de ángel", "El muñeco maldito" o "El Chacal". Pero pronto la descripción de tantos crímenes dejó paso a otro deporte: interpretar a aquel monstruo que la sociedad había engendrado. Para algunos, fue el representante de una clase social parasitaria. Para otros, el exponente de una juventud destruida por anteriores generaciones. Uno de los psiquiatras que lo revisaron recordó que "ahora es un psicópata, hace unos años fue un chico asustadizo". Lo más sorprendente eran las explicaciones que el propio Robledo Puch daba. "Un pibe de veinte años no puede estar sin guita y sin coche." ¿Cinismo? ¿Provocación? ¿O la cruda explicación de un mundo de infinita miseria?

"Tenía 20 años, era aparentemente un chico común, perteneciente a una familia de clase media", lo describió el juez Víctor Sasson. No mostraba el aspecto de un criminal convencional. Una revista semanal lo interpretó a la luz del psicoanálisis: Robledo Puch, decía Panorama, "es visto como el Mal con aspecto de Bien y al horror real de los crímenes se suma el de la fantasía." Crónica explotó a fondo esa dualidad: "Es niño bien, tiene 20 años, carita de ángel, frío, feroz y cínico".

La saga del "ángel rubio" tuvo una impensada continuación: el 7 de julio de 1972, el entonces acusado en espera de juicio estaba recluido en una dependencia especial del Penal de Olmos, cerca de La Plata. Esa noche, en compañía de otro detenido, se fugó saltando por los techos. Estuvo en libertad durante 64 horas. Lo detuvieron mientras deambulaba por las calles de Olivos, el escenario de sus crímenes.

-¿Robledo Puch?

-Sí, soy yo.

-Párese, está detenido.

-No tiren.

Para Osvaldo Soriano, que escribió una crónica sobre él, "Robledo Puch desnuda la apetencia exitista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos de éxito".

Otro escritor, Osvaldo Aguirre, señala que Robledo Puch permanece en la memoria colectiva no sólo por la desmesura de sus crímenes, sino porque jamás se arrepintió ni pidió perdón. Por el contrario, en las numerosas entrevistas que concedió en estos treinta años en la cárcel de Sierra Chica, donde ocupa una celda del pabellón de homosexuales, reivindicó sus actos.

El paso del tiempo embellece el delito, aun el más sórdido. Así nacen los mitos criminales. Pero Carlos Eduardo Robledo Puch ha mantenido su odio incólume. No hay mito Robledo Puch. El horror continúa. "Mató a personas comunes sin ninguna razón y sin dar la menor posibilidad de defensa. Cualquiera pudo ser su vícitima: por eso fue la esencia del enemigo público." Y lo sigue siendo.

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martes, octubre 31, 2006

Hacer Capote

UNO Empieza con un hombre hojeando el periódico, deteniéndose en una noticia, leyéndola, recortándola cuidadosamente con unas tijeras (con el mismo cuidado que otros coleccionistas dedican a mariposas o a estampillas) y, enseguida, llamando por teléfono a su editor en un prestigioso semanario para comunicarle que ya sabe, por fin, sobre qué quiere escribir. Quiere escribir sobre esa noticia que acaba de leer en la primera plana de The New York Times, 15 de noviembre de 1959, dice el hombre. Quiere ir a investigar in situ el brutal asesinato de toda una familia de granjeros en una pequeña ciudad llamada Holcomb, en Kansas.

Es un momento formidable. El instante preciso en que un escritor descubre cuál va a ser su próximo libro y que, además, será una obra maestra. El más íntimo e intransferible de los Big Bangs llevado a una pantalla luminosa en la oscuridad de una sala de cine.

Lo que empieza así –luego de una serie de postales de paisajes desolados de Kansas fundiendo con un horizonte de Manhattan– es una gran película titulada Capote, dirigida por Bennett Miller y protagonizada por Philip Seymour Hoffman.

DOS Hollywood no suele hacerles justicia a los escritores y, no conforme con eso, también los ha tratado muy mal. Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner son los casos más célebres (un muy interesante y sádicamente entretenido libro de Ian Hamilton se ocupa de contar sus padecimientos y los de muchos otros en la llamada Fábrica de Sueños). Y, no conforme con ello, no satisfecha con torturar a los narradores fuera de las películas, Hollywood también se ha dedicado a banalizar el oficio en los films. La práctica de la literatura es uno de los trabajos menos cinematográficos y cinéticos que existen y así solemos temblar cada vez que se abre la puerta de un largometraje para que entre alguien y se presente como escritor. Hay contadas excepciones: Julia, Barton Fink y Smoke son algunas de las pocas que se me ocurren y que consiguen mostrar, total o parcialmente, el modo en que funciona la cabeza de alguien que vive buena parte del día en otro planeta o –como decía Capote– sabiendo que “es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo”.

TRES La génesis del libro titulado A sangre fría (1966) probablemente sea una de las más fiel y abundantemente documentadas en la historia de las letras norteamericanas. Varias biografías donde destacan la de Gerald Clarke y George Plimpton y John Malcom Brinnin, todo un capítulo del tan desopilante como desesperado volumen de conversaciones de Truman Capote con Lawrence Grobel, artículos del propio autor, un reciente y revelador epistolario (que Lumen pronto editará en castellano) y abundantes artículos más o menos neoperiodísticos dan cuenta de los cómos y los porqués de semejante acontecimiento que, dicen, cambió la vida literaria de su país y, seguro, la vida de Capote. El film de Hoffmann –antepongo el nombre del intérprete al del realizador porque se trata más de cine de actor que de autor, por más que uno y otro sean grandes amigos desde los 16 años y que éste sea, queda claro, un proyecto largamente acariciado por ambos– investiga y evoca el proceso de más de seis años que le llevó a Capote concluir A sangre fría en base a primerísimos planos, una actuación portentosa, varios secundarios de lujo, silencios elocuentes y música fúnebre para acabar contando varias historias al mismo tiempo. Varias líneas que se entretejen en una: el modo en que un escritor descubre y posee una trama, el modo en que esa trama acaba poseyendo al escritor, el modo en que escritor y trama y fiction y non-fiction acaban siendo una sola cosa, el modo en que la construcción de un libro puede modificar oderrumbar una o varias vidas. En este sentido, Capote –filmada en poco más de treinta días– es una love story poco convencional pero no por eso menos apasionada y una obra moral en el mejor y más elegante sentido de la palabra. Una advertencia tan clara y al mismo tiempo difusa como aquella que se leía a las puertas del Infierno de Dante o en el sello hasta entonces intacto del sepulcro de Tutankamón. Es decir: una de esas advertencias que sólo existen para no hacerles caso.

CUATRO Mientras escribo esto, aún no se sabe si Philip Seymour Hoffman –quien días atrás ya ganó el Premio de los Críticos de Los Angeles y el Golden Globe y el Independent Spirit Award– se ha llevado un merecido e indiscutible Oscar a casa. Tampoco importa demasiado que se lo den o no, porque en la naturaleza de los premios está la de ser injustos. Ignoro si a él le importa ganarlo. Supongo que no (porque no necesita que le confirmen su raro y personal talento) y que sí (porque un Oscar hace subir tus acciones y te abre puertas para poder seguir haciendo más grandes y mejores cosas). Lo que sí importa es que su caracterización de Capote no se queda en el calco de físico y de modales –como viene ocurriendo en las recientes y cada vez más numerosas caricaturescas biopics– sino que va mucho más lejos. El Capote de Hoffman incluye, además, la caracterización del proceso de pensamiento y de creación de Capote. Su método de mirada de rayos X sin párpados, su voz de serpiente hipnótica y su memoria prodigiosa capaz de derrumbar tanto a un asesino llamado Perry Smith obsesionado con desenterrar el tesoro de la Sierra Madre como a un autodestructor Marlon Brando que lo único que deseaba era enterrarse. Y, también, a sí mismo. Porque si algo cuenta Capote es la forma en que Capote se valía de una habilidad quirúrgica para localizar los puntos flacos en los otros a partir de las propias debilidades. Y una vez localizada la herida –recordar esa célebre frase suya sobre el don y el látigo y la autoflagelación– hundir en ella la pluma y la espada y extraer, una a una, las palabras.

CINCO Hoffman dijo que lo que le interesaba del “personaje” Capote era su costado vampírico y el modo en que se nutría de los demás para crecer como persona y artista. Este octubre se estrenará otra película sobre el escritor norteamericano: Infamous: Every Word Is True, dirigida por Douglas McGrath, con Toby Jones en el rol de Capote y Gwyneth Paltrow y Sandra Bullock en el reparto. Allí –sin ignorar el hecho de que la espera de un final para A sangre fría fue el inicio del crack-up del escritor– se llegará hasta la grieta de gracia: la imposibilidad de cerrar el vasto proyecto proustiano de Plegarias atendidas. Un vitriólico y chismoso exposé sobre la alta sociedad neoyorquina que bien podría haberse titulado A sangre azul y que, al publicarse un anticipo en Esquire, provocó un sismo en los penthouses de Manhattan que hizo caer a Capote desde las alturas para ya nunca volver a ser el que fue, iniciando una larga caída libre, un suicidio en cámara lenta, una cuenta regresiva de pastillas y botellas y drogas varias.

SEIS En 1980, cuatro años antes de su muerte, Capote reuniría textos sueltos en el magistral Música para camaleones (varios de ellos publicados en la revista Interview de Andy Warhol, otro vampiro genial), entre los que se encontraba la nouvelle “Ataúdes tallados a mano”, nueva y perfecta aproximación al true-crime. Fue por entonces cuando lo entrevistó el escritor Edmund White y fue a él a quien Capote le confió que todo se reducía a una única verdad: “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros... El resto es una vida horrible”, le dijo.

Capote –una de las mejores películas de los últimos tiempos, una lección de literatura hecha cine– termina en el segundo preciso en que Capote, luego de una ejecución, en un avión de regreso a casa, en las nubes, habiendo conseguido el final para su libro y sintiéndose culpable de todos los cargos, comienza a intuir la condena a perpetuidad de lo que, con el tiempo, será una certeza imposible de apelar o de liberar y olvidar bajo fianza.

Rodrigo Fresan 05-03-2006

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Penjerek: la desaparecida

Le decían Pipi, tenía 16 años. Fue a la clase de inglés y nunca volvió. Vivía en el barrio de Floresta, era la única hija del empleado municipal Enrique Penjerek y de la enfermera Clara Breitman. Cursaba el quinto año del Liceo de Señoritas N° 12 y soñaba con estudiar odontología. Se llamaba Norma Mirta Penjerek.

A las siete de la mañana del 29 de mayo de 1962 el termómetro marcaba una décima de grado bajo cero: era el día más frío del año.

-Nena, no se te ocurra ir a inglés, esto es Siberia -le dijo su mamá cuando ella volvió del colegio-. Además, no hay colectivo.

-¿Por qué?, ¿qué pasa?

-Hay paro general.

A Norma Mirta, como a toda chica de su edad, la casa la oprimía. ¿Quedarse en su cuarto, escuchando el último disco de Elvis Presley? ¿Escribiendo en su diario -poemas, pensamientos, fantasías- con esa letra redonda y prolija? Pero a Norma Mirta, esa muchacha de mirada soñadora, ¿qué le importaba de la CGT?

Además, cuando había paro, los dueños manejaban los colectivos. Norma Mirta envolvió su cuello en una bufanda de lana.

Esa tarde, la señorita Perla, la profesora de inglés, la notó un poco lánguida. La clase de inglés duró desde las siete y diez hasta las ocho menos cuarto. Veinte minutos después, Norma Mirta tendría que haber estado en casa. La señorita Perla Stazauer de Priellitansky era profesora de inglés en el colegio Cinco Esquinas y daba clases particulares en su casa de Boyacá 420. ¿Le había dicho algo Norma Mirta aquella tarde? Sólo después, cuando pasó todo, a la profesora le pareció que la muchacha estaba preocupada.

De Boyacá al 400 hasta la casa de los Penjerek, en la avenida Juan Bautista Alberdi 3252, hay unas 17 cuadras. ¿Qué camino hizo Norma Mirta? ¿Acaso subió a un colectivo 76, que -por el paro- pasaba cada muerte de obispo? ¿Caminó? ¿Hubo algún incidente en aquella tarde que ya era noche invernal?

A las nueve, la mamá, ya muy inquieta, hizo lo que hacen todas las madres: llamó a las compañeras y a las amigas de su hija.

-No, señora, yo no la vi.

La última esperanza de los padres era una chica llamada Aída Robles, la amiga íntima de Norma Mirta. Pero Aída no sabía nada.

A la medianoche, el señor Penjerek llegó a la comisaría 40a. y denunció que su hija había desaparecido. ¿Cómo iba vestida? Una pollera gris tableada, un blazer azul.

Las semanas pasaron con la lentitud de una tortura. Todas las hipótesis fueron barajadas y descartadas. Se descartó que hubiera sufrido un accidente: ni en los hospitales ni en las clínicas había señales de Norma Mirta. Sencillamente, la ciudad se la había tragado.

La sociedad apenas percibió este drama. Era sólo una chica perdida en la ciudad inmensa. Quedaron algunas huellas, pocas. Una pequeña noticia en algún diario: "Extraña desaparición de una jovencita".

A los diez días, la familia publicó una solicitada con la foto de Norma Mirta: "Se busca". Como siempre en estos casos, acudieron mitómanos y perversos; también, alguna gente de buena fe, confundida. Un vivillo pidió dos mil pesos para revelar la verdad sobre la muchacha: se descubrió que no sabía nada y quedó detenido por tentativa de extorsión.

Pasó un día y otro y otro. Norma Mirta Penjerek sería un nombre más en la larga nómina que llena los ficheros de la Sección Desaparecidos del Departamento de Policía.

Un cadáver desnudo

Cuarenta y seis días después de la de­saparición de Norma Mirta, a las seis de la mañana del lunes 16 de julio de 1962, sonó el teléfono en la planta baja D de la avenida Juan Bautista Alberdi. Los padres, antes de descolgar, intuyeron que sería una mala noticia.

El domingo 15, un perro había olfateado algo en unos terrenos baldíos de Llavallol, en el sudoeste del Gran Buenos Aires. Un objeto extraño asomaba en el fango. El perro pertenecía a un guardián del Instituto Fitotécnico de la Universidad Nacional de La Plata. El hombre tardó en reconocer esa forma. Eran los dedos de una mano. El lugar no podía ser más lóbrego: unos potreros usados para experimentar cultivos. Personal de la comisaría de Llavallol concurrió inmediatamente y desenterró el cadáver, ya muy descompuesto, de una mujer desnuda.

Aquellos policías provinciales actuaron con poco profesionalismo, según críticas que se formularon luego. No acordonaron el lugar para conservar huellas. Lo pisotearon. Tampoco interrogaron al guardián. No se analizaron algunas prendas halladas cerca: un corpiño, un pulóver marrón y una enagua celeste. Ninguna de ellas pertenecía a Norma Mirta.

¿Quién era la mujer encontrada en Llavallol?

Había sido estrangulada con un alambre y un instrumento cortante le había seccionado la vena cava superior. La primera autopsia la hizo el forense doctor Carlos Garay. Determinó que la víctima era una mujer de 1,65 de estatura y unos veinte años de edad. Esto no coincidía con Norma Mirta, que medía 10 centímetros menos.

Horrorizados, los padres fueron a la morgue de La Plata. El cadáver desfigurado de Llavallol no les recordó para nada a la hija perdida. Una segunda autopsia, realizada por el doctor Antonio Lara, rescató una huella dactilar, la del dedo anular de la mano izquierda. Según este forense, era la única huella reconocible. La comparó con la ficha dactiloscópica de Penjerek. Eran idénticas. Según esta autopsia, la muerte se habría producido el 6 de julio, con un margen de 48 horas en más o en menos. O sea: entre el 4 y el 8 de julio de 1962. Pero esto no coincidía con el avanzado estado de descomposición que presentaba el cuerpo cuando había sido hallado, el 15 de julio. Norma Mirta se atendía en el consultorio de un dentista de Floresta, quien reconoció la dentadura del cadáver. Con este testimonio, la Justicia dictaminó que el cadáver de Llavallol era el de Penjerek. La causa por homicidio recayó en el juzgado del doctor Alberto Garganta, en los tribunales de La Plata. El 25 de agosto de 1962, el cuerpo fue devuelto a la familia.

Una multitud acompañó el féretro a su última morada en el cementerio de La Tablada.

La delatora

Durante el año que siguió, no se produjo ningún avance en la investigación. El crimen de Norma Mirta no fue mencionado por la prensa, que, durante la segunda parte del año 1962 y el primer semestre de 1963, tuvo muchos temas de los que ocuparse.

De pronto, el 15 de julio de 1963, la noticia explotó en los diarios argentinos: una mujer detenida por la Brigada de Moralidad en la vereda de la estación Constitución, dijo: "Yo sé quién mató a la chica Penjerek".

La delatora se llamaba María Sisti, tenía 23 años y varias entradas por ejercer la profesión más antigua del mundo. Interrogada a fondo por el comisario Jorge Colotto, de la Policía Federal, y por el subinspector Vodeb y el subcomisario Toledo, de Llavallol, María Sisti contó una historia extraña.

En la localidad de Florencio Varela, a pocos metros de la estación, la tienda La Preferida vendía zapatos para mujeres. Su propietario era un hombre de 47 años llamado Pedro Vecchio, un viudo con dos hijas. Tenía un Kaiser Carabela verde claro. También era concejal electo por el partido Unión Vecinal, orientado por el político peronista Juan Carlos Fonrouge. Según Sisti, Vecchio era la cabeza de una red de prostitución y pornografía que se especializaba en proveer "carne fresca" para orgías con gente adinerada y políticos influyentes. Según la declaración, Vecchio y cinco o seis cómplices reclutaban menores a quienes corrompían con drogas. Vecchio no actuaba solo; lo secundaba una tal Laura Muzzio de Villano, dueña de una boutique situada a pocos metros de la zapatería de Vecchio. Sisti había visto a Norma Mirta en el escenario de las fiestas negras, el chalet Los Eucaliptos, situado en otra localidad del sur bonaerense: Bosques.

Luego de estas revelaciones, otras tres jóvenes prostitutas fueron detenidas y confirmaron la historia, que poco a poco fue filtrándose a la prensa. También confesó Villano. Cada día, nuevas revelaciones conmovían a la opinión pública con detalles truculentos: Vecchio habría salido a "cazar" jóvenes aquel 29 de mayo. Según María Sisti, Vecchio y sus cómplices levantaron a Penjerek y, tras drogarla, la entregaron a un cliente. Luego le sacaron fotos. Vecchio -siempre según Sisti- habría estrangulado y acuchillado a Norma Mirta en Los Eucaliptos cuando ella quiso resistirse a que siguieran drogándola. Envolvieron el cuerpo en una manta y lo escondieron en el sótano del chalet de Bosques. Sólo cuando empezó a descomponerse y temieron que el hedor advirtiera a los vecinos, lo llevaron a un descampado de Llavallol, donde quedó semienterrado.

A todo esto, ¿qué pasaba con el tal Vecchio? No fue encontrado en su domicilio. Indudablemente, había huido. Pero el 23 de septiembre de 1963 se presentó espontáneamente y proclamó su inocencia: "No tengo nada que ver con todo esto -dijo el comerciante-. Nunca vi en mi vida a esa chica y no sé quién es".

Una psicosis se había desatado en Buenos Aires. La juventud argentina estaba siendo pervertida por intereses espurios, decían organizaciones familiares, ligas de madres, ciudadanos, personalidades. Se reclamaba la limpieza profunda de esa escoria. Si alguien hubiera dicho una palabra en favor de Vecchio lo habrían acusado de alentar la corrupción de la juventud argentina. En el Parlamento surgido de las elecciones de 1963 se exigió una interpelación. Miles de cartas habían desbordado el despacho del general Osiris Villegas, ministro del Interior del gobierno provisional del presidente José María Guido. Hasta la CGT, en una de sus declaraciones, incluyó "la limpieza moral" entre los reclamos de sus frecuentes huelgas generales.

El 29 de junio de 1963 había salido a la calle un nuevo vespertino: Crónica, editado por Héctor Ricardo García. Las primeras semanas no conseguía vender más de 20.000 ejemplares. Pero con las revelaciones que resucitaron el crimen de la Penjerek, el nuevo diario agotaba ediciones, y así se instaló en el difícil mercado de los diarios de la tarde. Gracias a sus truculentas notas, Crónica superó la barrera de los 100.000 ejemplares. Alguien le dio al diario de Héctor Ricardo García fotos de supuestas orgías. En ellas no se veían los rostros, pero sí los cuerpos.

La hipótesis Eichmann

El 23 de agosto de 1963, el matutino El Mundo -que contaba entre sus columnistas a Edgardo da Mommio, Horacio de Dios y Bernardo Neustadt- lanzó una versión diferente: Norma Mirta Penjerek habría sido asesinada por sectores de ultraderecha, en represalia contra el secuestro en la Argentina de Adolfo Eichmann y su posterior juicio y ejecución en Jerusalén.

Esta versión ligaba a una anónima adolescente porteña con uno de los máximos responsables del Holocausto.

Otra versión sostenía que Enrique Penjerek, destacado miembro de la colectividad judía argentina, habría sido uno de los informantes -cuya identidad nunca se reveló- del comando que encontró y secuestró a Adolfo Eichmann.

Nada de esto ha sido probado.

Los ángeles asesinados

El proceso a los acusados de corromper, torturar y asesinar a Norma Mirta Penjerek se arrastró por varios juzgados. Intervinieron en total ocho magistrados. El 5 de abril de 1965, la Cámara del Crimen de la Capital Federal decretó el sobreseimiento de Pedro Vecchio, que recuperó la libertad: ni uno solo de los cargos que se le formularon pudo probarse. Sus acusadores, como Mabel Sisti, denunciaron luego que habían sido torturados, presionados e inducidos para que acusaran a Vecchio.

El caso Penjerek tuvo otras secuelas: algunos policías fueron procesados por tortura. Al comisario Colotto, años después, lo acusaron de integrar la Triple A.

Pero, ¿por qué le habían tendido semejante trampa a Pedro Vecchio, si sólo era un honesto comerciante? ¿Por qué a él? Se habría aprovechado una enemistad barrial para encontrar un chivo expiatorio: el comerciante Vecchio. Un fotógrafo de Florencio Varela, llamado José Luis Fernández, odiaba a Vecchio porque éste habría ayudado a una hija de aquél, de 26 años, cuando ésta abandonó la casa de su padre. La inquina de Fernández hacia Vecchio habría sido tan tenaz que un tiempo atrás lo había denunciado como traficante de drogas; entonces aportó como prueba unas fotos de Vecchio mientras cargaba paquetes en una camioneta. Pero esos paquetes sólo eran cajas de zapatos. María Sisti, por su parte, se retractó de las acusaciones contra Vecchio. Fernández, dijo, le había pagado 50.000 pesos para que acusara a Vecchio.

Nunca se supo quién mató a Norma Mirta Penjerek. Su nombre quedó inscripto en la larga galería de las mujeres cuya muerte ha quedado impune.

La Justicia, dice el Evangelio, no es un reino de este mundo. ¿Será de otro?

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La involución de la razón

Para la izquierda en general, y los progresistas y demócratas en especial, se trata de nada menos que de una nueva batalla ganada por los fundamentalistas en su guerra a muerte contra la ciencia y la seguridad social. Para los grupos conservadores que están por detrás del proyecto, se trata de preservar la cualidad más distintiva de la civilización occidental, en su versión norteamericana: la libertad de conciencia individual. En dieciocho estados, sus congresos están a punto de aprobar la legislación que permitirá que un médico se rehúse a prescribir un medicamento o dirigir un tratamiento. O peor: directamente no atender a una persona. Le bastará con decir: “Mi religión no me lo permite”.

Un ginecólogo del Opus Dei no prescribirá una píldora anticonceptiva, ni mucho menos le ofrecerá a su paciente la opción terapéutica de interrumpir un embarazo. Un andrólogo fundamentalista jamás le firmará la receta de Viagra a un hombre mayor si sabe que es para que mejore sus erecciones con otro varón. Y acaso tampoco atienda a una madre soltera. Hasta ahora era probable que estos médicos obraran así. La diferencia es que pronto estarán protegidos y aun estimulados por la ley.

La escalada se ha vuelto en estos últimos días de una extremidad sin parangón, y cada vez parece más difícil separar en Estados Unidos el ámbito religioso de la vida profesional. La idea es preservar la opción personal y religiosa por sobre el profesionalismo universalista: una idea antirrepublicana y antiilustrada en la más antigua democracia de la Tierra. Aunque la tensión, como se prevé, será cada vez mayor entre la defensa de los valores religiosos y los derechos de los pacientes en la Norteamérica del evangélico George W. Bush.

¿Mañana seremos todos norteamericanos?

Un gran cuerpo de la legislación surgió en Estados Unidos para proteger a los farmacéuticos que se rehusaron por razones de conciencia, y fueron juzgados por ello, a vender la píldora del “día después”, un anticonceptivo a posteriori que permite a las mujeres interrumpir un embarazo después de una relación en la que sospechan que quedaron impregnadas. Los tribunales se encontraban con un vacío legal y de jurisprudencia, aunque muchos jueces eran favorables con quienes se negaban a colaborar con lo que veían como un aborto express. Ahora, las leyes cubrirán un espectro mucho más amplio, que incluirá el amparo a doctores, anestesistas, enfermeros, auxiliares, técnicos o cualquier empleado que rechace participar, por razones religiosas, en algún tipo de terapia. O peor, que rechace administrársela a determinadas personas que no le parecen dignas de mejoría, alivio o felicidad. Algunas de estas terapias se cuentan entre las que más han polarizado estos últimos años a Occidente, por los dilemas bioéticos que plantean para muchos: la fertilización asistida, in vitro o con otras técnicas, la eutanasia o suicidio asistido, o los tratamientos e investigaciones que implican el uso de células madre de los embriones.

Los estados norteamericanos que buscan defender por ley a sus renuentes trabajadores de la salud son justamente aquellos donde se aprobaron terapias de estos nuevos tipos. Son estados que de pronto ingresan al brave new world de la modernidad más acuciante, al incierto y cada vez más complejo mundo en donde conviven la iglesia rural y la clonación, el matriarcado y los cyborgs, los cuáqueros y las elecciones sexuales más libres y profundas, la granja de Wyoming y el testeo genético de embriones. La operación es conocida por todos los sociólogos: dos pasos adelante, muchos más atrás. El avance de las ciencias no se ve acompañado por un avance correlativo de las sociedades, apegadas a sistemas de ideas y creencias tradicionales y arcaicas que no han podido procesar esos cambios, y que prefieren un repudio cerrado porque ven en ellos una amenaza a su forma de vida. “Esta legislación restaura lo que significa haber nacido en este gran país”, dijo al Washington Post David Stevens, director de la Christian Medical & Dental Association: “Porque la conciencia es la más sagrada de todas las propiedades. Los doctores, los dentistas, las enfermeras ya no podrán ser forzados a violar su propia conciencia”. Por eso hay consternación entre todos quienes de un modo u otro están involucrados en la defensa del aborto, en la prevención del sida, los derechos a la muerte asistida o los movimientos sociales.

La agenda del mal

Todo había empezado tras la legalización de la píldora del día después. Hubo de inmediato farmacéuticos que se negaron a prescribirla, como en España funcionarios del registro civil se negaron a casar a personas del mismo sexo. En Estados Unidos fueron expulsados de sus trabajos, y algunos juzgados. Esto llevó a que el año pasado las asociaciones conservadores comenzaran a sopesar la necesidad de elaborar un nuevo cuerpo legal. Este año la cuestión ganó preeminencia por una serie de factores concordantes: no sólo la legalización de las nuevas, y polarizantes terapias, sino los debates lacerantes y las dudas que produjo en la sociedad norteamericana el caso Terri Schiavo, la mujer a quien se ayudó a morir y poner fin a su agonía.

La situación actual demuestra que los posicionamientos políticos de la derecha fundamentalista han cambiado, y se han hecho a la vez más activos en sus métodos y más amplios en sus reivindicaciones. El movimiento llamado pro-derecho a la vida, que es el que nuclea a los diferentes grupos conservadores, ha extendido su agenda más allá de su lucha en contra del aborto. Dado el poder político y económico de los grupos que lo conforman, los riesgos de los pacientes se incrementan. A veces, hasta límites desesperantes, como cuando una mujer debe recorrer varias farmacias para obtener su píldora del día después, porque si espera un día más ya deberá recurrir a técnicas abortivas más riesgosas.

Desde luego, la legislación abre una posible escalada de nuevos dilemas. Los medios ya multiplican las preguntas: ¿qué sucederá, por ejemplo, en el campo de la educación?, ¿cuánto tiempo falta para que un maestro se niegue a impartir lecciones de educación sexual y no explique los órganos que están debajo de la cintura, por defender la abstinencia sexual hasta el matrimonio?

Sergio Di Nucci

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La penitencia

No es fácil llegar y entrar al Complejo Penitenciario Jóvenes Adultos de Marcos Paz, una prisión que de lejos parece un barrio privado, con ladrillos a la vista y techos pintados de verde inglés. Parece de lejos, porque de cerca nada que ver.

Se pasa un doble alambrado perimetral, se atraviesa un ladrido de una jauría de ovejeros que pueden degustarse un humano sin mucho esfuerzo, se cruzan unas rejas, muchas rejas, y entonces se puede hablar con Maximiliano Simón, un pibe de Merlo que fue condenado por robar y tirotearse con la policía y que en dos meses –si todo sigue bien como hasta ahora– recuperará la libertad.

Aunque este complejo no deja de ser una cárcel, no es como las demás. Acá la mitad de una población de 200 chicos de entre 18 y 21 años, que la ley llama Jóvenes Adultos, puede acceder a un sistema pedagógico que deja de llamar carcelero al carcelero y en el que los presos no son presos ni tampoco internos. Son residentes. Es cuando las clásicas denominaciones carcelarias desaparecen y el dispositivo de seguridad cambia. Aunque lo mismo es estar preso.

Luego de una larguísima gestión, este diario viajó 70 kilómetros y pudo recorrer la Unidad 24 del Complejo, que pertenece al Servicio Penitenciario Federal, para hablar con Maxi y presenciar la asamblea semanal en el Pabellón F (ver aparte), donde se aplica la Metodología Pedagógica Socializadora (MPS), un sistema interdisciplinario que cumplió 9 años y que según números penitenciarios logró bajar los índices de reingreso del 27,6 al 9,4 por ciento. El programa, en el que intervienen activamente psicólogos y trabajadores sociales, sólo se implementa en Marcos Paz.

El hecho:Robaba camiones. La primera le salió bien, la segunda mejor, hasta que protagonizó un raid interurbano que terminó mal. Le disparó a la policía, corrió, lo alcanzó una bala, descartó el arma, cayó. Cuando estaba tendido en el piso, un policía le disparó en la cabeza.

Maximiliano Simón tenía 18 años. Ahora tiene 22 y jura que en abril, cuando recupere la libertad, aunque sea condicional, no va a volver a robar. No piensa volver a hacerlo. Lo dice y abre grande los ojos, la voz firme, la sonrisa controlada. Habla con la seguridad de quien tiene un plan. “Yo de repente cambié una banda, ya no me interesa robar, busco mi libertad, nada más”, dice muy tranquilo. Sabe que en Merlo los esperan su mamá y sus 8 hermanos, su novia y su casa a medio hacer, que dejó de construir el 17 de mayo de 2002, cuando con su primo abordó un camión que repartía papas fritas y chizitos en la Ruta 3 y lo desviaron hasta Caballito. Fue su último “hecho”.

“Salta la alarma satelital, nos empiezan a perseguir. Dejamos el camión y tomamos el tren en Caballito, bajamos en Morón, los perdimos, cortamos un Golf, bajamos al dueño y ahí nos empezaron a correr los de la Federal y la Brigada de Morón. Y en Padua me choca un patrullero. Me bajo. A mi primo lo ponen contra el auto. Salgo corriendo y empiezo a los tiros, entonces mi primo puede zafar y le da un tiro a un bonaerense en la panza y al otro le da uno en la pierna y se va. Y a mí de la esquina me sale otro patrullero. Me cagan a cuetazos por todos lados. Cuando me dan el tiro en la pierna, que me parte tibia y peroné, corro una cuadra con la pierna así, caigo al piso, ya no tenía arma, la había tirado, viene el policía y me dice: ‘Me hiciste correr’. Y plum, me dio un tiro en la cabeza.”

Desde hace dos meses, Maxi puede salir de la cárcel cada 15 días durante 24 horas. Dice que la primera vez no quería volver. Pero se acostumbró. Ahora espera que sea abril para salir en libertad condicional. “Son los meses más largos de la condena”, suspira y mueve los brazos y muestra la marca que le dejó el balazo en su parietal derecho, que no le llegó a atravesar el cráneo.

El policía que quiso fusilarlo –cree– hoy está preso en el Complejo Penitenciario de Ezeiza, adonde él estuvo seis meses antes de llegar a Marcos Paz, en el 2003. “Primero estuve en el hospital y después dos meses en la comisaría de Padua. Eramos 60 personas. Después me dieron el traslado a Ezeiza, estuve una semana en el Pabellón de Ingresos, adonde también están los refugiados.”

–¿A qué llamás refugiados? –A las personas que no pueden vivir con la población porque viven mal, tienen problemas, son rastreros, o están por violación y viven aislados, refugiados. Después me llevan al pabellón D, adonde hay pibes de todos lados. Y gente que te enseña y gente que te hace maldades.

–¿Como cuáles? –Te roban las zapatillas, el pantalón, te hacen lavar ropa, te tienen mal... En menores es mucho quilombo, en mayores hay más respeto. A los guachos no les importa nada. Si andás robando bien no tendrías que tener problemas, de última van a venir y te van a probar, te van a decir algo y te vas a pelear y listo, ya está, te van a respetar. Pero hay otros que no, te agarran entre dos o tres y te roban todo. Son los que después suben a mayores y se quiebran.

Rescatado:“Subir a mayores” significa cumplir los 21 y si no se ingresa en un programa pedagógico donde se puede permanecer hasta los 25, “y rescatarse”, llega el traslado a un pabellón común y corriente. “Tuve la suerte de no subir a mayores, de quedarme acá en un tratamiento. Ahora puedo salir cada 15 días, me voy a mi casa, a lo de mi novia... Estoy terminando mi casa, una de las mejores cosas que hice con plata robada” (se sonríe).

–¿Y tu novia? –Ya la conocía de antes.

–Debe haber sido difícil para ella, ¿no? –Le dije que no la quería atar, que haga su vida. De repente ella tiene necesidades igual que cualquiera. Y ella no, que me quería, que me amaba. Bueno, si querés venir, vení. Vino y siguió viniendo.

Preso, Maxi leyó libros de aventuras, se puso a estudiar, llegó hasta segundo año del Polimodal, pero dejó porque quería trabajar. Ahora mantiene las camionetas y los micros del Servicio Penitenciario que llegan trayendo nuevos internos, personal, familiares. Gana poco más de 400 pesos por mes, que con descuentos de jubilación y obra social bajan a 300. Unos 100 pesos le quedan para gastar en la cantina o darle a su familia y el resto se destina al Fondo de Reserva, una especie de caja de ahorro para cuando salga en libertad condicional.

–¿Cómo te imaginás el primer día en libertad? –(Sonríe) Me voy a la mierda, no vengo más. Estos dos meses son los más largos de toda la condena, que es de 5 años y 11 meses. Me voy. Después tengo que volver a buscar el cheque del Fondo. O por ahí me llaman para contar mi experiencia, si me sirvió o no.

–¿Y te sirvió? –A mi sí, pero porque quise. Vos podés tener un psicólogo o un psiquiatra las 24 horas y si no querés, no vas a cambiar. Hay pibes que la chapean para hacer el tratamiento y otros que van porque están bien. A mí me sirvió para cambiar un montón de cosas. Para mí estaba bien robar, drogarme, tener que matar a uno, no me importaba.

–¿Mataste? –Eh... No sé.

–Eso no se pregunta, ¿no? –No, no sé. Disparé, le di a mucha gente, pero nunca supe si murieron o no.

–¿Qué vas a hacer cuando salgas? –No robo más, ya lo tengo decidido. Soy técnico electricista, voy a trabajar en una empresa de instalación con mi cuñado. Vos hablás con algunos y te dicen “cuando salgas, en dos meses estás acá de nuevo”. Y es verdad. Hay pibes que dicen “voy a cambiar, que esto y lo otro”, y salen y a los dos meses están de nuevo acá. Tengo compañeros que estaban conmigo, salieron y ahora están el CPII (una cárcel federal para mayores en Marcos Paz). Yo no pienso volver.

–¿Qué extrañás? –Mi novia, mi vieja, la libertad de poder decir me voy por allá y no andar diciendo al celador tal cosa. En la primera salida no quería volver, encima se te pasa rápido, no quería saber nada. Y después ya está, me acostumbré, si quiero cambiar tengo que volver, porque si no tengo estar prófugo 10 años, cuidándome de que no me agarren... Ya está, vuelvo y listo. Pero te dan ganas de quedarte afuera.

–Y afuera las tentaciones siguen estando. –Sí, pero tenés que aprender a decir que no. Cuando salí, cruzaron los pibes y me dijeron: “Eh, vení, vamo’ a fumar un porro”, que esto y lo otro. Les digo que no. “Eh, gil, te rescataste”, me dicen. “Sí –les digo–, ahora leo la Biblia, voy casa por casa, ¿querés venir conmigo?” (risas). Tomátela, no me drogo más, ya fue. Pero todo bien, hacé la tuya, no te voy a dejar de saludar porque te fumás un porro.

–¿Y por qué hay chicos que vuelven? –Si sabés lo que es estar preso y sabés lo que le cuesta a tu mamá cada vez que te viene a ver, lo que le cuesta pasar por la requisa a tu señora, a tu familia, tienen que mostrar partes íntimas, lo que sea, tenés que valorar eso. Valoro que mi vieja me venga a ver, pero tampoco cambio por eso, cambio por mí, nada más. Y a los demás, que les gusta vivir así, ¿qué les podés decir? Andá robarte un banco y si te sale bien te salvás, qué sé yo, pero no robés más boludeces para caer en cana.

–¿Cuál es el mejor día acá adentro? –No hay mejor día acá adentro.

–¿Y el peor? –Todos los días (sonríe). No hay mejor ni peor, acá el día vivilo como pase. Hoy está todo bien y mañana está todo mal. A veces no depende de uno.

–¿Contás los días que te faltan anotando en la pared, como en las películas? –Nooo, ni almanaque tengo. Nada más tengo fotos de mi familia. Nunca conté los días. Sólo cuento el aniversario del día en que caí preso.

Facundo Di Genova

Ranchos aparte
A todos los pabellones, como en casi todo el mundo, se accede por un único pasillo central. Para llegar a los pabellones E y F hay que pasar 6 rejas distintas y dos puertas blindadas. Al contrario de lo que se cree, en el interior de ninguna cárcel hay guardias con armas de fuego. Sólo la seguridad externa del penal las tiene. Y si ven que alguien se escapa, las usan. Una decena de guardias y funcionarios guían al NO hasta la entrada del F, adonde está por comenzar la asamblea de los viernes. Entramos. Las rejas se cierran. El pabellón es triangular. Hay 44 celdas individuales de 2 por 3 metros a ambos lados y en dos niveles y un amplio patio con mesas de concreto en el medio, mucha luz ingresa por el techo y hacia el final, flanqueadas por un poster de San Jorge y otro de la Virgen María, unas ventanitas dicen que el día está despejado. El pabellón parece una Iglesia.

Cada uno de los 39 pibes presos de entre 18 y 21 años, que acá se denominan residentes, estrecha la mano. Se sienten energías diversas. Caras aniñadas, rostros duros, miradas que lo dicen todo. El pelo prolijo, pantalón y zapatillas deportivas, camisetas de fútbol, los antebrazos tatuados con aguja de coser y tinta china. Se sientan en círculo y esperan que Guillermo Schefer, alias Willy, ex capellán devenido en psicólogo social, dé la orden para comenzar con la lectura de la “filosofía”, que se oye como un rezo y que dice cosas como “no hay refugio adonde escondernos de nosotros mismos”.

Hay una retórica espiritualista, no podría decirse que religiosa. El disciplinamiento no es por la fuerza sino autoimpuesto, es una cuestión de fe, una creencia posible. Es un trabajo de aprendizaje diario, una especie de autogobierno dentro de un gobierno aún más amplio –el penitenciario– que se asume como legítimo.

Los nuevos se convierten en ahijados de los más antiguos, y más tarde serán padrinos, y así. Hay beneficios: vivir en un ambiente cuya “arquitectura de seguridad” no es tan opresiva. Y que las visitas puedan conocer ese lugar, y ver que están bien, y el beneficio de las salidas transitorias por 24 o 48 horas, terminar la escuela...

La alternativa es ésa. O seguir en uno de los pabellones A, B, C o D de máxima seguridad, adonde se alojan un centenar de internos, donde también se estudia y se trabaja, pero en el marco de un clásico régimen carcelario como la ley manda, es decir, sin hacinamiento, pero como un presidio puro y duro: celdas individuales de dos por tres metros con una ventanita y un pasillo de dos metros de ancho. Y nada más. Aunque modernos, estos pabellones son oscuros y opresivos, y su ordenamiento espacial no tiene nada que ver con el E y el F, de “pre-admisión” y “admisión”. Si el F es el último estadio antes de ingresar a la U26, de régimen más “abierto”, el pabellón E es como una especie de “purgatorio”: se evalúa si el interno puede convertirse en un residente capaz de aceptar las “Normas Cardinales” del pabellón F: “1) No violencia. 2) No al alcohol. 3) No a las drogas. 4) No al sexo entre iguales”, y otras 28 normas de convivencia.

Gobernarse y ser gobernado. Pensar antes que actuar. Esa es la premisa. No siempre funciona. “Nunca nadie me ayudó en la vida y ahora me vas a ayudar vos”, es la reacción. En la cultura carcelaria no está “bien visto” negociar con la autoridad. En la cultura penitenciaria no está “bien visto” negociar con un preso. Lo peor que puede pasar es el retorno a los pabellones de “máxima” para terminar la condena, o cumplir los 21 para pasar a un pabellón de “mayores” en otra prisión federal. Y entonces todo es distinto. Aunque es estar preso lo mismo. Y que sea lo que Dios quiera.

Limaduras

La mitad de la población del F tiene teles de 14 pulgadas. Son los que tienen familia que se las lleva al penal. No hay cable, pero “captan un montón de canales”. El compartir la tele es motivo de “reconocimiento”.

En Marcos Paz dicen que no se fabrica, pero este enviado anotó con exactitud la receta que le dio un interno para fabricar “pajarito”, el fermentado carcelario por excelencia. Y se la guarda para otro jueves.

La sanción disciplinaria apunta a la reflexión más que a la penitencia. No hay celda de castigo. Hay un pabellón “de máxima” para volver. Por quedarse dormido se impone un día de reflexión en “la habitación”.

El año pasado no hubo heridos, motines ni “finaditos”, como sucede en las unidades superpobladas, por caso Devoto: hay 2300 presos en un espacio para 1800. No hay celdas individuales. Se duerme con un ojo abierto.

Nunca nadie escapó vivo de acá. La última fuga no llegó a ser evasión. Un grupo de 10 internos escapó del pabellón, algunos quedaron atrapados en “tierra de nadie”, entre las dos alambradas perimetrales, por donde sólo andan los perros. Uno murió.

En el F se escucha la radio, se ven series y novelas. Suenan cumbias, rocanroles, pop latino. Y están al día con las noticias: un residente le relató al NO la crónica de la toma de rehenes en la comisaría de Marcos Paz. Otro recordó a los presos muertos en Magdalena.

El teléfono es la comunicación directa con el exterior. Como en todos lados, paga el que habla. No pueden recibir llamadas sino hacerlas. Nadie usa e-mail, pocos lo conocen.

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