No es fácil llegar y entrar al Complejo Penitenciario Jóvenes Adultos de Marcos Paz, una prisión que de lejos parece un barrio privado, con ladrillos a la vista y techos pintados de verde inglés. Parece de lejos, porque de cerca nada que ver.
Se pasa un doble alambrado perimetral, se atraviesa un ladrido de una jauría de ovejeros que pueden degustarse un humano sin mucho esfuerzo, se cruzan unas rejas, muchas rejas, y entonces se puede hablar con Maximiliano Simón, un pibe de Merlo que fue condenado por robar y tirotearse con la policía y que en dos meses –si todo sigue bien como hasta ahora– recuperará la libertad.
Aunque este complejo no deja de ser una cárcel, no es como las demás. Acá la mitad de una población de 200 chicos de entre 18 y 21 años, que la ley llama Jóvenes Adultos, puede acceder a un sistema pedagógico que deja de llamar carcelero al carcelero y en el que los presos no son presos ni tampoco internos. Son residentes. Es cuando las clásicas denominaciones carcelarias desaparecen y el dispositivo de seguridad cambia. Aunque lo mismo es estar preso.
Luego de una larguísima gestión, este diario viajó 70 kilómetros y pudo recorrer la Unidad 24 del Complejo, que pertenece al Servicio Penitenciario Federal, para hablar con Maxi y presenciar la asamblea semanal en el Pabellón F (ver aparte), donde se aplica la Metodología Pedagógica Socializadora (MPS), un sistema interdisciplinario que cumplió 9 años y que según números penitenciarios logró bajar los índices de reingreso del 27,6 al 9,4 por ciento. El programa, en el que intervienen activamente psicólogos y trabajadores sociales, sólo se implementa en Marcos Paz.
El hecho:Robaba camiones. La primera le salió bien, la segunda mejor, hasta que protagonizó un raid interurbano que terminó mal. Le disparó a la policía, corrió, lo alcanzó una bala, descartó el arma, cayó. Cuando estaba tendido en el piso, un policía le disparó en la cabeza.
Maximiliano Simón tenía 18 años. Ahora tiene 22 y jura que en abril, cuando recupere la libertad, aunque sea condicional, no va a volver a robar. No piensa volver a hacerlo. Lo dice y abre grande los ojos, la voz firme, la sonrisa controlada. Habla con la seguridad de quien tiene un plan. “Yo de repente cambié una banda, ya no me interesa robar, busco mi libertad, nada más”, dice muy tranquilo. Sabe que en Merlo los esperan su mamá y sus 8 hermanos, su novia y su casa a medio hacer, que dejó de construir el 17 de mayo de 2002, cuando con su primo abordó un camión que repartía papas fritas y chizitos en la Ruta 3 y lo desviaron hasta Caballito. Fue su último “hecho”.
“Salta la alarma satelital, nos empiezan a perseguir. Dejamos el camión y tomamos el tren en Caballito, bajamos en Morón, los perdimos, cortamos un Golf, bajamos al dueño y ahí nos empezaron a correr los de la Federal y la Brigada de Morón. Y en Padua me choca un patrullero. Me bajo. A mi primo lo ponen contra el auto. Salgo corriendo y empiezo a los tiros, entonces mi primo puede zafar y le da un tiro a un bonaerense en la panza y al otro le da uno en la pierna y se va. Y a mí de la esquina me sale otro patrullero. Me cagan a cuetazos por todos lados. Cuando me dan el tiro en la pierna, que me parte tibia y peroné, corro una cuadra con la pierna así, caigo al piso, ya no tenía arma, la había tirado, viene el policía y me dice: ‘Me hiciste correr’. Y plum, me dio un tiro en la cabeza.”
Desde hace dos meses, Maxi puede salir de la cárcel cada 15 días durante 24 horas. Dice que la primera vez no quería volver. Pero se acostumbró. Ahora espera que sea abril para salir en libertad condicional. “Son los meses más largos de la condena”, suspira y mueve los brazos y muestra la marca que le dejó el balazo en su parietal derecho, que no le llegó a atravesar el cráneo.
El policía que quiso fusilarlo –cree– hoy está preso en el Complejo Penitenciario de Ezeiza, adonde él estuvo seis meses antes de llegar a Marcos Paz, en el 2003. “Primero estuve en el hospital y después dos meses en la comisaría de Padua. Eramos 60 personas. Después me dieron el traslado a Ezeiza, estuve una semana en el Pabellón de Ingresos, adonde también están los refugiados.”
–¿A qué llamás refugiados? –A las personas que no pueden vivir con la población porque viven mal, tienen problemas, son rastreros, o están por violación y viven aislados, refugiados. Después me llevan al pabellón D, adonde hay pibes de todos lados. Y gente que te enseña y gente que te hace maldades.
–¿Como cuáles? –Te roban las zapatillas, el pantalón, te hacen lavar ropa, te tienen mal... En menores es mucho quilombo, en mayores hay más respeto. A los guachos no les importa nada. Si andás robando bien no tendrías que tener problemas, de última van a venir y te van a probar, te van a decir algo y te vas a pelear y listo, ya está, te van a respetar. Pero hay otros que no, te agarran entre dos o tres y te roban todo. Son los que después suben a mayores y se quiebran.
Rescatado:“Subir a mayores” significa cumplir los 21 y si no se ingresa en un programa pedagógico donde se puede permanecer hasta los 25, “y rescatarse”, llega el traslado a un pabellón común y corriente. “Tuve la suerte de no subir a mayores, de quedarme acá en un tratamiento. Ahora puedo salir cada 15 días, me voy a mi casa, a lo de mi novia... Estoy terminando mi casa, una de las mejores cosas que hice con plata robada” (se sonríe).
–¿Y tu novia? –Ya la conocía de antes.
–Debe haber sido difícil para ella, ¿no? –Le dije que no la quería atar, que haga su vida. De repente ella tiene necesidades igual que cualquiera. Y ella no, que me quería, que me amaba. Bueno, si querés venir, vení. Vino y siguió viniendo.
Preso, Maxi leyó libros de aventuras, se puso a estudiar, llegó hasta segundo año del Polimodal, pero dejó porque quería trabajar. Ahora mantiene las camionetas y los micros del Servicio Penitenciario que llegan trayendo nuevos internos, personal, familiares. Gana poco más de 400 pesos por mes, que con descuentos de jubilación y obra social bajan a 300. Unos 100 pesos le quedan para gastar en la cantina o darle a su familia y el resto se destina al Fondo de Reserva, una especie de caja de ahorro para cuando salga en libertad condicional.
–¿Cómo te imaginás el primer día en libertad? –(Sonríe) Me voy a la mierda, no vengo más. Estos dos meses son los más largos de toda la condena, que es de 5 años y 11 meses. Me voy. Después tengo que volver a buscar el cheque del Fondo. O por ahí me llaman para contar mi experiencia, si me sirvió o no.
–¿Y te sirvió? –A mi sí, pero porque quise. Vos podés tener un psicólogo o un psiquiatra las 24 horas y si no querés, no vas a cambiar. Hay pibes que la chapean para hacer el tratamiento y otros que van porque están bien. A mí me sirvió para cambiar un montón de cosas. Para mí estaba bien robar, drogarme, tener que matar a uno, no me importaba.
–¿Mataste? –Eh... No sé.
–Eso no se pregunta, ¿no? –No, no sé. Disparé, le di a mucha gente, pero nunca supe si murieron o no.
–¿Qué vas a hacer cuando salgas? –No robo más, ya lo tengo decidido. Soy técnico electricista, voy a trabajar en una empresa de instalación con mi cuñado. Vos hablás con algunos y te dicen “cuando salgas, en dos meses estás acá de nuevo”. Y es verdad. Hay pibes que dicen “voy a cambiar, que esto y lo otro”, y salen y a los dos meses están de nuevo acá. Tengo compañeros que estaban conmigo, salieron y ahora están el CPII (una cárcel federal para mayores en Marcos Paz). Yo no pienso volver.
–¿Qué extrañás? –Mi novia, mi vieja, la libertad de poder decir me voy por allá y no andar diciendo al celador tal cosa. En la primera salida no quería volver, encima se te pasa rápido, no quería saber nada. Y después ya está, me acostumbré, si quiero cambiar tengo que volver, porque si no tengo estar prófugo 10 años, cuidándome de que no me agarren... Ya está, vuelvo y listo. Pero te dan ganas de quedarte afuera.
–Y afuera las tentaciones siguen estando. –Sí, pero tenés que aprender a decir que no. Cuando salí, cruzaron los pibes y me dijeron: “Eh, vení, vamo’ a fumar un porro”, que esto y lo otro. Les digo que no. “Eh, gil, te rescataste”, me dicen. “Sí –les digo–, ahora leo la Biblia, voy casa por casa, ¿querés venir conmigo?” (risas). Tomátela, no me drogo más, ya fue. Pero todo bien, hacé la tuya, no te voy a dejar de saludar porque te fumás un porro.
–¿Y por qué hay chicos que vuelven? –Si sabés lo que es estar preso y sabés lo que le cuesta a tu mamá cada vez que te viene a ver, lo que le cuesta pasar por la requisa a tu señora, a tu familia, tienen que mostrar partes íntimas, lo que sea, tenés que valorar eso. Valoro que mi vieja me venga a ver, pero tampoco cambio por eso, cambio por mí, nada más. Y a los demás, que les gusta vivir así, ¿qué les podés decir? Andá robarte un banco y si te sale bien te salvás, qué sé yo, pero no robés más boludeces para caer en cana.
–¿Cuál es el mejor día acá adentro? –No hay mejor día acá adentro.
–¿Y el peor? –Todos los días (sonríe). No hay mejor ni peor, acá el día vivilo como pase. Hoy está todo bien y mañana está todo mal. A veces no depende de uno.
–¿Contás los días que te faltan anotando en la pared, como en las películas? –Nooo, ni almanaque tengo. Nada más tengo fotos de mi familia. Nunca conté los días. Sólo cuento el aniversario del día en que caí preso.
Facundo Di Genova
Ranchos aparte
A todos los pabellones, como en casi todo el mundo, se accede por un único pasillo central. Para llegar a los pabellones E y F hay que pasar 6 rejas distintas y dos puertas blindadas. Al contrario de lo que se cree, en el interior de ninguna cárcel hay guardias con armas de fuego. Sólo la seguridad externa del penal las tiene. Y si ven que alguien se escapa, las usan. Una decena de guardias y funcionarios guían al NO hasta la entrada del F, adonde está por comenzar la asamblea de los viernes. Entramos. Las rejas se cierran. El pabellón es triangular. Hay 44 celdas individuales de 2 por 3 metros a ambos lados y en dos niveles y un amplio patio con mesas de concreto en el medio, mucha luz ingresa por el techo y hacia el final, flanqueadas por un poster de San Jorge y otro de la Virgen María, unas ventanitas dicen que el día está despejado. El pabellón parece una Iglesia.
Cada uno de los 39 pibes presos de entre 18 y 21 años, que acá se denominan residentes, estrecha la mano. Se sienten energías diversas. Caras aniñadas, rostros duros, miradas que lo dicen todo. El pelo prolijo, pantalón y zapatillas deportivas, camisetas de fútbol, los antebrazos tatuados con aguja de coser y tinta china. Se sientan en círculo y esperan que Guillermo Schefer, alias Willy, ex capellán devenido en psicólogo social, dé la orden para comenzar con la lectura de la “filosofía”, que se oye como un rezo y que dice cosas como “no hay refugio adonde escondernos de nosotros mismos”.
Hay una retórica espiritualista, no podría decirse que religiosa. El disciplinamiento no es por la fuerza sino autoimpuesto, es una cuestión de fe, una creencia posible. Es un trabajo de aprendizaje diario, una especie de autogobierno dentro de un gobierno aún más amplio –el penitenciario– que se asume como legítimo.
Los nuevos se convierten en ahijados de los más antiguos, y más tarde serán padrinos, y así. Hay beneficios: vivir en un ambiente cuya “arquitectura de seguridad” no es tan opresiva. Y que las visitas puedan conocer ese lugar, y ver que están bien, y el beneficio de las salidas transitorias por 24 o 48 horas, terminar la escuela...
La alternativa es ésa. O seguir en uno de los pabellones A, B, C o D de máxima seguridad, adonde se alojan un centenar de internos, donde también se estudia y se trabaja, pero en el marco de un clásico régimen carcelario como la ley manda, es decir, sin hacinamiento, pero como un presidio puro y duro: celdas individuales de dos por tres metros con una ventanita y un pasillo de dos metros de ancho. Y nada más. Aunque modernos, estos pabellones son oscuros y opresivos, y su ordenamiento espacial no tiene nada que ver con el E y el F, de “pre-admisión” y “admisión”. Si el F es el último estadio antes de ingresar a la U26, de régimen más “abierto”, el pabellón E es como una especie de “purgatorio”: se evalúa si el interno puede convertirse en un residente capaz de aceptar las “Normas Cardinales” del pabellón F: “1) No violencia. 2) No al alcohol. 3) No a las drogas. 4) No al sexo entre iguales”, y otras 28 normas de convivencia.
Gobernarse y ser gobernado. Pensar antes que actuar. Esa es la premisa. No siempre funciona. “Nunca nadie me ayudó en la vida y ahora me vas a ayudar vos”, es la reacción. En la cultura carcelaria no está “bien visto” negociar con la autoridad. En la cultura penitenciaria no está “bien visto” negociar con un preso. Lo peor que puede pasar es el retorno a los pabellones de “máxima” para terminar la condena, o cumplir los 21 para pasar a un pabellón de “mayores” en otra prisión federal. Y entonces todo es distinto. Aunque es estar preso lo mismo. Y que sea lo que Dios quiera.
Limaduras
La mitad de la población del F tiene teles de 14 pulgadas. Son los que tienen familia que se las lleva al penal. No hay cable, pero “captan un montón de canales”. El compartir la tele es motivo de “reconocimiento”.
En Marcos Paz dicen que no se fabrica, pero este enviado anotó con exactitud la receta que le dio un interno para fabricar “pajarito”, el fermentado carcelario por excelencia. Y se la guarda para otro jueves.
La sanción disciplinaria apunta a la reflexión más que a la penitencia. No hay celda de castigo. Hay un pabellón “de máxima” para volver. Por quedarse dormido se impone un día de reflexión en “la habitación”.
El año pasado no hubo heridos, motines ni “finaditos”, como sucede en las unidades superpobladas, por caso Devoto: hay 2300 presos en un espacio para 1800. No hay celdas individuales. Se duerme con un ojo abierto.
Nunca nadie escapó vivo de acá. La última fuga no llegó a ser evasión. Un grupo de 10 internos escapó del pabellón, algunos quedaron atrapados en “tierra de nadie”, entre las dos alambradas perimetrales, por donde sólo andan los perros. Uno murió.
En el F se escucha la radio, se ven series y novelas. Suenan cumbias, rocanroles, pop latino. Y están al día con las noticias: un residente le relató al NO la crónica de la toma de rehenes en la comisaría de Marcos Paz. Otro recordó a los presos muertos en Magdalena.
El teléfono es la comunicación directa con el exterior. Como en todos lados, paga el que habla. No pueden recibir llamadas sino hacerlas. Nadie usa e-mail, pocos lo conocen.
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martes, octubre 31, 2006
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