Le decían Pipi, tenía 16 años. Fue a la clase de inglés y nunca volvió. Vivía en el barrio de Floresta, era la única hija del empleado municipal Enrique Penjerek y de la enfermera Clara Breitman. Cursaba el quinto año del Liceo de Señoritas N° 12 y soñaba con estudiar odontología. Se llamaba Norma Mirta Penjerek.
A las siete de la mañana del 29 de mayo de 1962 el termómetro marcaba una décima de grado bajo cero: era el día más frío del año.
-Nena, no se te ocurra ir a inglés, esto es Siberia -le dijo su mamá cuando ella volvió del colegio-. Además, no hay colectivo.
-¿Por qué?, ¿qué pasa?
-Hay paro general.
A Norma Mirta, como a toda chica de su edad, la casa la oprimía. ¿Quedarse en su cuarto, escuchando el último disco de Elvis Presley? ¿Escribiendo en su diario -poemas, pensamientos, fantasías- con esa letra redonda y prolija? Pero a Norma Mirta, esa muchacha de mirada soñadora, ¿qué le importaba de la CGT?
Además, cuando había paro, los dueños manejaban los colectivos. Norma Mirta envolvió su cuello en una bufanda de lana.
Esa tarde, la señorita Perla, la profesora de inglés, la notó un poco lánguida. La clase de inglés duró desde las siete y diez hasta las ocho menos cuarto. Veinte minutos después, Norma Mirta tendría que haber estado en casa. La señorita Perla Stazauer de Priellitansky era profesora de inglés en el colegio Cinco Esquinas y daba clases particulares en su casa de Boyacá 420. ¿Le había dicho algo Norma Mirta aquella tarde? Sólo después, cuando pasó todo, a la profesora le pareció que la muchacha estaba preocupada.
De Boyacá al 400 hasta la casa de los Penjerek, en la avenida Juan Bautista Alberdi 3252, hay unas 17 cuadras. ¿Qué camino hizo Norma Mirta? ¿Acaso subió a un colectivo 76, que -por el paro- pasaba cada muerte de obispo? ¿Caminó? ¿Hubo algún incidente en aquella tarde que ya era noche invernal?
A las nueve, la mamá, ya muy inquieta, hizo lo que hacen todas las madres: llamó a las compañeras y a las amigas de su hija.
-No, señora, yo no la vi.
La última esperanza de los padres era una chica llamada Aída Robles, la amiga íntima de Norma Mirta. Pero Aída no sabía nada.
A la medianoche, el señor Penjerek llegó a la comisaría 40a. y denunció que su hija había desaparecido. ¿Cómo iba vestida? Una pollera gris tableada, un blazer azul.
Las semanas pasaron con la lentitud de una tortura. Todas las hipótesis fueron barajadas y descartadas. Se descartó que hubiera sufrido un accidente: ni en los hospitales ni en las clínicas había señales de Norma Mirta. Sencillamente, la ciudad se la había tragado.
La sociedad apenas percibió este drama. Era sólo una chica perdida en la ciudad inmensa. Quedaron algunas huellas, pocas. Una pequeña noticia en algún diario: "Extraña desaparición de una jovencita".
A los diez días, la familia publicó una solicitada con la foto de Norma Mirta: "Se busca". Como siempre en estos casos, acudieron mitómanos y perversos; también, alguna gente de buena fe, confundida. Un vivillo pidió dos mil pesos para revelar la verdad sobre la muchacha: se descubrió que no sabía nada y quedó detenido por tentativa de extorsión.
Pasó un día y otro y otro. Norma Mirta Penjerek sería un nombre más en la larga nómina que llena los ficheros de la Sección Desaparecidos del Departamento de Policía.
Un cadáver desnudo
Cuarenta y seis días después de la desaparición de Norma Mirta, a las seis de la mañana del lunes 16 de julio de 1962, sonó el teléfono en la planta baja D de la avenida Juan Bautista Alberdi. Los padres, antes de descolgar, intuyeron que sería una mala noticia.
El domingo 15, un perro había olfateado algo en unos terrenos baldíos de Llavallol, en el sudoeste del Gran Buenos Aires. Un objeto extraño asomaba en el fango. El perro pertenecía a un guardián del Instituto Fitotécnico de la Universidad Nacional de La Plata. El hombre tardó en reconocer esa forma. Eran los dedos de una mano. El lugar no podía ser más lóbrego: unos potreros usados para experimentar cultivos. Personal de la comisaría de Llavallol concurrió inmediatamente y desenterró el cadáver, ya muy descompuesto, de una mujer desnuda.
Aquellos policías provinciales actuaron con poco profesionalismo, según críticas que se formularon luego. No acordonaron el lugar para conservar huellas. Lo pisotearon. Tampoco interrogaron al guardián. No se analizaron algunas prendas halladas cerca: un corpiño, un pulóver marrón y una enagua celeste. Ninguna de ellas pertenecía a Norma Mirta.
¿Quién era la mujer encontrada en Llavallol?
Había sido estrangulada con un alambre y un instrumento cortante le había seccionado la vena cava superior. La primera autopsia la hizo el forense doctor Carlos Garay. Determinó que la víctima era una mujer de 1,65 de estatura y unos veinte años de edad. Esto no coincidía con Norma Mirta, que medía 10 centímetros menos.
Horrorizados, los padres fueron a la morgue de La Plata. El cadáver desfigurado de Llavallol no les recordó para nada a la hija perdida. Una segunda autopsia, realizada por el doctor Antonio Lara, rescató una huella dactilar, la del dedo anular de la mano izquierda. Según este forense, era la única huella reconocible. La comparó con la ficha dactiloscópica de Penjerek. Eran idénticas. Según esta autopsia, la muerte se habría producido el 6 de julio, con un margen de 48 horas en más o en menos. O sea: entre el 4 y el 8 de julio de 1962. Pero esto no coincidía con el avanzado estado de descomposición que presentaba el cuerpo cuando había sido hallado, el 15 de julio. Norma Mirta se atendía en el consultorio de un dentista de Floresta, quien reconoció la dentadura del cadáver. Con este testimonio, la Justicia dictaminó que el cadáver de Llavallol era el de Penjerek. La causa por homicidio recayó en el juzgado del doctor Alberto Garganta, en los tribunales de La Plata. El 25 de agosto de 1962, el cuerpo fue devuelto a la familia.
Una multitud acompañó el féretro a su última morada en el cementerio de La Tablada.
La delatora
Durante el año que siguió, no se produjo ningún avance en la investigación. El crimen de Norma Mirta no fue mencionado por la prensa, que, durante la segunda parte del año 1962 y el primer semestre de 1963, tuvo muchos temas de los que ocuparse.
De pronto, el 15 de julio de 1963, la noticia explotó en los diarios argentinos: una mujer detenida por la Brigada de Moralidad en la vereda de la estación Constitución, dijo: "Yo sé quién mató a la chica Penjerek".
La delatora se llamaba María Sisti, tenía 23 años y varias entradas por ejercer la profesión más antigua del mundo. Interrogada a fondo por el comisario Jorge Colotto, de la Policía Federal, y por el subinspector Vodeb y el subcomisario Toledo, de Llavallol, María Sisti contó una historia extraña.
En la localidad de Florencio Varela, a pocos metros de la estación, la tienda La Preferida vendía zapatos para mujeres. Su propietario era un hombre de 47 años llamado Pedro Vecchio, un viudo con dos hijas. Tenía un Kaiser Carabela verde claro. También era concejal electo por el partido Unión Vecinal, orientado por el político peronista Juan Carlos Fonrouge. Según Sisti, Vecchio era la cabeza de una red de prostitución y pornografía que se especializaba en proveer "carne fresca" para orgías con gente adinerada y políticos influyentes. Según la declaración, Vecchio y cinco o seis cómplices reclutaban menores a quienes corrompían con drogas. Vecchio no actuaba solo; lo secundaba una tal Laura Muzzio de Villano, dueña de una boutique situada a pocos metros de la zapatería de Vecchio. Sisti había visto a Norma Mirta en el escenario de las fiestas negras, el chalet Los Eucaliptos, situado en otra localidad del sur bonaerense: Bosques.
Luego de estas revelaciones, otras tres jóvenes prostitutas fueron detenidas y confirmaron la historia, que poco a poco fue filtrándose a la prensa. También confesó Villano. Cada día, nuevas revelaciones conmovían a la opinión pública con detalles truculentos: Vecchio habría salido a "cazar" jóvenes aquel 29 de mayo. Según María Sisti, Vecchio y sus cómplices levantaron a Penjerek y, tras drogarla, la entregaron a un cliente. Luego le sacaron fotos. Vecchio -siempre según Sisti- habría estrangulado y acuchillado a Norma Mirta en Los Eucaliptos cuando ella quiso resistirse a que siguieran drogándola. Envolvieron el cuerpo en una manta y lo escondieron en el sótano del chalet de Bosques. Sólo cuando empezó a descomponerse y temieron que el hedor advirtiera a los vecinos, lo llevaron a un descampado de Llavallol, donde quedó semienterrado.
A todo esto, ¿qué pasaba con el tal Vecchio? No fue encontrado en su domicilio. Indudablemente, había huido. Pero el 23 de septiembre de 1963 se presentó espontáneamente y proclamó su inocencia: "No tengo nada que ver con todo esto -dijo el comerciante-. Nunca vi en mi vida a esa chica y no sé quién es".
Una psicosis se había desatado en Buenos Aires. La juventud argentina estaba siendo pervertida por intereses espurios, decían organizaciones familiares, ligas de madres, ciudadanos, personalidades. Se reclamaba la limpieza profunda de esa escoria. Si alguien hubiera dicho una palabra en favor de Vecchio lo habrían acusado de alentar la corrupción de la juventud argentina. En el Parlamento surgido de las elecciones de 1963 se exigió una interpelación. Miles de cartas habían desbordado el despacho del general Osiris Villegas, ministro del Interior del gobierno provisional del presidente José María Guido. Hasta la CGT, en una de sus declaraciones, incluyó "la limpieza moral" entre los reclamos de sus frecuentes huelgas generales.
El 29 de junio de 1963 había salido a la calle un nuevo vespertino: Crónica, editado por Héctor Ricardo García. Las primeras semanas no conseguía vender más de 20.000 ejemplares. Pero con las revelaciones que resucitaron el crimen de la Penjerek, el nuevo diario agotaba ediciones, y así se instaló en el difícil mercado de los diarios de la tarde. Gracias a sus truculentas notas, Crónica superó la barrera de los 100.000 ejemplares. Alguien le dio al diario de Héctor Ricardo García fotos de supuestas orgías. En ellas no se veían los rostros, pero sí los cuerpos.
La hipótesis Eichmann
El 23 de agosto de 1963, el matutino El Mundo -que contaba entre sus columnistas a Edgardo da Mommio, Horacio de Dios y Bernardo Neustadt- lanzó una versión diferente: Norma Mirta Penjerek habría sido asesinada por sectores de ultraderecha, en represalia contra el secuestro en la Argentina de Adolfo Eichmann y su posterior juicio y ejecución en Jerusalén.
Esta versión ligaba a una anónima adolescente porteña con uno de los máximos responsables del Holocausto.
Otra versión sostenía que Enrique Penjerek, destacado miembro de la colectividad judía argentina, habría sido uno de los informantes -cuya identidad nunca se reveló- del comando que encontró y secuestró a Adolfo Eichmann.
Nada de esto ha sido probado.
Los ángeles asesinados
El proceso a los acusados de corromper, torturar y asesinar a Norma Mirta Penjerek se arrastró por varios juzgados. Intervinieron en total ocho magistrados. El 5 de abril de 1965, la Cámara del Crimen de la Capital Federal decretó el sobreseimiento de Pedro Vecchio, que recuperó la libertad: ni uno solo de los cargos que se le formularon pudo probarse. Sus acusadores, como Mabel Sisti, denunciaron luego que habían sido torturados, presionados e inducidos para que acusaran a Vecchio.
El caso Penjerek tuvo otras secuelas: algunos policías fueron procesados por tortura. Al comisario Colotto, años después, lo acusaron de integrar la Triple A.
Pero, ¿por qué le habían tendido semejante trampa a Pedro Vecchio, si sólo era un honesto comerciante? ¿Por qué a él? Se habría aprovechado una enemistad barrial para encontrar un chivo expiatorio: el comerciante Vecchio. Un fotógrafo de Florencio Varela, llamado José Luis Fernández, odiaba a Vecchio porque éste habría ayudado a una hija de aquél, de 26 años, cuando ésta abandonó la casa de su padre. La inquina de Fernández hacia Vecchio habría sido tan tenaz que un tiempo atrás lo había denunciado como traficante de drogas; entonces aportó como prueba unas fotos de Vecchio mientras cargaba paquetes en una camioneta. Pero esos paquetes sólo eran cajas de zapatos. María Sisti, por su parte, se retractó de las acusaciones contra Vecchio. Fernández, dijo, le había pagado 50.000 pesos para que acusara a Vecchio.
Nunca se supo quién mató a Norma Mirta Penjerek. Su nombre quedó inscripto en la larga galería de las mujeres cuya muerte ha quedado impune.
La Justicia, dice el Evangelio, no es un reino de este mundo. ¿Será de otro?
Alvaro Abos Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados.
martes, octubre 31, 2006
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1 comentario:
exelente relato, lo felicito por la investigación.
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