UNO Empieza con un hombre hojeando el periódico, deteniéndose en una noticia, leyéndola, recortándola cuidadosamente con unas tijeras (con el mismo cuidado que otros coleccionistas dedican a mariposas o a estampillas) y, enseguida, llamando por teléfono a su editor en un prestigioso semanario para comunicarle que ya sabe, por fin, sobre qué quiere escribir. Quiere escribir sobre esa noticia que acaba de leer en la primera plana de The New York Times, 15 de noviembre de 1959, dice el hombre. Quiere ir a investigar in situ el brutal asesinato de toda una familia de granjeros en una pequeña ciudad llamada Holcomb, en Kansas.
Es un momento formidable. El instante preciso en que un escritor descubre cuál va a ser su próximo libro y que, además, será una obra maestra. El más íntimo e intransferible de los Big Bangs llevado a una pantalla luminosa en la oscuridad de una sala de cine.
Lo que empieza así –luego de una serie de postales de paisajes desolados de Kansas fundiendo con un horizonte de Manhattan– es una gran película titulada Capote, dirigida por Bennett Miller y protagonizada por Philip Seymour Hoffman.
DOS Hollywood no suele hacerles justicia a los escritores y, no conforme con eso, también los ha tratado muy mal. Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner son los casos más célebres (un muy interesante y sádicamente entretenido libro de Ian Hamilton se ocupa de contar sus padecimientos y los de muchos otros en la llamada Fábrica de Sueños). Y, no conforme con ello, no satisfecha con torturar a los narradores fuera de las películas, Hollywood también se ha dedicado a banalizar el oficio en los films. La práctica de la literatura es uno de los trabajos menos cinematográficos y cinéticos que existen y así solemos temblar cada vez que se abre la puerta de un largometraje para que entre alguien y se presente como escritor. Hay contadas excepciones: Julia, Barton Fink y Smoke son algunas de las pocas que se me ocurren y que consiguen mostrar, total o parcialmente, el modo en que funciona la cabeza de alguien que vive buena parte del día en otro planeta o –como decía Capote– sabiendo que “es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo”.
TRES La génesis del libro titulado A sangre fría (1966) probablemente sea una de las más fiel y abundantemente documentadas en la historia de las letras norteamericanas. Varias biografías donde destacan la de Gerald Clarke y George Plimpton y John Malcom Brinnin, todo un capítulo del tan desopilante como desesperado volumen de conversaciones de Truman Capote con Lawrence Grobel, artículos del propio autor, un reciente y revelador epistolario (que Lumen pronto editará en castellano) y abundantes artículos más o menos neoperiodísticos dan cuenta de los cómos y los porqués de semejante acontecimiento que, dicen, cambió la vida literaria de su país y, seguro, la vida de Capote. El film de Hoffmann –antepongo el nombre del intérprete al del realizador porque se trata más de cine de actor que de autor, por más que uno y otro sean grandes amigos desde los 16 años y que éste sea, queda claro, un proyecto largamente acariciado por ambos– investiga y evoca el proceso de más de seis años que le llevó a Capote concluir A sangre fría en base a primerísimos planos, una actuación portentosa, varios secundarios de lujo, silencios elocuentes y música fúnebre para acabar contando varias historias al mismo tiempo. Varias líneas que se entretejen en una: el modo en que un escritor descubre y posee una trama, el modo en que esa trama acaba poseyendo al escritor, el modo en que escritor y trama y fiction y non-fiction acaban siendo una sola cosa, el modo en que la construcción de un libro puede modificar oderrumbar una o varias vidas. En este sentido, Capote –filmada en poco más de treinta días– es una love story poco convencional pero no por eso menos apasionada y una obra moral en el mejor y más elegante sentido de la palabra. Una advertencia tan clara y al mismo tiempo difusa como aquella que se leía a las puertas del Infierno de Dante o en el sello hasta entonces intacto del sepulcro de Tutankamón. Es decir: una de esas advertencias que sólo existen para no hacerles caso.
CUATRO Mientras escribo esto, aún no se sabe si Philip Seymour Hoffman –quien días atrás ya ganó el Premio de los Críticos de Los Angeles y el Golden Globe y el Independent Spirit Award– se ha llevado un merecido e indiscutible Oscar a casa. Tampoco importa demasiado que se lo den o no, porque en la naturaleza de los premios está la de ser injustos. Ignoro si a él le importa ganarlo. Supongo que no (porque no necesita que le confirmen su raro y personal talento) y que sí (porque un Oscar hace subir tus acciones y te abre puertas para poder seguir haciendo más grandes y mejores cosas). Lo que sí importa es que su caracterización de Capote no se queda en el calco de físico y de modales –como viene ocurriendo en las recientes y cada vez más numerosas caricaturescas biopics– sino que va mucho más lejos. El Capote de Hoffman incluye, además, la caracterización del proceso de pensamiento y de creación de Capote. Su método de mirada de rayos X sin párpados, su voz de serpiente hipnótica y su memoria prodigiosa capaz de derrumbar tanto a un asesino llamado Perry Smith obsesionado con desenterrar el tesoro de la Sierra Madre como a un autodestructor Marlon Brando que lo único que deseaba era enterrarse. Y, también, a sí mismo. Porque si algo cuenta Capote es la forma en que Capote se valía de una habilidad quirúrgica para localizar los puntos flacos en los otros a partir de las propias debilidades. Y una vez localizada la herida –recordar esa célebre frase suya sobre el don y el látigo y la autoflagelación– hundir en ella la pluma y la espada y extraer, una a una, las palabras.
CINCO Hoffman dijo que lo que le interesaba del “personaje” Capote era su costado vampírico y el modo en que se nutría de los demás para crecer como persona y artista. Este octubre se estrenará otra película sobre el escritor norteamericano: Infamous: Every Word Is True, dirigida por Douglas McGrath, con Toby Jones en el rol de Capote y Gwyneth Paltrow y Sandra Bullock en el reparto. Allí –sin ignorar el hecho de que la espera de un final para A sangre fría fue el inicio del crack-up del escritor– se llegará hasta la grieta de gracia: la imposibilidad de cerrar el vasto proyecto proustiano de Plegarias atendidas. Un vitriólico y chismoso exposé sobre la alta sociedad neoyorquina que bien podría haberse titulado A sangre azul y que, al publicarse un anticipo en Esquire, provocó un sismo en los penthouses de Manhattan que hizo caer a Capote desde las alturas para ya nunca volver a ser el que fue, iniciando una larga caída libre, un suicidio en cámara lenta, una cuenta regresiva de pastillas y botellas y drogas varias.
SEIS En 1980, cuatro años antes de su muerte, Capote reuniría textos sueltos en el magistral Música para camaleones (varios de ellos publicados en la revista Interview de Andy Warhol, otro vampiro genial), entre los que se encontraba la nouvelle “Ataúdes tallados a mano”, nueva y perfecta aproximación al true-crime. Fue por entonces cuando lo entrevistó el escritor Edmund White y fue a él a quien Capote le confió que todo se reducía a una única verdad: “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros... El resto es una vida horrible”, le dijo.
Capote –una de las mejores películas de los últimos tiempos, una lección de literatura hecha cine– termina en el segundo preciso en que Capote, luego de una ejecución, en un avión de regreso a casa, en las nubes, habiendo conseguido el final para su libro y sintiéndose culpable de todos los cargos, comienza a intuir la condena a perpetuidad de lo que, con el tiempo, será una certeza imposible de apelar o de liberar y olvidar bajo fianza.
Rodrigo Fresan 05-03-2006
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martes, octubre 31, 2006
Penjerek: la desaparecida
Le decían Pipi, tenía 16 años. Fue a la clase de inglés y nunca volvió. Vivía en el barrio de Floresta, era la única hija del empleado municipal Enrique Penjerek y de la enfermera Clara Breitman. Cursaba el quinto año del Liceo de Señoritas N° 12 y soñaba con estudiar odontología. Se llamaba Norma Mirta Penjerek.
A las siete de la mañana del 29 de mayo de 1962 el termómetro marcaba una décima de grado bajo cero: era el día más frío del año.
-Nena, no se te ocurra ir a inglés, esto es Siberia -le dijo su mamá cuando ella volvió del colegio-. Además, no hay colectivo.
-¿Por qué?, ¿qué pasa?
-Hay paro general.
A Norma Mirta, como a toda chica de su edad, la casa la oprimía. ¿Quedarse en su cuarto, escuchando el último disco de Elvis Presley? ¿Escribiendo en su diario -poemas, pensamientos, fantasías- con esa letra redonda y prolija? Pero a Norma Mirta, esa muchacha de mirada soñadora, ¿qué le importaba de la CGT?
Además, cuando había paro, los dueños manejaban los colectivos. Norma Mirta envolvió su cuello en una bufanda de lana.
Esa tarde, la señorita Perla, la profesora de inglés, la notó un poco lánguida. La clase de inglés duró desde las siete y diez hasta las ocho menos cuarto. Veinte minutos después, Norma Mirta tendría que haber estado en casa. La señorita Perla Stazauer de Priellitansky era profesora de inglés en el colegio Cinco Esquinas y daba clases particulares en su casa de Boyacá 420. ¿Le había dicho algo Norma Mirta aquella tarde? Sólo después, cuando pasó todo, a la profesora le pareció que la muchacha estaba preocupada.
De Boyacá al 400 hasta la casa de los Penjerek, en la avenida Juan Bautista Alberdi 3252, hay unas 17 cuadras. ¿Qué camino hizo Norma Mirta? ¿Acaso subió a un colectivo 76, que -por el paro- pasaba cada muerte de obispo? ¿Caminó? ¿Hubo algún incidente en aquella tarde que ya era noche invernal?
A las nueve, la mamá, ya muy inquieta, hizo lo que hacen todas las madres: llamó a las compañeras y a las amigas de su hija.
-No, señora, yo no la vi.
La última esperanza de los padres era una chica llamada Aída Robles, la amiga íntima de Norma Mirta. Pero Aída no sabía nada.
A la medianoche, el señor Penjerek llegó a la comisaría 40a. y denunció que su hija había desaparecido. ¿Cómo iba vestida? Una pollera gris tableada, un blazer azul.
Las semanas pasaron con la lentitud de una tortura. Todas las hipótesis fueron barajadas y descartadas. Se descartó que hubiera sufrido un accidente: ni en los hospitales ni en las clínicas había señales de Norma Mirta. Sencillamente, la ciudad se la había tragado.
La sociedad apenas percibió este drama. Era sólo una chica perdida en la ciudad inmensa. Quedaron algunas huellas, pocas. Una pequeña noticia en algún diario: "Extraña desaparición de una jovencita".
A los diez días, la familia publicó una solicitada con la foto de Norma Mirta: "Se busca". Como siempre en estos casos, acudieron mitómanos y perversos; también, alguna gente de buena fe, confundida. Un vivillo pidió dos mil pesos para revelar la verdad sobre la muchacha: se descubrió que no sabía nada y quedó detenido por tentativa de extorsión.
Pasó un día y otro y otro. Norma Mirta Penjerek sería un nombre más en la larga nómina que llena los ficheros de la Sección Desaparecidos del Departamento de Policía.
Un cadáver desnudo
Cuarenta y seis días después de la desaparición de Norma Mirta, a las seis de la mañana del lunes 16 de julio de 1962, sonó el teléfono en la planta baja D de la avenida Juan Bautista Alberdi. Los padres, antes de descolgar, intuyeron que sería una mala noticia.
El domingo 15, un perro había olfateado algo en unos terrenos baldíos de Llavallol, en el sudoeste del Gran Buenos Aires. Un objeto extraño asomaba en el fango. El perro pertenecía a un guardián del Instituto Fitotécnico de la Universidad Nacional de La Plata. El hombre tardó en reconocer esa forma. Eran los dedos de una mano. El lugar no podía ser más lóbrego: unos potreros usados para experimentar cultivos. Personal de la comisaría de Llavallol concurrió inmediatamente y desenterró el cadáver, ya muy descompuesto, de una mujer desnuda.
Aquellos policías provinciales actuaron con poco profesionalismo, según críticas que se formularon luego. No acordonaron el lugar para conservar huellas. Lo pisotearon. Tampoco interrogaron al guardián. No se analizaron algunas prendas halladas cerca: un corpiño, un pulóver marrón y una enagua celeste. Ninguna de ellas pertenecía a Norma Mirta.
¿Quién era la mujer encontrada en Llavallol?
Había sido estrangulada con un alambre y un instrumento cortante le había seccionado la vena cava superior. La primera autopsia la hizo el forense doctor Carlos Garay. Determinó que la víctima era una mujer de 1,65 de estatura y unos veinte años de edad. Esto no coincidía con Norma Mirta, que medía 10 centímetros menos.
Horrorizados, los padres fueron a la morgue de La Plata. El cadáver desfigurado de Llavallol no les recordó para nada a la hija perdida. Una segunda autopsia, realizada por el doctor Antonio Lara, rescató una huella dactilar, la del dedo anular de la mano izquierda. Según este forense, era la única huella reconocible. La comparó con la ficha dactiloscópica de Penjerek. Eran idénticas. Según esta autopsia, la muerte se habría producido el 6 de julio, con un margen de 48 horas en más o en menos. O sea: entre el 4 y el 8 de julio de 1962. Pero esto no coincidía con el avanzado estado de descomposición que presentaba el cuerpo cuando había sido hallado, el 15 de julio. Norma Mirta se atendía en el consultorio de un dentista de Floresta, quien reconoció la dentadura del cadáver. Con este testimonio, la Justicia dictaminó que el cadáver de Llavallol era el de Penjerek. La causa por homicidio recayó en el juzgado del doctor Alberto Garganta, en los tribunales de La Plata. El 25 de agosto de 1962, el cuerpo fue devuelto a la familia.
Una multitud acompañó el féretro a su última morada en el cementerio de La Tablada.
La delatora
Durante el año que siguió, no se produjo ningún avance en la investigación. El crimen de Norma Mirta no fue mencionado por la prensa, que, durante la segunda parte del año 1962 y el primer semestre de 1963, tuvo muchos temas de los que ocuparse.
De pronto, el 15 de julio de 1963, la noticia explotó en los diarios argentinos: una mujer detenida por la Brigada de Moralidad en la vereda de la estación Constitución, dijo: "Yo sé quién mató a la chica Penjerek".
La delatora se llamaba María Sisti, tenía 23 años y varias entradas por ejercer la profesión más antigua del mundo. Interrogada a fondo por el comisario Jorge Colotto, de la Policía Federal, y por el subinspector Vodeb y el subcomisario Toledo, de Llavallol, María Sisti contó una historia extraña.
En la localidad de Florencio Varela, a pocos metros de la estación, la tienda La Preferida vendía zapatos para mujeres. Su propietario era un hombre de 47 años llamado Pedro Vecchio, un viudo con dos hijas. Tenía un Kaiser Carabela verde claro. También era concejal electo por el partido Unión Vecinal, orientado por el político peronista Juan Carlos Fonrouge. Según Sisti, Vecchio era la cabeza de una red de prostitución y pornografía que se especializaba en proveer "carne fresca" para orgías con gente adinerada y políticos influyentes. Según la declaración, Vecchio y cinco o seis cómplices reclutaban menores a quienes corrompían con drogas. Vecchio no actuaba solo; lo secundaba una tal Laura Muzzio de Villano, dueña de una boutique situada a pocos metros de la zapatería de Vecchio. Sisti había visto a Norma Mirta en el escenario de las fiestas negras, el chalet Los Eucaliptos, situado en otra localidad del sur bonaerense: Bosques.
Luego de estas revelaciones, otras tres jóvenes prostitutas fueron detenidas y confirmaron la historia, que poco a poco fue filtrándose a la prensa. También confesó Villano. Cada día, nuevas revelaciones conmovían a la opinión pública con detalles truculentos: Vecchio habría salido a "cazar" jóvenes aquel 29 de mayo. Según María Sisti, Vecchio y sus cómplices levantaron a Penjerek y, tras drogarla, la entregaron a un cliente. Luego le sacaron fotos. Vecchio -siempre según Sisti- habría estrangulado y acuchillado a Norma Mirta en Los Eucaliptos cuando ella quiso resistirse a que siguieran drogándola. Envolvieron el cuerpo en una manta y lo escondieron en el sótano del chalet de Bosques. Sólo cuando empezó a descomponerse y temieron que el hedor advirtiera a los vecinos, lo llevaron a un descampado de Llavallol, donde quedó semienterrado.
A todo esto, ¿qué pasaba con el tal Vecchio? No fue encontrado en su domicilio. Indudablemente, había huido. Pero el 23 de septiembre de 1963 se presentó espontáneamente y proclamó su inocencia: "No tengo nada que ver con todo esto -dijo el comerciante-. Nunca vi en mi vida a esa chica y no sé quién es".
Una psicosis se había desatado en Buenos Aires. La juventud argentina estaba siendo pervertida por intereses espurios, decían organizaciones familiares, ligas de madres, ciudadanos, personalidades. Se reclamaba la limpieza profunda de esa escoria. Si alguien hubiera dicho una palabra en favor de Vecchio lo habrían acusado de alentar la corrupción de la juventud argentina. En el Parlamento surgido de las elecciones de 1963 se exigió una interpelación. Miles de cartas habían desbordado el despacho del general Osiris Villegas, ministro del Interior del gobierno provisional del presidente José María Guido. Hasta la CGT, en una de sus declaraciones, incluyó "la limpieza moral" entre los reclamos de sus frecuentes huelgas generales.
El 29 de junio de 1963 había salido a la calle un nuevo vespertino: Crónica, editado por Héctor Ricardo García. Las primeras semanas no conseguía vender más de 20.000 ejemplares. Pero con las revelaciones que resucitaron el crimen de la Penjerek, el nuevo diario agotaba ediciones, y así se instaló en el difícil mercado de los diarios de la tarde. Gracias a sus truculentas notas, Crónica superó la barrera de los 100.000 ejemplares. Alguien le dio al diario de Héctor Ricardo García fotos de supuestas orgías. En ellas no se veían los rostros, pero sí los cuerpos.
La hipótesis Eichmann
El 23 de agosto de 1963, el matutino El Mundo -que contaba entre sus columnistas a Edgardo da Mommio, Horacio de Dios y Bernardo Neustadt- lanzó una versión diferente: Norma Mirta Penjerek habría sido asesinada por sectores de ultraderecha, en represalia contra el secuestro en la Argentina de Adolfo Eichmann y su posterior juicio y ejecución en Jerusalén.
Esta versión ligaba a una anónima adolescente porteña con uno de los máximos responsables del Holocausto.
Otra versión sostenía que Enrique Penjerek, destacado miembro de la colectividad judía argentina, habría sido uno de los informantes -cuya identidad nunca se reveló- del comando que encontró y secuestró a Adolfo Eichmann.
Nada de esto ha sido probado.
Los ángeles asesinados
El proceso a los acusados de corromper, torturar y asesinar a Norma Mirta Penjerek se arrastró por varios juzgados. Intervinieron en total ocho magistrados. El 5 de abril de 1965, la Cámara del Crimen de la Capital Federal decretó el sobreseimiento de Pedro Vecchio, que recuperó la libertad: ni uno solo de los cargos que se le formularon pudo probarse. Sus acusadores, como Mabel Sisti, denunciaron luego que habían sido torturados, presionados e inducidos para que acusaran a Vecchio.
El caso Penjerek tuvo otras secuelas: algunos policías fueron procesados por tortura. Al comisario Colotto, años después, lo acusaron de integrar la Triple A.
Pero, ¿por qué le habían tendido semejante trampa a Pedro Vecchio, si sólo era un honesto comerciante? ¿Por qué a él? Se habría aprovechado una enemistad barrial para encontrar un chivo expiatorio: el comerciante Vecchio. Un fotógrafo de Florencio Varela, llamado José Luis Fernández, odiaba a Vecchio porque éste habría ayudado a una hija de aquél, de 26 años, cuando ésta abandonó la casa de su padre. La inquina de Fernández hacia Vecchio habría sido tan tenaz que un tiempo atrás lo había denunciado como traficante de drogas; entonces aportó como prueba unas fotos de Vecchio mientras cargaba paquetes en una camioneta. Pero esos paquetes sólo eran cajas de zapatos. María Sisti, por su parte, se retractó de las acusaciones contra Vecchio. Fernández, dijo, le había pagado 50.000 pesos para que acusara a Vecchio.
Nunca se supo quién mató a Norma Mirta Penjerek. Su nombre quedó inscripto en la larga galería de las mujeres cuya muerte ha quedado impune.
La Justicia, dice el Evangelio, no es un reino de este mundo. ¿Será de otro?
Alvaro Abos Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados.
A las siete de la mañana del 29 de mayo de 1962 el termómetro marcaba una décima de grado bajo cero: era el día más frío del año.
-Nena, no se te ocurra ir a inglés, esto es Siberia -le dijo su mamá cuando ella volvió del colegio-. Además, no hay colectivo.
-¿Por qué?, ¿qué pasa?
-Hay paro general.
A Norma Mirta, como a toda chica de su edad, la casa la oprimía. ¿Quedarse en su cuarto, escuchando el último disco de Elvis Presley? ¿Escribiendo en su diario -poemas, pensamientos, fantasías- con esa letra redonda y prolija? Pero a Norma Mirta, esa muchacha de mirada soñadora, ¿qué le importaba de la CGT?
Además, cuando había paro, los dueños manejaban los colectivos. Norma Mirta envolvió su cuello en una bufanda de lana.
Esa tarde, la señorita Perla, la profesora de inglés, la notó un poco lánguida. La clase de inglés duró desde las siete y diez hasta las ocho menos cuarto. Veinte minutos después, Norma Mirta tendría que haber estado en casa. La señorita Perla Stazauer de Priellitansky era profesora de inglés en el colegio Cinco Esquinas y daba clases particulares en su casa de Boyacá 420. ¿Le había dicho algo Norma Mirta aquella tarde? Sólo después, cuando pasó todo, a la profesora le pareció que la muchacha estaba preocupada.
De Boyacá al 400 hasta la casa de los Penjerek, en la avenida Juan Bautista Alberdi 3252, hay unas 17 cuadras. ¿Qué camino hizo Norma Mirta? ¿Acaso subió a un colectivo 76, que -por el paro- pasaba cada muerte de obispo? ¿Caminó? ¿Hubo algún incidente en aquella tarde que ya era noche invernal?
A las nueve, la mamá, ya muy inquieta, hizo lo que hacen todas las madres: llamó a las compañeras y a las amigas de su hija.
-No, señora, yo no la vi.
La última esperanza de los padres era una chica llamada Aída Robles, la amiga íntima de Norma Mirta. Pero Aída no sabía nada.
A la medianoche, el señor Penjerek llegó a la comisaría 40a. y denunció que su hija había desaparecido. ¿Cómo iba vestida? Una pollera gris tableada, un blazer azul.
Las semanas pasaron con la lentitud de una tortura. Todas las hipótesis fueron barajadas y descartadas. Se descartó que hubiera sufrido un accidente: ni en los hospitales ni en las clínicas había señales de Norma Mirta. Sencillamente, la ciudad se la había tragado.
La sociedad apenas percibió este drama. Era sólo una chica perdida en la ciudad inmensa. Quedaron algunas huellas, pocas. Una pequeña noticia en algún diario: "Extraña desaparición de una jovencita".
A los diez días, la familia publicó una solicitada con la foto de Norma Mirta: "Se busca". Como siempre en estos casos, acudieron mitómanos y perversos; también, alguna gente de buena fe, confundida. Un vivillo pidió dos mil pesos para revelar la verdad sobre la muchacha: se descubrió que no sabía nada y quedó detenido por tentativa de extorsión.
Pasó un día y otro y otro. Norma Mirta Penjerek sería un nombre más en la larga nómina que llena los ficheros de la Sección Desaparecidos del Departamento de Policía.
Un cadáver desnudo
Cuarenta y seis días después de la desaparición de Norma Mirta, a las seis de la mañana del lunes 16 de julio de 1962, sonó el teléfono en la planta baja D de la avenida Juan Bautista Alberdi. Los padres, antes de descolgar, intuyeron que sería una mala noticia.
El domingo 15, un perro había olfateado algo en unos terrenos baldíos de Llavallol, en el sudoeste del Gran Buenos Aires. Un objeto extraño asomaba en el fango. El perro pertenecía a un guardián del Instituto Fitotécnico de la Universidad Nacional de La Plata. El hombre tardó en reconocer esa forma. Eran los dedos de una mano. El lugar no podía ser más lóbrego: unos potreros usados para experimentar cultivos. Personal de la comisaría de Llavallol concurrió inmediatamente y desenterró el cadáver, ya muy descompuesto, de una mujer desnuda.
Aquellos policías provinciales actuaron con poco profesionalismo, según críticas que se formularon luego. No acordonaron el lugar para conservar huellas. Lo pisotearon. Tampoco interrogaron al guardián. No se analizaron algunas prendas halladas cerca: un corpiño, un pulóver marrón y una enagua celeste. Ninguna de ellas pertenecía a Norma Mirta.
¿Quién era la mujer encontrada en Llavallol?
Había sido estrangulada con un alambre y un instrumento cortante le había seccionado la vena cava superior. La primera autopsia la hizo el forense doctor Carlos Garay. Determinó que la víctima era una mujer de 1,65 de estatura y unos veinte años de edad. Esto no coincidía con Norma Mirta, que medía 10 centímetros menos.
Horrorizados, los padres fueron a la morgue de La Plata. El cadáver desfigurado de Llavallol no les recordó para nada a la hija perdida. Una segunda autopsia, realizada por el doctor Antonio Lara, rescató una huella dactilar, la del dedo anular de la mano izquierda. Según este forense, era la única huella reconocible. La comparó con la ficha dactiloscópica de Penjerek. Eran idénticas. Según esta autopsia, la muerte se habría producido el 6 de julio, con un margen de 48 horas en más o en menos. O sea: entre el 4 y el 8 de julio de 1962. Pero esto no coincidía con el avanzado estado de descomposición que presentaba el cuerpo cuando había sido hallado, el 15 de julio. Norma Mirta se atendía en el consultorio de un dentista de Floresta, quien reconoció la dentadura del cadáver. Con este testimonio, la Justicia dictaminó que el cadáver de Llavallol era el de Penjerek. La causa por homicidio recayó en el juzgado del doctor Alberto Garganta, en los tribunales de La Plata. El 25 de agosto de 1962, el cuerpo fue devuelto a la familia.
Una multitud acompañó el féretro a su última morada en el cementerio de La Tablada.
La delatora
Durante el año que siguió, no se produjo ningún avance en la investigación. El crimen de Norma Mirta no fue mencionado por la prensa, que, durante la segunda parte del año 1962 y el primer semestre de 1963, tuvo muchos temas de los que ocuparse.
De pronto, el 15 de julio de 1963, la noticia explotó en los diarios argentinos: una mujer detenida por la Brigada de Moralidad en la vereda de la estación Constitución, dijo: "Yo sé quién mató a la chica Penjerek".
La delatora se llamaba María Sisti, tenía 23 años y varias entradas por ejercer la profesión más antigua del mundo. Interrogada a fondo por el comisario Jorge Colotto, de la Policía Federal, y por el subinspector Vodeb y el subcomisario Toledo, de Llavallol, María Sisti contó una historia extraña.
En la localidad de Florencio Varela, a pocos metros de la estación, la tienda La Preferida vendía zapatos para mujeres. Su propietario era un hombre de 47 años llamado Pedro Vecchio, un viudo con dos hijas. Tenía un Kaiser Carabela verde claro. También era concejal electo por el partido Unión Vecinal, orientado por el político peronista Juan Carlos Fonrouge. Según Sisti, Vecchio era la cabeza de una red de prostitución y pornografía que se especializaba en proveer "carne fresca" para orgías con gente adinerada y políticos influyentes. Según la declaración, Vecchio y cinco o seis cómplices reclutaban menores a quienes corrompían con drogas. Vecchio no actuaba solo; lo secundaba una tal Laura Muzzio de Villano, dueña de una boutique situada a pocos metros de la zapatería de Vecchio. Sisti había visto a Norma Mirta en el escenario de las fiestas negras, el chalet Los Eucaliptos, situado en otra localidad del sur bonaerense: Bosques.
Luego de estas revelaciones, otras tres jóvenes prostitutas fueron detenidas y confirmaron la historia, que poco a poco fue filtrándose a la prensa. También confesó Villano. Cada día, nuevas revelaciones conmovían a la opinión pública con detalles truculentos: Vecchio habría salido a "cazar" jóvenes aquel 29 de mayo. Según María Sisti, Vecchio y sus cómplices levantaron a Penjerek y, tras drogarla, la entregaron a un cliente. Luego le sacaron fotos. Vecchio -siempre según Sisti- habría estrangulado y acuchillado a Norma Mirta en Los Eucaliptos cuando ella quiso resistirse a que siguieran drogándola. Envolvieron el cuerpo en una manta y lo escondieron en el sótano del chalet de Bosques. Sólo cuando empezó a descomponerse y temieron que el hedor advirtiera a los vecinos, lo llevaron a un descampado de Llavallol, donde quedó semienterrado.
A todo esto, ¿qué pasaba con el tal Vecchio? No fue encontrado en su domicilio. Indudablemente, había huido. Pero el 23 de septiembre de 1963 se presentó espontáneamente y proclamó su inocencia: "No tengo nada que ver con todo esto -dijo el comerciante-. Nunca vi en mi vida a esa chica y no sé quién es".
Una psicosis se había desatado en Buenos Aires. La juventud argentina estaba siendo pervertida por intereses espurios, decían organizaciones familiares, ligas de madres, ciudadanos, personalidades. Se reclamaba la limpieza profunda de esa escoria. Si alguien hubiera dicho una palabra en favor de Vecchio lo habrían acusado de alentar la corrupción de la juventud argentina. En el Parlamento surgido de las elecciones de 1963 se exigió una interpelación. Miles de cartas habían desbordado el despacho del general Osiris Villegas, ministro del Interior del gobierno provisional del presidente José María Guido. Hasta la CGT, en una de sus declaraciones, incluyó "la limpieza moral" entre los reclamos de sus frecuentes huelgas generales.
El 29 de junio de 1963 había salido a la calle un nuevo vespertino: Crónica, editado por Héctor Ricardo García. Las primeras semanas no conseguía vender más de 20.000 ejemplares. Pero con las revelaciones que resucitaron el crimen de la Penjerek, el nuevo diario agotaba ediciones, y así se instaló en el difícil mercado de los diarios de la tarde. Gracias a sus truculentas notas, Crónica superó la barrera de los 100.000 ejemplares. Alguien le dio al diario de Héctor Ricardo García fotos de supuestas orgías. En ellas no se veían los rostros, pero sí los cuerpos.
La hipótesis Eichmann
El 23 de agosto de 1963, el matutino El Mundo -que contaba entre sus columnistas a Edgardo da Mommio, Horacio de Dios y Bernardo Neustadt- lanzó una versión diferente: Norma Mirta Penjerek habría sido asesinada por sectores de ultraderecha, en represalia contra el secuestro en la Argentina de Adolfo Eichmann y su posterior juicio y ejecución en Jerusalén.
Esta versión ligaba a una anónima adolescente porteña con uno de los máximos responsables del Holocausto.
Otra versión sostenía que Enrique Penjerek, destacado miembro de la colectividad judía argentina, habría sido uno de los informantes -cuya identidad nunca se reveló- del comando que encontró y secuestró a Adolfo Eichmann.
Nada de esto ha sido probado.
Los ángeles asesinados
El proceso a los acusados de corromper, torturar y asesinar a Norma Mirta Penjerek se arrastró por varios juzgados. Intervinieron en total ocho magistrados. El 5 de abril de 1965, la Cámara del Crimen de la Capital Federal decretó el sobreseimiento de Pedro Vecchio, que recuperó la libertad: ni uno solo de los cargos que se le formularon pudo probarse. Sus acusadores, como Mabel Sisti, denunciaron luego que habían sido torturados, presionados e inducidos para que acusaran a Vecchio.
El caso Penjerek tuvo otras secuelas: algunos policías fueron procesados por tortura. Al comisario Colotto, años después, lo acusaron de integrar la Triple A.
Pero, ¿por qué le habían tendido semejante trampa a Pedro Vecchio, si sólo era un honesto comerciante? ¿Por qué a él? Se habría aprovechado una enemistad barrial para encontrar un chivo expiatorio: el comerciante Vecchio. Un fotógrafo de Florencio Varela, llamado José Luis Fernández, odiaba a Vecchio porque éste habría ayudado a una hija de aquél, de 26 años, cuando ésta abandonó la casa de su padre. La inquina de Fernández hacia Vecchio habría sido tan tenaz que un tiempo atrás lo había denunciado como traficante de drogas; entonces aportó como prueba unas fotos de Vecchio mientras cargaba paquetes en una camioneta. Pero esos paquetes sólo eran cajas de zapatos. María Sisti, por su parte, se retractó de las acusaciones contra Vecchio. Fernández, dijo, le había pagado 50.000 pesos para que acusara a Vecchio.
Nunca se supo quién mató a Norma Mirta Penjerek. Su nombre quedó inscripto en la larga galería de las mujeres cuya muerte ha quedado impune.
La Justicia, dice el Evangelio, no es un reino de este mundo. ¿Será de otro?
Alvaro Abos Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados.
La involución de la razón
Para la izquierda en general, y los progresistas y demócratas en especial, se trata de nada menos que de una nueva batalla ganada por los fundamentalistas en su guerra a muerte contra la ciencia y la seguridad social. Para los grupos conservadores que están por detrás del proyecto, se trata de preservar la cualidad más distintiva de la civilización occidental, en su versión norteamericana: la libertad de conciencia individual. En dieciocho estados, sus congresos están a punto de aprobar la legislación que permitirá que un médico se rehúse a prescribir un medicamento o dirigir un tratamiento. O peor: directamente no atender a una persona. Le bastará con decir: “Mi religión no me lo permite”.
Un ginecólogo del Opus Dei no prescribirá una píldora anticonceptiva, ni mucho menos le ofrecerá a su paciente la opción terapéutica de interrumpir un embarazo. Un andrólogo fundamentalista jamás le firmará la receta de Viagra a un hombre mayor si sabe que es para que mejore sus erecciones con otro varón. Y acaso tampoco atienda a una madre soltera. Hasta ahora era probable que estos médicos obraran así. La diferencia es que pronto estarán protegidos y aun estimulados por la ley.
La escalada se ha vuelto en estos últimos días de una extremidad sin parangón, y cada vez parece más difícil separar en Estados Unidos el ámbito religioso de la vida profesional. La idea es preservar la opción personal y religiosa por sobre el profesionalismo universalista: una idea antirrepublicana y antiilustrada en la más antigua democracia de la Tierra. Aunque la tensión, como se prevé, será cada vez mayor entre la defensa de los valores religiosos y los derechos de los pacientes en la Norteamérica del evangélico George W. Bush.
¿Mañana seremos todos norteamericanos?
Un gran cuerpo de la legislación surgió en Estados Unidos para proteger a los farmacéuticos que se rehusaron por razones de conciencia, y fueron juzgados por ello, a vender la píldora del “día después”, un anticonceptivo a posteriori que permite a las mujeres interrumpir un embarazo después de una relación en la que sospechan que quedaron impregnadas. Los tribunales se encontraban con un vacío legal y de jurisprudencia, aunque muchos jueces eran favorables con quienes se negaban a colaborar con lo que veían como un aborto express. Ahora, las leyes cubrirán un espectro mucho más amplio, que incluirá el amparo a doctores, anestesistas, enfermeros, auxiliares, técnicos o cualquier empleado que rechace participar, por razones religiosas, en algún tipo de terapia. O peor, que rechace administrársela a determinadas personas que no le parecen dignas de mejoría, alivio o felicidad. Algunas de estas terapias se cuentan entre las que más han polarizado estos últimos años a Occidente, por los dilemas bioéticos que plantean para muchos: la fertilización asistida, in vitro o con otras técnicas, la eutanasia o suicidio asistido, o los tratamientos e investigaciones que implican el uso de células madre de los embriones.
Los estados norteamericanos que buscan defender por ley a sus renuentes trabajadores de la salud son justamente aquellos donde se aprobaron terapias de estos nuevos tipos. Son estados que de pronto ingresan al brave new world de la modernidad más acuciante, al incierto y cada vez más complejo mundo en donde conviven la iglesia rural y la clonación, el matriarcado y los cyborgs, los cuáqueros y las elecciones sexuales más libres y profundas, la granja de Wyoming y el testeo genético de embriones. La operación es conocida por todos los sociólogos: dos pasos adelante, muchos más atrás. El avance de las ciencias no se ve acompañado por un avance correlativo de las sociedades, apegadas a sistemas de ideas y creencias tradicionales y arcaicas que no han podido procesar esos cambios, y que prefieren un repudio cerrado porque ven en ellos una amenaza a su forma de vida. “Esta legislación restaura lo que significa haber nacido en este gran país”, dijo al Washington Post David Stevens, director de la Christian Medical & Dental Association: “Porque la conciencia es la más sagrada de todas las propiedades. Los doctores, los dentistas, las enfermeras ya no podrán ser forzados a violar su propia conciencia”. Por eso hay consternación entre todos quienes de un modo u otro están involucrados en la defensa del aborto, en la prevención del sida, los derechos a la muerte asistida o los movimientos sociales.
La agenda del mal
Todo había empezado tras la legalización de la píldora del día después. Hubo de inmediato farmacéuticos que se negaron a prescribirla, como en España funcionarios del registro civil se negaron a casar a personas del mismo sexo. En Estados Unidos fueron expulsados de sus trabajos, y algunos juzgados. Esto llevó a que el año pasado las asociaciones conservadores comenzaran a sopesar la necesidad de elaborar un nuevo cuerpo legal. Este año la cuestión ganó preeminencia por una serie de factores concordantes: no sólo la legalización de las nuevas, y polarizantes terapias, sino los debates lacerantes y las dudas que produjo en la sociedad norteamericana el caso Terri Schiavo, la mujer a quien se ayudó a morir y poner fin a su agonía.
La situación actual demuestra que los posicionamientos políticos de la derecha fundamentalista han cambiado, y se han hecho a la vez más activos en sus métodos y más amplios en sus reivindicaciones. El movimiento llamado pro-derecho a la vida, que es el que nuclea a los diferentes grupos conservadores, ha extendido su agenda más allá de su lucha en contra del aborto. Dado el poder político y económico de los grupos que lo conforman, los riesgos de los pacientes se incrementan. A veces, hasta límites desesperantes, como cuando una mujer debe recorrer varias farmacias para obtener su píldora del día después, porque si espera un día más ya deberá recurrir a técnicas abortivas más riesgosas.
Desde luego, la legislación abre una posible escalada de nuevos dilemas. Los medios ya multiplican las preguntas: ¿qué sucederá, por ejemplo, en el campo de la educación?, ¿cuánto tiempo falta para que un maestro se niegue a impartir lecciones de educación sexual y no explique los órganos que están debajo de la cintura, por defender la abstinencia sexual hasta el matrimonio?
Sergio Di Nucci
© 2000-2006 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Todos los Derechos Reservados
Un ginecólogo del Opus Dei no prescribirá una píldora anticonceptiva, ni mucho menos le ofrecerá a su paciente la opción terapéutica de interrumpir un embarazo. Un andrólogo fundamentalista jamás le firmará la receta de Viagra a un hombre mayor si sabe que es para que mejore sus erecciones con otro varón. Y acaso tampoco atienda a una madre soltera. Hasta ahora era probable que estos médicos obraran así. La diferencia es que pronto estarán protegidos y aun estimulados por la ley.
La escalada se ha vuelto en estos últimos días de una extremidad sin parangón, y cada vez parece más difícil separar en Estados Unidos el ámbito religioso de la vida profesional. La idea es preservar la opción personal y religiosa por sobre el profesionalismo universalista: una idea antirrepublicana y antiilustrada en la más antigua democracia de la Tierra. Aunque la tensión, como se prevé, será cada vez mayor entre la defensa de los valores religiosos y los derechos de los pacientes en la Norteamérica del evangélico George W. Bush.
¿Mañana seremos todos norteamericanos?
Un gran cuerpo de la legislación surgió en Estados Unidos para proteger a los farmacéuticos que se rehusaron por razones de conciencia, y fueron juzgados por ello, a vender la píldora del “día después”, un anticonceptivo a posteriori que permite a las mujeres interrumpir un embarazo después de una relación en la que sospechan que quedaron impregnadas. Los tribunales se encontraban con un vacío legal y de jurisprudencia, aunque muchos jueces eran favorables con quienes se negaban a colaborar con lo que veían como un aborto express. Ahora, las leyes cubrirán un espectro mucho más amplio, que incluirá el amparo a doctores, anestesistas, enfermeros, auxiliares, técnicos o cualquier empleado que rechace participar, por razones religiosas, en algún tipo de terapia. O peor, que rechace administrársela a determinadas personas que no le parecen dignas de mejoría, alivio o felicidad. Algunas de estas terapias se cuentan entre las que más han polarizado estos últimos años a Occidente, por los dilemas bioéticos que plantean para muchos: la fertilización asistida, in vitro o con otras técnicas, la eutanasia o suicidio asistido, o los tratamientos e investigaciones que implican el uso de células madre de los embriones.
Los estados norteamericanos que buscan defender por ley a sus renuentes trabajadores de la salud son justamente aquellos donde se aprobaron terapias de estos nuevos tipos. Son estados que de pronto ingresan al brave new world de la modernidad más acuciante, al incierto y cada vez más complejo mundo en donde conviven la iglesia rural y la clonación, el matriarcado y los cyborgs, los cuáqueros y las elecciones sexuales más libres y profundas, la granja de Wyoming y el testeo genético de embriones. La operación es conocida por todos los sociólogos: dos pasos adelante, muchos más atrás. El avance de las ciencias no se ve acompañado por un avance correlativo de las sociedades, apegadas a sistemas de ideas y creencias tradicionales y arcaicas que no han podido procesar esos cambios, y que prefieren un repudio cerrado porque ven en ellos una amenaza a su forma de vida. “Esta legislación restaura lo que significa haber nacido en este gran país”, dijo al Washington Post David Stevens, director de la Christian Medical & Dental Association: “Porque la conciencia es la más sagrada de todas las propiedades. Los doctores, los dentistas, las enfermeras ya no podrán ser forzados a violar su propia conciencia”. Por eso hay consternación entre todos quienes de un modo u otro están involucrados en la defensa del aborto, en la prevención del sida, los derechos a la muerte asistida o los movimientos sociales.
La agenda del mal
Todo había empezado tras la legalización de la píldora del día después. Hubo de inmediato farmacéuticos que se negaron a prescribirla, como en España funcionarios del registro civil se negaron a casar a personas del mismo sexo. En Estados Unidos fueron expulsados de sus trabajos, y algunos juzgados. Esto llevó a que el año pasado las asociaciones conservadores comenzaran a sopesar la necesidad de elaborar un nuevo cuerpo legal. Este año la cuestión ganó preeminencia por una serie de factores concordantes: no sólo la legalización de las nuevas, y polarizantes terapias, sino los debates lacerantes y las dudas que produjo en la sociedad norteamericana el caso Terri Schiavo, la mujer a quien se ayudó a morir y poner fin a su agonía.
La situación actual demuestra que los posicionamientos políticos de la derecha fundamentalista han cambiado, y se han hecho a la vez más activos en sus métodos y más amplios en sus reivindicaciones. El movimiento llamado pro-derecho a la vida, que es el que nuclea a los diferentes grupos conservadores, ha extendido su agenda más allá de su lucha en contra del aborto. Dado el poder político y económico de los grupos que lo conforman, los riesgos de los pacientes se incrementan. A veces, hasta límites desesperantes, como cuando una mujer debe recorrer varias farmacias para obtener su píldora del día después, porque si espera un día más ya deberá recurrir a técnicas abortivas más riesgosas.
Desde luego, la legislación abre una posible escalada de nuevos dilemas. Los medios ya multiplican las preguntas: ¿qué sucederá, por ejemplo, en el campo de la educación?, ¿cuánto tiempo falta para que un maestro se niegue a impartir lecciones de educación sexual y no explique los órganos que están debajo de la cintura, por defender la abstinencia sexual hasta el matrimonio?
Sergio Di Nucci
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La penitencia
No es fácil llegar y entrar al Complejo Penitenciario Jóvenes Adultos de Marcos Paz, una prisión que de lejos parece un barrio privado, con ladrillos a la vista y techos pintados de verde inglés. Parece de lejos, porque de cerca nada que ver.
Se pasa un doble alambrado perimetral, se atraviesa un ladrido de una jauría de ovejeros que pueden degustarse un humano sin mucho esfuerzo, se cruzan unas rejas, muchas rejas, y entonces se puede hablar con Maximiliano Simón, un pibe de Merlo que fue condenado por robar y tirotearse con la policía y que en dos meses –si todo sigue bien como hasta ahora– recuperará la libertad.
Aunque este complejo no deja de ser una cárcel, no es como las demás. Acá la mitad de una población de 200 chicos de entre 18 y 21 años, que la ley llama Jóvenes Adultos, puede acceder a un sistema pedagógico que deja de llamar carcelero al carcelero y en el que los presos no son presos ni tampoco internos. Son residentes. Es cuando las clásicas denominaciones carcelarias desaparecen y el dispositivo de seguridad cambia. Aunque lo mismo es estar preso.
Luego de una larguísima gestión, este diario viajó 70 kilómetros y pudo recorrer la Unidad 24 del Complejo, que pertenece al Servicio Penitenciario Federal, para hablar con Maxi y presenciar la asamblea semanal en el Pabellón F (ver aparte), donde se aplica la Metodología Pedagógica Socializadora (MPS), un sistema interdisciplinario que cumplió 9 años y que según números penitenciarios logró bajar los índices de reingreso del 27,6 al 9,4 por ciento. El programa, en el que intervienen activamente psicólogos y trabajadores sociales, sólo se implementa en Marcos Paz.
El hecho:Robaba camiones. La primera le salió bien, la segunda mejor, hasta que protagonizó un raid interurbano que terminó mal. Le disparó a la policía, corrió, lo alcanzó una bala, descartó el arma, cayó. Cuando estaba tendido en el piso, un policía le disparó en la cabeza.
Maximiliano Simón tenía 18 años. Ahora tiene 22 y jura que en abril, cuando recupere la libertad, aunque sea condicional, no va a volver a robar. No piensa volver a hacerlo. Lo dice y abre grande los ojos, la voz firme, la sonrisa controlada. Habla con la seguridad de quien tiene un plan. “Yo de repente cambié una banda, ya no me interesa robar, busco mi libertad, nada más”, dice muy tranquilo. Sabe que en Merlo los esperan su mamá y sus 8 hermanos, su novia y su casa a medio hacer, que dejó de construir el 17 de mayo de 2002, cuando con su primo abordó un camión que repartía papas fritas y chizitos en la Ruta 3 y lo desviaron hasta Caballito. Fue su último “hecho”.
“Salta la alarma satelital, nos empiezan a perseguir. Dejamos el camión y tomamos el tren en Caballito, bajamos en Morón, los perdimos, cortamos un Golf, bajamos al dueño y ahí nos empezaron a correr los de la Federal y la Brigada de Morón. Y en Padua me choca un patrullero. Me bajo. A mi primo lo ponen contra el auto. Salgo corriendo y empiezo a los tiros, entonces mi primo puede zafar y le da un tiro a un bonaerense en la panza y al otro le da uno en la pierna y se va. Y a mí de la esquina me sale otro patrullero. Me cagan a cuetazos por todos lados. Cuando me dan el tiro en la pierna, que me parte tibia y peroné, corro una cuadra con la pierna así, caigo al piso, ya no tenía arma, la había tirado, viene el policía y me dice: ‘Me hiciste correr’. Y plum, me dio un tiro en la cabeza.”
Desde hace dos meses, Maxi puede salir de la cárcel cada 15 días durante 24 horas. Dice que la primera vez no quería volver. Pero se acostumbró. Ahora espera que sea abril para salir en libertad condicional. “Son los meses más largos de la condena”, suspira y mueve los brazos y muestra la marca que le dejó el balazo en su parietal derecho, que no le llegó a atravesar el cráneo.
El policía que quiso fusilarlo –cree– hoy está preso en el Complejo Penitenciario de Ezeiza, adonde él estuvo seis meses antes de llegar a Marcos Paz, en el 2003. “Primero estuve en el hospital y después dos meses en la comisaría de Padua. Eramos 60 personas. Después me dieron el traslado a Ezeiza, estuve una semana en el Pabellón de Ingresos, adonde también están los refugiados.”
–¿A qué llamás refugiados? –A las personas que no pueden vivir con la población porque viven mal, tienen problemas, son rastreros, o están por violación y viven aislados, refugiados. Después me llevan al pabellón D, adonde hay pibes de todos lados. Y gente que te enseña y gente que te hace maldades.
–¿Como cuáles? –Te roban las zapatillas, el pantalón, te hacen lavar ropa, te tienen mal... En menores es mucho quilombo, en mayores hay más respeto. A los guachos no les importa nada. Si andás robando bien no tendrías que tener problemas, de última van a venir y te van a probar, te van a decir algo y te vas a pelear y listo, ya está, te van a respetar. Pero hay otros que no, te agarran entre dos o tres y te roban todo. Son los que después suben a mayores y se quiebran.
Rescatado:“Subir a mayores” significa cumplir los 21 y si no se ingresa en un programa pedagógico donde se puede permanecer hasta los 25, “y rescatarse”, llega el traslado a un pabellón común y corriente. “Tuve la suerte de no subir a mayores, de quedarme acá en un tratamiento. Ahora puedo salir cada 15 días, me voy a mi casa, a lo de mi novia... Estoy terminando mi casa, una de las mejores cosas que hice con plata robada” (se sonríe).
–¿Y tu novia? –Ya la conocía de antes.
–Debe haber sido difícil para ella, ¿no? –Le dije que no la quería atar, que haga su vida. De repente ella tiene necesidades igual que cualquiera. Y ella no, que me quería, que me amaba. Bueno, si querés venir, vení. Vino y siguió viniendo.
Preso, Maxi leyó libros de aventuras, se puso a estudiar, llegó hasta segundo año del Polimodal, pero dejó porque quería trabajar. Ahora mantiene las camionetas y los micros del Servicio Penitenciario que llegan trayendo nuevos internos, personal, familiares. Gana poco más de 400 pesos por mes, que con descuentos de jubilación y obra social bajan a 300. Unos 100 pesos le quedan para gastar en la cantina o darle a su familia y el resto se destina al Fondo de Reserva, una especie de caja de ahorro para cuando salga en libertad condicional.
–¿Cómo te imaginás el primer día en libertad? –(Sonríe) Me voy a la mierda, no vengo más. Estos dos meses son los más largos de toda la condena, que es de 5 años y 11 meses. Me voy. Después tengo que volver a buscar el cheque del Fondo. O por ahí me llaman para contar mi experiencia, si me sirvió o no.
–¿Y te sirvió? –A mi sí, pero porque quise. Vos podés tener un psicólogo o un psiquiatra las 24 horas y si no querés, no vas a cambiar. Hay pibes que la chapean para hacer el tratamiento y otros que van porque están bien. A mí me sirvió para cambiar un montón de cosas. Para mí estaba bien robar, drogarme, tener que matar a uno, no me importaba.
–¿Mataste? –Eh... No sé.
–Eso no se pregunta, ¿no? –No, no sé. Disparé, le di a mucha gente, pero nunca supe si murieron o no.
–¿Qué vas a hacer cuando salgas? –No robo más, ya lo tengo decidido. Soy técnico electricista, voy a trabajar en una empresa de instalación con mi cuñado. Vos hablás con algunos y te dicen “cuando salgas, en dos meses estás acá de nuevo”. Y es verdad. Hay pibes que dicen “voy a cambiar, que esto y lo otro”, y salen y a los dos meses están de nuevo acá. Tengo compañeros que estaban conmigo, salieron y ahora están el CPII (una cárcel federal para mayores en Marcos Paz). Yo no pienso volver.
–¿Qué extrañás? –Mi novia, mi vieja, la libertad de poder decir me voy por allá y no andar diciendo al celador tal cosa. En la primera salida no quería volver, encima se te pasa rápido, no quería saber nada. Y después ya está, me acostumbré, si quiero cambiar tengo que volver, porque si no tengo estar prófugo 10 años, cuidándome de que no me agarren... Ya está, vuelvo y listo. Pero te dan ganas de quedarte afuera.
–Y afuera las tentaciones siguen estando. –Sí, pero tenés que aprender a decir que no. Cuando salí, cruzaron los pibes y me dijeron: “Eh, vení, vamo’ a fumar un porro”, que esto y lo otro. Les digo que no. “Eh, gil, te rescataste”, me dicen. “Sí –les digo–, ahora leo la Biblia, voy casa por casa, ¿querés venir conmigo?” (risas). Tomátela, no me drogo más, ya fue. Pero todo bien, hacé la tuya, no te voy a dejar de saludar porque te fumás un porro.
–¿Y por qué hay chicos que vuelven? –Si sabés lo que es estar preso y sabés lo que le cuesta a tu mamá cada vez que te viene a ver, lo que le cuesta pasar por la requisa a tu señora, a tu familia, tienen que mostrar partes íntimas, lo que sea, tenés que valorar eso. Valoro que mi vieja me venga a ver, pero tampoco cambio por eso, cambio por mí, nada más. Y a los demás, que les gusta vivir así, ¿qué les podés decir? Andá robarte un banco y si te sale bien te salvás, qué sé yo, pero no robés más boludeces para caer en cana.
–¿Cuál es el mejor día acá adentro? –No hay mejor día acá adentro.
–¿Y el peor? –Todos los días (sonríe). No hay mejor ni peor, acá el día vivilo como pase. Hoy está todo bien y mañana está todo mal. A veces no depende de uno.
–¿Contás los días que te faltan anotando en la pared, como en las películas? –Nooo, ni almanaque tengo. Nada más tengo fotos de mi familia. Nunca conté los días. Sólo cuento el aniversario del día en que caí preso.
Facundo Di Genova
Ranchos aparte
A todos los pabellones, como en casi todo el mundo, se accede por un único pasillo central. Para llegar a los pabellones E y F hay que pasar 6 rejas distintas y dos puertas blindadas. Al contrario de lo que se cree, en el interior de ninguna cárcel hay guardias con armas de fuego. Sólo la seguridad externa del penal las tiene. Y si ven que alguien se escapa, las usan. Una decena de guardias y funcionarios guían al NO hasta la entrada del F, adonde está por comenzar la asamblea de los viernes. Entramos. Las rejas se cierran. El pabellón es triangular. Hay 44 celdas individuales de 2 por 3 metros a ambos lados y en dos niveles y un amplio patio con mesas de concreto en el medio, mucha luz ingresa por el techo y hacia el final, flanqueadas por un poster de San Jorge y otro de la Virgen María, unas ventanitas dicen que el día está despejado. El pabellón parece una Iglesia.
Cada uno de los 39 pibes presos de entre 18 y 21 años, que acá se denominan residentes, estrecha la mano. Se sienten energías diversas. Caras aniñadas, rostros duros, miradas que lo dicen todo. El pelo prolijo, pantalón y zapatillas deportivas, camisetas de fútbol, los antebrazos tatuados con aguja de coser y tinta china. Se sientan en círculo y esperan que Guillermo Schefer, alias Willy, ex capellán devenido en psicólogo social, dé la orden para comenzar con la lectura de la “filosofía”, que se oye como un rezo y que dice cosas como “no hay refugio adonde escondernos de nosotros mismos”.
Hay una retórica espiritualista, no podría decirse que religiosa. El disciplinamiento no es por la fuerza sino autoimpuesto, es una cuestión de fe, una creencia posible. Es un trabajo de aprendizaje diario, una especie de autogobierno dentro de un gobierno aún más amplio –el penitenciario– que se asume como legítimo.
Los nuevos se convierten en ahijados de los más antiguos, y más tarde serán padrinos, y así. Hay beneficios: vivir en un ambiente cuya “arquitectura de seguridad” no es tan opresiva. Y que las visitas puedan conocer ese lugar, y ver que están bien, y el beneficio de las salidas transitorias por 24 o 48 horas, terminar la escuela...
La alternativa es ésa. O seguir en uno de los pabellones A, B, C o D de máxima seguridad, adonde se alojan un centenar de internos, donde también se estudia y se trabaja, pero en el marco de un clásico régimen carcelario como la ley manda, es decir, sin hacinamiento, pero como un presidio puro y duro: celdas individuales de dos por tres metros con una ventanita y un pasillo de dos metros de ancho. Y nada más. Aunque modernos, estos pabellones son oscuros y opresivos, y su ordenamiento espacial no tiene nada que ver con el E y el F, de “pre-admisión” y “admisión”. Si el F es el último estadio antes de ingresar a la U26, de régimen más “abierto”, el pabellón E es como una especie de “purgatorio”: se evalúa si el interno puede convertirse en un residente capaz de aceptar las “Normas Cardinales” del pabellón F: “1) No violencia. 2) No al alcohol. 3) No a las drogas. 4) No al sexo entre iguales”, y otras 28 normas de convivencia.
Gobernarse y ser gobernado. Pensar antes que actuar. Esa es la premisa. No siempre funciona. “Nunca nadie me ayudó en la vida y ahora me vas a ayudar vos”, es la reacción. En la cultura carcelaria no está “bien visto” negociar con la autoridad. En la cultura penitenciaria no está “bien visto” negociar con un preso. Lo peor que puede pasar es el retorno a los pabellones de “máxima” para terminar la condena, o cumplir los 21 para pasar a un pabellón de “mayores” en otra prisión federal. Y entonces todo es distinto. Aunque es estar preso lo mismo. Y que sea lo que Dios quiera.
Limaduras
La mitad de la población del F tiene teles de 14 pulgadas. Son los que tienen familia que se las lleva al penal. No hay cable, pero “captan un montón de canales”. El compartir la tele es motivo de “reconocimiento”.
En Marcos Paz dicen que no se fabrica, pero este enviado anotó con exactitud la receta que le dio un interno para fabricar “pajarito”, el fermentado carcelario por excelencia. Y se la guarda para otro jueves.
La sanción disciplinaria apunta a la reflexión más que a la penitencia. No hay celda de castigo. Hay un pabellón “de máxima” para volver. Por quedarse dormido se impone un día de reflexión en “la habitación”.
El año pasado no hubo heridos, motines ni “finaditos”, como sucede en las unidades superpobladas, por caso Devoto: hay 2300 presos en un espacio para 1800. No hay celdas individuales. Se duerme con un ojo abierto.
Nunca nadie escapó vivo de acá. La última fuga no llegó a ser evasión. Un grupo de 10 internos escapó del pabellón, algunos quedaron atrapados en “tierra de nadie”, entre las dos alambradas perimetrales, por donde sólo andan los perros. Uno murió.
En el F se escucha la radio, se ven series y novelas. Suenan cumbias, rocanroles, pop latino. Y están al día con las noticias: un residente le relató al NO la crónica de la toma de rehenes en la comisaría de Marcos Paz. Otro recordó a los presos muertos en Magdalena.
El teléfono es la comunicación directa con el exterior. Como en todos lados, paga el que habla. No pueden recibir llamadas sino hacerlas. Nadie usa e-mail, pocos lo conocen.
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Se pasa un doble alambrado perimetral, se atraviesa un ladrido de una jauría de ovejeros que pueden degustarse un humano sin mucho esfuerzo, se cruzan unas rejas, muchas rejas, y entonces se puede hablar con Maximiliano Simón, un pibe de Merlo que fue condenado por robar y tirotearse con la policía y que en dos meses –si todo sigue bien como hasta ahora– recuperará la libertad.
Aunque este complejo no deja de ser una cárcel, no es como las demás. Acá la mitad de una población de 200 chicos de entre 18 y 21 años, que la ley llama Jóvenes Adultos, puede acceder a un sistema pedagógico que deja de llamar carcelero al carcelero y en el que los presos no son presos ni tampoco internos. Son residentes. Es cuando las clásicas denominaciones carcelarias desaparecen y el dispositivo de seguridad cambia. Aunque lo mismo es estar preso.
Luego de una larguísima gestión, este diario viajó 70 kilómetros y pudo recorrer la Unidad 24 del Complejo, que pertenece al Servicio Penitenciario Federal, para hablar con Maxi y presenciar la asamblea semanal en el Pabellón F (ver aparte), donde se aplica la Metodología Pedagógica Socializadora (MPS), un sistema interdisciplinario que cumplió 9 años y que según números penitenciarios logró bajar los índices de reingreso del 27,6 al 9,4 por ciento. El programa, en el que intervienen activamente psicólogos y trabajadores sociales, sólo se implementa en Marcos Paz.
El hecho:Robaba camiones. La primera le salió bien, la segunda mejor, hasta que protagonizó un raid interurbano que terminó mal. Le disparó a la policía, corrió, lo alcanzó una bala, descartó el arma, cayó. Cuando estaba tendido en el piso, un policía le disparó en la cabeza.
Maximiliano Simón tenía 18 años. Ahora tiene 22 y jura que en abril, cuando recupere la libertad, aunque sea condicional, no va a volver a robar. No piensa volver a hacerlo. Lo dice y abre grande los ojos, la voz firme, la sonrisa controlada. Habla con la seguridad de quien tiene un plan. “Yo de repente cambié una banda, ya no me interesa robar, busco mi libertad, nada más”, dice muy tranquilo. Sabe que en Merlo los esperan su mamá y sus 8 hermanos, su novia y su casa a medio hacer, que dejó de construir el 17 de mayo de 2002, cuando con su primo abordó un camión que repartía papas fritas y chizitos en la Ruta 3 y lo desviaron hasta Caballito. Fue su último “hecho”.
“Salta la alarma satelital, nos empiezan a perseguir. Dejamos el camión y tomamos el tren en Caballito, bajamos en Morón, los perdimos, cortamos un Golf, bajamos al dueño y ahí nos empezaron a correr los de la Federal y la Brigada de Morón. Y en Padua me choca un patrullero. Me bajo. A mi primo lo ponen contra el auto. Salgo corriendo y empiezo a los tiros, entonces mi primo puede zafar y le da un tiro a un bonaerense en la panza y al otro le da uno en la pierna y se va. Y a mí de la esquina me sale otro patrullero. Me cagan a cuetazos por todos lados. Cuando me dan el tiro en la pierna, que me parte tibia y peroné, corro una cuadra con la pierna así, caigo al piso, ya no tenía arma, la había tirado, viene el policía y me dice: ‘Me hiciste correr’. Y plum, me dio un tiro en la cabeza.”
Desde hace dos meses, Maxi puede salir de la cárcel cada 15 días durante 24 horas. Dice que la primera vez no quería volver. Pero se acostumbró. Ahora espera que sea abril para salir en libertad condicional. “Son los meses más largos de la condena”, suspira y mueve los brazos y muestra la marca que le dejó el balazo en su parietal derecho, que no le llegó a atravesar el cráneo.
El policía que quiso fusilarlo –cree– hoy está preso en el Complejo Penitenciario de Ezeiza, adonde él estuvo seis meses antes de llegar a Marcos Paz, en el 2003. “Primero estuve en el hospital y después dos meses en la comisaría de Padua. Eramos 60 personas. Después me dieron el traslado a Ezeiza, estuve una semana en el Pabellón de Ingresos, adonde también están los refugiados.”
–¿A qué llamás refugiados? –A las personas que no pueden vivir con la población porque viven mal, tienen problemas, son rastreros, o están por violación y viven aislados, refugiados. Después me llevan al pabellón D, adonde hay pibes de todos lados. Y gente que te enseña y gente que te hace maldades.
–¿Como cuáles? –Te roban las zapatillas, el pantalón, te hacen lavar ropa, te tienen mal... En menores es mucho quilombo, en mayores hay más respeto. A los guachos no les importa nada. Si andás robando bien no tendrías que tener problemas, de última van a venir y te van a probar, te van a decir algo y te vas a pelear y listo, ya está, te van a respetar. Pero hay otros que no, te agarran entre dos o tres y te roban todo. Son los que después suben a mayores y se quiebran.
Rescatado:“Subir a mayores” significa cumplir los 21 y si no se ingresa en un programa pedagógico donde se puede permanecer hasta los 25, “y rescatarse”, llega el traslado a un pabellón común y corriente. “Tuve la suerte de no subir a mayores, de quedarme acá en un tratamiento. Ahora puedo salir cada 15 días, me voy a mi casa, a lo de mi novia... Estoy terminando mi casa, una de las mejores cosas que hice con plata robada” (se sonríe).
–¿Y tu novia? –Ya la conocía de antes.
–Debe haber sido difícil para ella, ¿no? –Le dije que no la quería atar, que haga su vida. De repente ella tiene necesidades igual que cualquiera. Y ella no, que me quería, que me amaba. Bueno, si querés venir, vení. Vino y siguió viniendo.
Preso, Maxi leyó libros de aventuras, se puso a estudiar, llegó hasta segundo año del Polimodal, pero dejó porque quería trabajar. Ahora mantiene las camionetas y los micros del Servicio Penitenciario que llegan trayendo nuevos internos, personal, familiares. Gana poco más de 400 pesos por mes, que con descuentos de jubilación y obra social bajan a 300. Unos 100 pesos le quedan para gastar en la cantina o darle a su familia y el resto se destina al Fondo de Reserva, una especie de caja de ahorro para cuando salga en libertad condicional.
–¿Cómo te imaginás el primer día en libertad? –(Sonríe) Me voy a la mierda, no vengo más. Estos dos meses son los más largos de toda la condena, que es de 5 años y 11 meses. Me voy. Después tengo que volver a buscar el cheque del Fondo. O por ahí me llaman para contar mi experiencia, si me sirvió o no.
–¿Y te sirvió? –A mi sí, pero porque quise. Vos podés tener un psicólogo o un psiquiatra las 24 horas y si no querés, no vas a cambiar. Hay pibes que la chapean para hacer el tratamiento y otros que van porque están bien. A mí me sirvió para cambiar un montón de cosas. Para mí estaba bien robar, drogarme, tener que matar a uno, no me importaba.
–¿Mataste? –Eh... No sé.
–Eso no se pregunta, ¿no? –No, no sé. Disparé, le di a mucha gente, pero nunca supe si murieron o no.
–¿Qué vas a hacer cuando salgas? –No robo más, ya lo tengo decidido. Soy técnico electricista, voy a trabajar en una empresa de instalación con mi cuñado. Vos hablás con algunos y te dicen “cuando salgas, en dos meses estás acá de nuevo”. Y es verdad. Hay pibes que dicen “voy a cambiar, que esto y lo otro”, y salen y a los dos meses están de nuevo acá. Tengo compañeros que estaban conmigo, salieron y ahora están el CPII (una cárcel federal para mayores en Marcos Paz). Yo no pienso volver.
–¿Qué extrañás? –Mi novia, mi vieja, la libertad de poder decir me voy por allá y no andar diciendo al celador tal cosa. En la primera salida no quería volver, encima se te pasa rápido, no quería saber nada. Y después ya está, me acostumbré, si quiero cambiar tengo que volver, porque si no tengo estar prófugo 10 años, cuidándome de que no me agarren... Ya está, vuelvo y listo. Pero te dan ganas de quedarte afuera.
–Y afuera las tentaciones siguen estando. –Sí, pero tenés que aprender a decir que no. Cuando salí, cruzaron los pibes y me dijeron: “Eh, vení, vamo’ a fumar un porro”, que esto y lo otro. Les digo que no. “Eh, gil, te rescataste”, me dicen. “Sí –les digo–, ahora leo la Biblia, voy casa por casa, ¿querés venir conmigo?” (risas). Tomátela, no me drogo más, ya fue. Pero todo bien, hacé la tuya, no te voy a dejar de saludar porque te fumás un porro.
–¿Y por qué hay chicos que vuelven? –Si sabés lo que es estar preso y sabés lo que le cuesta a tu mamá cada vez que te viene a ver, lo que le cuesta pasar por la requisa a tu señora, a tu familia, tienen que mostrar partes íntimas, lo que sea, tenés que valorar eso. Valoro que mi vieja me venga a ver, pero tampoco cambio por eso, cambio por mí, nada más. Y a los demás, que les gusta vivir así, ¿qué les podés decir? Andá robarte un banco y si te sale bien te salvás, qué sé yo, pero no robés más boludeces para caer en cana.
–¿Cuál es el mejor día acá adentro? –No hay mejor día acá adentro.
–¿Y el peor? –Todos los días (sonríe). No hay mejor ni peor, acá el día vivilo como pase. Hoy está todo bien y mañana está todo mal. A veces no depende de uno.
–¿Contás los días que te faltan anotando en la pared, como en las películas? –Nooo, ni almanaque tengo. Nada más tengo fotos de mi familia. Nunca conté los días. Sólo cuento el aniversario del día en que caí preso.
Facundo Di Genova
Ranchos aparte
A todos los pabellones, como en casi todo el mundo, se accede por un único pasillo central. Para llegar a los pabellones E y F hay que pasar 6 rejas distintas y dos puertas blindadas. Al contrario de lo que se cree, en el interior de ninguna cárcel hay guardias con armas de fuego. Sólo la seguridad externa del penal las tiene. Y si ven que alguien se escapa, las usan. Una decena de guardias y funcionarios guían al NO hasta la entrada del F, adonde está por comenzar la asamblea de los viernes. Entramos. Las rejas se cierran. El pabellón es triangular. Hay 44 celdas individuales de 2 por 3 metros a ambos lados y en dos niveles y un amplio patio con mesas de concreto en el medio, mucha luz ingresa por el techo y hacia el final, flanqueadas por un poster de San Jorge y otro de la Virgen María, unas ventanitas dicen que el día está despejado. El pabellón parece una Iglesia.
Cada uno de los 39 pibes presos de entre 18 y 21 años, que acá se denominan residentes, estrecha la mano. Se sienten energías diversas. Caras aniñadas, rostros duros, miradas que lo dicen todo. El pelo prolijo, pantalón y zapatillas deportivas, camisetas de fútbol, los antebrazos tatuados con aguja de coser y tinta china. Se sientan en círculo y esperan que Guillermo Schefer, alias Willy, ex capellán devenido en psicólogo social, dé la orden para comenzar con la lectura de la “filosofía”, que se oye como un rezo y que dice cosas como “no hay refugio adonde escondernos de nosotros mismos”.
Hay una retórica espiritualista, no podría decirse que religiosa. El disciplinamiento no es por la fuerza sino autoimpuesto, es una cuestión de fe, una creencia posible. Es un trabajo de aprendizaje diario, una especie de autogobierno dentro de un gobierno aún más amplio –el penitenciario– que se asume como legítimo.
Los nuevos se convierten en ahijados de los más antiguos, y más tarde serán padrinos, y así. Hay beneficios: vivir en un ambiente cuya “arquitectura de seguridad” no es tan opresiva. Y que las visitas puedan conocer ese lugar, y ver que están bien, y el beneficio de las salidas transitorias por 24 o 48 horas, terminar la escuela...
La alternativa es ésa. O seguir en uno de los pabellones A, B, C o D de máxima seguridad, adonde se alojan un centenar de internos, donde también se estudia y se trabaja, pero en el marco de un clásico régimen carcelario como la ley manda, es decir, sin hacinamiento, pero como un presidio puro y duro: celdas individuales de dos por tres metros con una ventanita y un pasillo de dos metros de ancho. Y nada más. Aunque modernos, estos pabellones son oscuros y opresivos, y su ordenamiento espacial no tiene nada que ver con el E y el F, de “pre-admisión” y “admisión”. Si el F es el último estadio antes de ingresar a la U26, de régimen más “abierto”, el pabellón E es como una especie de “purgatorio”: se evalúa si el interno puede convertirse en un residente capaz de aceptar las “Normas Cardinales” del pabellón F: “1) No violencia. 2) No al alcohol. 3) No a las drogas. 4) No al sexo entre iguales”, y otras 28 normas de convivencia.
Gobernarse y ser gobernado. Pensar antes que actuar. Esa es la premisa. No siempre funciona. “Nunca nadie me ayudó en la vida y ahora me vas a ayudar vos”, es la reacción. En la cultura carcelaria no está “bien visto” negociar con la autoridad. En la cultura penitenciaria no está “bien visto” negociar con un preso. Lo peor que puede pasar es el retorno a los pabellones de “máxima” para terminar la condena, o cumplir los 21 para pasar a un pabellón de “mayores” en otra prisión federal. Y entonces todo es distinto. Aunque es estar preso lo mismo. Y que sea lo que Dios quiera.
Limaduras
La mitad de la población del F tiene teles de 14 pulgadas. Son los que tienen familia que se las lleva al penal. No hay cable, pero “captan un montón de canales”. El compartir la tele es motivo de “reconocimiento”.
En Marcos Paz dicen que no se fabrica, pero este enviado anotó con exactitud la receta que le dio un interno para fabricar “pajarito”, el fermentado carcelario por excelencia. Y se la guarda para otro jueves.
La sanción disciplinaria apunta a la reflexión más que a la penitencia. No hay celda de castigo. Hay un pabellón “de máxima” para volver. Por quedarse dormido se impone un día de reflexión en “la habitación”.
El año pasado no hubo heridos, motines ni “finaditos”, como sucede en las unidades superpobladas, por caso Devoto: hay 2300 presos en un espacio para 1800. No hay celdas individuales. Se duerme con un ojo abierto.
Nunca nadie escapó vivo de acá. La última fuga no llegó a ser evasión. Un grupo de 10 internos escapó del pabellón, algunos quedaron atrapados en “tierra de nadie”, entre las dos alambradas perimetrales, por donde sólo andan los perros. Uno murió.
En el F se escucha la radio, se ven series y novelas. Suenan cumbias, rocanroles, pop latino. Y están al día con las noticias: un residente le relató al NO la crónica de la toma de rehenes en la comisaría de Marcos Paz. Otro recordó a los presos muertos en Magdalena.
El teléfono es la comunicación directa con el exterior. Como en todos lados, paga el que habla. No pueden recibir llamadas sino hacerlas. Nadie usa e-mail, pocos lo conocen.
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Bjork: "Soy rara por influencia del punk"
Bjork acaba de volver de Banda Aceh, Indonesia, la ciudad importante más cercana al epicentro del tsunami de 2004. La llevó Unicef como embajadora de buena voluntad, si bien a ella le gusta pensar que puede aportar más como "una madre de Islandia" y, en términos más generales, como "ser humano". La luz del atardecer ilumina su rostro en la sede de Unicef en Londres. "Estoy tratando de hallar palabras para lo que vi —dice—. Creo que me voy a tomar un mes más. Todavía no lo puedo procesar."
Siempre hubo una brecha entre la imagen que Bjork tiene de sí misma y cómo la ve el resto del mundo. Cuando apareció en la escena musical a mediados de los '80, costaba decidir si era muy excéntrica o si era sólo que procedía de Islandia. ¿Sus compatriotas islandeses la consideraban excéntrica cuando empezó? "Sí, mucho", dice. Se distinguía tanto de la multitud en Reykjavik como en Londres. (Le disgusta, y con razón, el grado en que su aspecto contribuyó a su fama de rara.) "En Islandia la mayor parte de la gente es rubia y de ojos claros. A mí en el colegio me decían china porque pensaban que parecía asiática. Y a la mayoría de los islandeses no le gustaba lo que hacíamos mis compañeros y yo. Fueron los ingleses los que lo descubrieron."
Lo que hacían ella y sus compañeros era música, primero en una banda llamada los Sugar Cubes, tras lo cual Bjork siguió como solista. A esa altura, ya se había dado cuenta de que ser diferente tenía ciertas ventajas. Luego del éxito del álbum de la banda Life's Too Good, de 1988, Bjork tuvo su primer triunfo como solista con Human Behaviour, de 1993. Si bien ella se inscribe en la tradición folk (sus padres eran "hippies —dice—, y la mayor parte de mis parientes son comerciantes. Supongo que ven lo que hago de forma similar, como artesanía"), llegó a la mayoría de edad sobre el final de la era punk, que ejerció una gran influencia en casi todo lo que pensaba, entre otras cosas en relación con el trabajo humanitario. Antes de vincularse con Unicef, Bjork tenía grandes recelos respecto de la recaudación de fondos organizada, así como también de la política organizada, o de cualquier cosa organizada que exigiera más personas que las que entraban en una habitación.
"Soy así de rara. Supongo que se debe a la influencia punk. «éramos tan... ¿cómo decirlo? 'Holísticos' no es la palabra exacta. Bueno, es esa idea de que uno hace su propio póster, lo pega y también carga el equipo. Por más que hace mucho que no pego un póster en una pared, mi formación fue esa y sigo trabajando con la misma gente que cuando tenía dieciséis años." Antes se negaba a hacer trabajo humanitario. "Siempre sentí desconfianza, ya que no sé a dónde va el dinero, no conozco a la gente y se escuchan historias escandalosas sobre las organizaciones, como que la mayor parte del dinero se usa para pagarle el champagne a los famosos."
La excentricidad de Bjork suele percibirse como un rasgo de sinceridad, no como la "extravagancia" desagradable que afectan músicos más torpes. Hace cinco años, en una entrega de los Oscar, lució un vestido, casi un disfraz, diseñado por Marjan Pejoski. Tenía forma de cisne, y fue dejando huevos sobre la alfombra roja. No era una forma de rebelión; simplemente le gustaba el vestido.
"Nadie lo entendió. Creyeron que trataba de parecerme a Jennifer Aniston pero me salía mal." Ella, por su parte, pensaba en un look travieso a lo Busby Berkeley, inspirado en sus tomas aéreas de nadadores sincronizados, pero no funcionó. "Seguramente el vestido que me puse en Cannes (en 2000) era más excéntrico, pero nadie se dio cuenta. Pienso que los europeos pueden aceptar cosas como esa con más facilidad. Michael Jackson debería instalarse en Suiza. Se sentiría bien."
Cuando Bjork visitó Londres por primera vez, a los dieciocho años, fue un verdadero shock. La Islandia que acababa de dejar era tan provinciana, dice, que cuando un extranjero caminaba por la calle la gente se paraba y lo señalaba. Eso fue antes del boom turístico del país, y había muy pocos hoteles. "Cuando caminaba por Londres sentía que todos los edificios eran pegajosos y tenía que lavarme cinco veces por día. Había frutillas, cosas que nunca había visto."
A Bjork le gustan las cosas en pequeña escala para poder conservar el control. En 1999 tuvo un publicitado enfrentamiento con el director Lars Von Trier durante el rodaje de Dancer in the Dark, donde ella apareció y para la que también compuso la música. Según algunos actores, calificó a Von Trier de "tirano" y "cobarde" y se quejó de su estilo autocrático. También estuvo la pelea con los fotógrafos al estilo de Naomi Campbell. ¿Es controladora? ¿Eso contradice toda la cosa holística?
"Las dos palabras tienen muy mala fama. En cuanto a 'holístico', la versión islandesa de esa palabra es mucho más práctica, no tan hippie. Y 'control', por supuesto, tiene una reputación horrible. Supongo que 'responsabilidad' es mejor. Por otra parte, viniendo de la generación punk, la responsabilidad tiene mucha importancia. No se puede ser como Elvis, que dijo: 'Me dieron las drogas y mi representante me engañó.' No se puede echar la culpa a los demás. Hay que hacerse responsable; esa es la forma independiente de pensamiento."
El viaje a Banda Aceh se realizó después de que Bjork lanzó una nueva versión de su disco de 1995, Army of Me, para recaudar fondos para las víctimas del tsunami. Hizo una escala en Londres antes de regresar a su casa de Nueva York. Tiene otra casa en Islandia, que comparte con su esposo, un artista, y su hija de tres años, Isadora. También tiene un hijo de diecinueve años de una relación anterior con un compañero de la banda Sugar Cubes. A menudo hace referencia a su carácter islandés: "Como a todo islandés, me gusta tomar. Rara vez tomo, pero cuando tomo, tomo. Es todo o nada."
Bjork no se engaña respecto de la proporción en que su visita a Indonesia puede haber contribuido al esfuerzo humanitario. "Soy consciente de que es un porcentaje muy, pero muy pequeño", dice. Una mujer que había perdido a su madre y a su hermano la acompañó a recorrer la ciudad devastada. "Al principio la mujer estaba muy tranquila. Nos llevó a distintos lugares, oficiaba de intérprete y se reía. Y luego, antes de que saliéramos para el aeropuerto, nos llevó a ver la casa en que había vivido. La casa había desaparecido, pero se veían las baldosas del piso. De pronto encontró un vestido de su madre entre los restos. Y se derrumbó. Fueron muchas emociones para dos días."
Bjork nunca tuvo mucho tiempo para la política convencional. A medida que pasan los años, dice, se va moderando. "Siempre me abstuve en las elecciones islandesas. Me parece que la política es un pequeño grupo de gente que se cree muy importante y que no tiene mayor relación con las cosas que a mí me interesan. Sin embargo, a medida que crecemos nos vamos dando cuenta de que tienen mucho que decir. Tal vez preferiría pensar que hay muchos ángulos. Hace un mes participé en un recital en Islandia. Se protestaba contra la construcción de grandes represas en el país. La política ecológica ya no es algo izquierdista, verde, hippie. Es algo que nos concierne a todos. Pienso que estoy más en esa línea que en la política partidaria."
El último álbum solista de Bjork, Medulla, llegó a los Top 10 en 2004 y la nominaron para un Brit Award en la categoría Solista Femenina Internacional. Compitió, entre otras, con Madonna y Mariah Carey. Buena parte de su misterioso atractivo reside en que no parece envejecer. Ya tiene cuarenta años, pero su rostro sigue tan joven como siempre: casi parece una imagen digital. Ahora se pregunta cómo se manifestará su experiencia en Banda Aceh, tanto en su vida como en su trabajo. La música de Bjork nunca se inscribió de forma estricta en ningún género, sino que se movió con relativa comodidad entre el pop, el rock, la electrónica y el folk.
En su adolescencia escuchaba sobre todo música instrumental. Dice que tiene una capacidad de atención tan "retardada" que tiene que "vivir reinventando la pólvora" para mantener el interés en lo que está haciendo. En ocasiones se siente frustrada por la forma literal en que algunos de sus fans toman su música. La gente parece tener la necesidad, declara, de detectar un único tema. Lo que le gusta es que los fans desafíen una categorización fácil: por lo que ve, estos pertenecen a un espectro musical y de edad tan amplio como la gama emocional que aspira a que abarquen sus temas.
"Están la alegría, la tristeza, la rabia, la confusión y los otros cincuenta mil colores que un ser humano siente. Y si un tema es sólo sobre el azul turquesa, eso puede significar muchas cosas. Puede significar la forma en que una siente en relación con las manzanas, nuestro hermano y la cama de madera de la infancia. Se puede cantar sobre eso en un tema y la gente puede pensar: 'Ah, es sobre su novio.' No importa. Lo que importa es que expreso algo azul turquesa, si hago bien mi trabajo. Supongo que así es como lo veo, como algo... abstracto."
Emma Brockes. The Guardian
Traducción de Joaquín Ibarburu / Diario La Nacion / Argentina 2006
Siempre hubo una brecha entre la imagen que Bjork tiene de sí misma y cómo la ve el resto del mundo. Cuando apareció en la escena musical a mediados de los '80, costaba decidir si era muy excéntrica o si era sólo que procedía de Islandia. ¿Sus compatriotas islandeses la consideraban excéntrica cuando empezó? "Sí, mucho", dice. Se distinguía tanto de la multitud en Reykjavik como en Londres. (Le disgusta, y con razón, el grado en que su aspecto contribuyó a su fama de rara.) "En Islandia la mayor parte de la gente es rubia y de ojos claros. A mí en el colegio me decían china porque pensaban que parecía asiática. Y a la mayoría de los islandeses no le gustaba lo que hacíamos mis compañeros y yo. Fueron los ingleses los que lo descubrieron."
Lo que hacían ella y sus compañeros era música, primero en una banda llamada los Sugar Cubes, tras lo cual Bjork siguió como solista. A esa altura, ya se había dado cuenta de que ser diferente tenía ciertas ventajas. Luego del éxito del álbum de la banda Life's Too Good, de 1988, Bjork tuvo su primer triunfo como solista con Human Behaviour, de 1993. Si bien ella se inscribe en la tradición folk (sus padres eran "hippies —dice—, y la mayor parte de mis parientes son comerciantes. Supongo que ven lo que hago de forma similar, como artesanía"), llegó a la mayoría de edad sobre el final de la era punk, que ejerció una gran influencia en casi todo lo que pensaba, entre otras cosas en relación con el trabajo humanitario. Antes de vincularse con Unicef, Bjork tenía grandes recelos respecto de la recaudación de fondos organizada, así como también de la política organizada, o de cualquier cosa organizada que exigiera más personas que las que entraban en una habitación.
"Soy así de rara. Supongo que se debe a la influencia punk. «éramos tan... ¿cómo decirlo? 'Holísticos' no es la palabra exacta. Bueno, es esa idea de que uno hace su propio póster, lo pega y también carga el equipo. Por más que hace mucho que no pego un póster en una pared, mi formación fue esa y sigo trabajando con la misma gente que cuando tenía dieciséis años." Antes se negaba a hacer trabajo humanitario. "Siempre sentí desconfianza, ya que no sé a dónde va el dinero, no conozco a la gente y se escuchan historias escandalosas sobre las organizaciones, como que la mayor parte del dinero se usa para pagarle el champagne a los famosos."
La excentricidad de Bjork suele percibirse como un rasgo de sinceridad, no como la "extravagancia" desagradable que afectan músicos más torpes. Hace cinco años, en una entrega de los Oscar, lució un vestido, casi un disfraz, diseñado por Marjan Pejoski. Tenía forma de cisne, y fue dejando huevos sobre la alfombra roja. No era una forma de rebelión; simplemente le gustaba el vestido.
"Nadie lo entendió. Creyeron que trataba de parecerme a Jennifer Aniston pero me salía mal." Ella, por su parte, pensaba en un look travieso a lo Busby Berkeley, inspirado en sus tomas aéreas de nadadores sincronizados, pero no funcionó. "Seguramente el vestido que me puse en Cannes (en 2000) era más excéntrico, pero nadie se dio cuenta. Pienso que los europeos pueden aceptar cosas como esa con más facilidad. Michael Jackson debería instalarse en Suiza. Se sentiría bien."
Cuando Bjork visitó Londres por primera vez, a los dieciocho años, fue un verdadero shock. La Islandia que acababa de dejar era tan provinciana, dice, que cuando un extranjero caminaba por la calle la gente se paraba y lo señalaba. Eso fue antes del boom turístico del país, y había muy pocos hoteles. "Cuando caminaba por Londres sentía que todos los edificios eran pegajosos y tenía que lavarme cinco veces por día. Había frutillas, cosas que nunca había visto."
A Bjork le gustan las cosas en pequeña escala para poder conservar el control. En 1999 tuvo un publicitado enfrentamiento con el director Lars Von Trier durante el rodaje de Dancer in the Dark, donde ella apareció y para la que también compuso la música. Según algunos actores, calificó a Von Trier de "tirano" y "cobarde" y se quejó de su estilo autocrático. También estuvo la pelea con los fotógrafos al estilo de Naomi Campbell. ¿Es controladora? ¿Eso contradice toda la cosa holística?
"Las dos palabras tienen muy mala fama. En cuanto a 'holístico', la versión islandesa de esa palabra es mucho más práctica, no tan hippie. Y 'control', por supuesto, tiene una reputación horrible. Supongo que 'responsabilidad' es mejor. Por otra parte, viniendo de la generación punk, la responsabilidad tiene mucha importancia. No se puede ser como Elvis, que dijo: 'Me dieron las drogas y mi representante me engañó.' No se puede echar la culpa a los demás. Hay que hacerse responsable; esa es la forma independiente de pensamiento."
El viaje a Banda Aceh se realizó después de que Bjork lanzó una nueva versión de su disco de 1995, Army of Me, para recaudar fondos para las víctimas del tsunami. Hizo una escala en Londres antes de regresar a su casa de Nueva York. Tiene otra casa en Islandia, que comparte con su esposo, un artista, y su hija de tres años, Isadora. También tiene un hijo de diecinueve años de una relación anterior con un compañero de la banda Sugar Cubes. A menudo hace referencia a su carácter islandés: "Como a todo islandés, me gusta tomar. Rara vez tomo, pero cuando tomo, tomo. Es todo o nada."
Bjork no se engaña respecto de la proporción en que su visita a Indonesia puede haber contribuido al esfuerzo humanitario. "Soy consciente de que es un porcentaje muy, pero muy pequeño", dice. Una mujer que había perdido a su madre y a su hermano la acompañó a recorrer la ciudad devastada. "Al principio la mujer estaba muy tranquila. Nos llevó a distintos lugares, oficiaba de intérprete y se reía. Y luego, antes de que saliéramos para el aeropuerto, nos llevó a ver la casa en que había vivido. La casa había desaparecido, pero se veían las baldosas del piso. De pronto encontró un vestido de su madre entre los restos. Y se derrumbó. Fueron muchas emociones para dos días."
Bjork nunca tuvo mucho tiempo para la política convencional. A medida que pasan los años, dice, se va moderando. "Siempre me abstuve en las elecciones islandesas. Me parece que la política es un pequeño grupo de gente que se cree muy importante y que no tiene mayor relación con las cosas que a mí me interesan. Sin embargo, a medida que crecemos nos vamos dando cuenta de que tienen mucho que decir. Tal vez preferiría pensar que hay muchos ángulos. Hace un mes participé en un recital en Islandia. Se protestaba contra la construcción de grandes represas en el país. La política ecológica ya no es algo izquierdista, verde, hippie. Es algo que nos concierne a todos. Pienso que estoy más en esa línea que en la política partidaria."
El último álbum solista de Bjork, Medulla, llegó a los Top 10 en 2004 y la nominaron para un Brit Award en la categoría Solista Femenina Internacional. Compitió, entre otras, con Madonna y Mariah Carey. Buena parte de su misterioso atractivo reside en que no parece envejecer. Ya tiene cuarenta años, pero su rostro sigue tan joven como siempre: casi parece una imagen digital. Ahora se pregunta cómo se manifestará su experiencia en Banda Aceh, tanto en su vida como en su trabajo. La música de Bjork nunca se inscribió de forma estricta en ningún género, sino que se movió con relativa comodidad entre el pop, el rock, la electrónica y el folk.
En su adolescencia escuchaba sobre todo música instrumental. Dice que tiene una capacidad de atención tan "retardada" que tiene que "vivir reinventando la pólvora" para mantener el interés en lo que está haciendo. En ocasiones se siente frustrada por la forma literal en que algunos de sus fans toman su música. La gente parece tener la necesidad, declara, de detectar un único tema. Lo que le gusta es que los fans desafíen una categorización fácil: por lo que ve, estos pertenecen a un espectro musical y de edad tan amplio como la gama emocional que aspira a que abarquen sus temas.
"Están la alegría, la tristeza, la rabia, la confusión y los otros cincuenta mil colores que un ser humano siente. Y si un tema es sólo sobre el azul turquesa, eso puede significar muchas cosas. Puede significar la forma en que una siente en relación con las manzanas, nuestro hermano y la cama de madera de la infancia. Se puede cantar sobre eso en un tema y la gente puede pensar: 'Ah, es sobre su novio.' No importa. Lo que importa es que expreso algo azul turquesa, si hago bien mi trabajo. Supongo que así es como lo veo, como algo... abstracto."
Emma Brockes. The Guardian
Traducción de Joaquín Ibarburu / Diario La Nacion / Argentina 2006
En el futuro, la gente tal vez chupe tabaco en lugar de fumarlo
La industria tabacalera pudo echar un vistazo al futuro y determinó que allí no se fuma. A medida que los países implantan leyes que prohíben fumar en lugares públicos cerrados, los grandes fabricantes de cigarrillos están invirtiendo millones de dólares y horas de investigación en el desarrollo y la promoción de un producto que ofrece la misma adicción de la nicotina, sin el daño a la salud causado por el humo del cigarrillo.
“Saben que los días del cigarrillo están contados. Hay un largo camino por delante, pero las circunstancias van cambiando y las fábricas de cigarrillos creen que la gente seguirá queriendo consumir nicotina; para eso están barajando alternativas libres de humo”, dice Amanda Sandford, gerente de investigación de Ash, una entidad británica que hace campañas en contra del cigarrillo.
La British American Tobacco (BAT), el fabricante de cigarrillos más grande de Gran Bretaña, confirmó que quiere vender tabaco sin humo en toda la Unión Europa donde, con excepción de Suecia, hoy está prohibido fumar. Este producto, cuyo nombre en inglés es “snus”, es una bolsita del tamaño de un caramelo, parecido a un saquito de té, que la persona se coloca debajo del labio. Ofrece la misma sensación de la nicotina en aproximadamente un minuto –alrededor de nueve veces más lento que un cigarrillo, pero mucho más rápido que los parches de nicotina que se utilizan para dejar de fumar.
En Suecia, este producto se vende más que el cigarrillo y hasta se dice que ayudó a reducir el cáncer de pulmón y llevarlo al nivel más bajo del mundo. Aproximadamente el 16% de los hombres usan “snus”, comparados con el 14% que fuma. BAT está probando los “snus” en Sudáfrica bajo la marca Lucky Strike, mientras que la rival Gallaher tiene una participación en una compañía escandinava que produce un producto similar.
El año pasado BAT intentó, infructuosamente, mantener reuniones con los departamentos de Comercio e Industria y de Salud de Gran Bretaña para discutir que se levantara la prohibición de fumar.
“Recibiríamos con agrado cualquier oportunidad de hablar con los reguladores sobre la comercialización de tabaco sin humo en Europa”, dijo un vocero de BAT. Pero podría pasar mucho tiempo antes de que se aprueben los “snus”, si es que alguna vez los aprueban. Los reguladores del área de Salud recuerdan los años 80, cuando las compañías tabacaleras norteamericanas hicieron entrar las bolsitas de tabaco Skoal Bandits en Gran Bretaña. El producto fue prohibido en medio de protestas públicas generadas por el miedo a contraer cáncer.
Curiosamente, los grupos del área de la salud son ambiguos respecto de los “snus”. “No nos gustaría que se los promoviera como una alternativa completamente segura”, dice Amanda Sandford de Ash, acentuando que este tipo de productos siempre estuvieron asociados con el cáncer de páncreas y de boca. “Pero hay pruebas de que los ‘snus’ logran que la gente deje de consumir tabaco. No nos gustaría que la gente joven empezara a usarlos, pero en Suecia muchos hombres de mediana edad dejaron de fumar porque se pasaron a los ‘snus’ y luego también terminaron abandonándolos”.
A diferencia de Skoal Bandits, el tabaco de los “snus” es pasteurizado, lo cual, según los fabricantes, permite que se eliminen muchos agentes cancerígenos. El Royal College de Physicians de Londres, una asociación de médicos, declara que el producto es hasta 1.000 veces menos peligroso que el cigarrillo. La semana pasada un comité de salud de la Unión Europea pidió que se realizara una revisión de la evidencia científica existente sobre los “snus”. Sin embargo, el doctor Yussuf Saloojee, director del Consejo Nacional Contra el Cigarrillo de Sudáfrica, expresó su preocupación: a su entender, tal vez BAT haya introducido el producto en su país demasiado rápido.
Jaime Doward
© The Observer.
Traducción de Claudia Martínez / Diario La Nacion / Argentina 2006
“Saben que los días del cigarrillo están contados. Hay un largo camino por delante, pero las circunstancias van cambiando y las fábricas de cigarrillos creen que la gente seguirá queriendo consumir nicotina; para eso están barajando alternativas libres de humo”, dice Amanda Sandford, gerente de investigación de Ash, una entidad británica que hace campañas en contra del cigarrillo.
La British American Tobacco (BAT), el fabricante de cigarrillos más grande de Gran Bretaña, confirmó que quiere vender tabaco sin humo en toda la Unión Europa donde, con excepción de Suecia, hoy está prohibido fumar. Este producto, cuyo nombre en inglés es “snus”, es una bolsita del tamaño de un caramelo, parecido a un saquito de té, que la persona se coloca debajo del labio. Ofrece la misma sensación de la nicotina en aproximadamente un minuto –alrededor de nueve veces más lento que un cigarrillo, pero mucho más rápido que los parches de nicotina que se utilizan para dejar de fumar.
En Suecia, este producto se vende más que el cigarrillo y hasta se dice que ayudó a reducir el cáncer de pulmón y llevarlo al nivel más bajo del mundo. Aproximadamente el 16% de los hombres usan “snus”, comparados con el 14% que fuma. BAT está probando los “snus” en Sudáfrica bajo la marca Lucky Strike, mientras que la rival Gallaher tiene una participación en una compañía escandinava que produce un producto similar.
El año pasado BAT intentó, infructuosamente, mantener reuniones con los departamentos de Comercio e Industria y de Salud de Gran Bretaña para discutir que se levantara la prohibición de fumar.
“Recibiríamos con agrado cualquier oportunidad de hablar con los reguladores sobre la comercialización de tabaco sin humo en Europa”, dijo un vocero de BAT. Pero podría pasar mucho tiempo antes de que se aprueben los “snus”, si es que alguna vez los aprueban. Los reguladores del área de Salud recuerdan los años 80, cuando las compañías tabacaleras norteamericanas hicieron entrar las bolsitas de tabaco Skoal Bandits en Gran Bretaña. El producto fue prohibido en medio de protestas públicas generadas por el miedo a contraer cáncer.
Curiosamente, los grupos del área de la salud son ambiguos respecto de los “snus”. “No nos gustaría que se los promoviera como una alternativa completamente segura”, dice Amanda Sandford de Ash, acentuando que este tipo de productos siempre estuvieron asociados con el cáncer de páncreas y de boca. “Pero hay pruebas de que los ‘snus’ logran que la gente deje de consumir tabaco. No nos gustaría que la gente joven empezara a usarlos, pero en Suecia muchos hombres de mediana edad dejaron de fumar porque se pasaron a los ‘snus’ y luego también terminaron abandonándolos”.
A diferencia de Skoal Bandits, el tabaco de los “snus” es pasteurizado, lo cual, según los fabricantes, permite que se eliminen muchos agentes cancerígenos. El Royal College de Physicians de Londres, una asociación de médicos, declara que el producto es hasta 1.000 veces menos peligroso que el cigarrillo. La semana pasada un comité de salud de la Unión Europea pidió que se realizara una revisión de la evidencia científica existente sobre los “snus”. Sin embargo, el doctor Yussuf Saloojee, director del Consejo Nacional Contra el Cigarrillo de Sudáfrica, expresó su preocupación: a su entender, tal vez BAT haya introducido el producto en su país demasiado rápido.
Jaime Doward
© The Observer.
Traducción de Claudia Martínez / Diario La Nacion / Argentina 2006
Burgos: el descuartizador de Constitución
Qué novedad traía el carnaval de 1955? Ninguna, pensaban los periodistas en aquel tórrido febrero. Salvo que el disfraz de moda ya no era el del Zorro, ni el de oso Carolina, sino el de marciano con antenitas. Los mejores bailes fueron los del Club Comunicaciones, donde tocaron las orquestas de Ray Nolan, Ary Barroso y Aníbal Troilo. Aquel verano, Pichuco estrenó Fangal, un tangazo póstumo de Discépolo.
Sin embargo, aquel verano que pintaba para aburrido sería luego recordado como. el verano del crimen.
La mañana del viernes 19 de febrero de 1955, en un paraje llamado Loma Hermosa, a cuatrocientos metros de la estación Hurlingham, en el noroeste del Gran Buenos Aires, un cura que caminaba cerca de la fábrica de cajas de cartón La Holandesa había encontrado el torso de una mujer descuartizada.
La luz roja se encendió en las redacciones. El viernes siguiente, 26 de febrero, en un desolado rincón del sur de la ciudad, donde se juntan la avenida Cruz y la calle Pedernera, se encontró un envoltorio similar: eran las dos extremidades inferiores, desde el pie hasta la rodilla, además de un muslo.
El horror se desató en Buenos Aires cuando, pocas horas después, un marinero de la chata Sheop, que navegaba por el Riachuelo, avistó un objeto raro que flotaba a la altura de la calle Martín Rodríguez. La Prefectura rescató un canasto de alambre con el consabido paquete: contenía una cabeza de mujer, los brazos, alguna ropa.
Comenzaron a circular todo tipo de rumores. ¿Eran los restos de una única mujer o de varias? ¿La ciudad estaba amenazada por un asesino feroz, un Jack el Destripador porteño? La prensa filtraba con cuentagotas detalles macabros que erizaban a la población y multiplicaban la psicosis. El asesino había limado las yemas de los dedos de su víctima. Los envoltorios no tenían ni una gota de sangre. ¿Dónde había sido asesinada? Una primera conclusión se imponía: la habían matado, desangrado y después cortado en partes.
Se convocó a los mejores forenses, como el doctor Francisco Fablet, para que analizaran los restos. El médico respondía así las preguntas de la prensa:
-¿Cómo fue despedazada la mujer?
-Con un serrucho y por lo menos dos cuchillos. La cabeza fue seccionada en el nivel de la quinta vértebra cervical.
-¿El asesino tenía conocimientos para realizar esas mutilaciones?
-Podría ser, pero no es seguro.
Muñeca rota: En la Morgue Judicial de la calle Viamonte, los restos fueron "rearmados" como pedazos de una muñeca rota. La cabeza había estado sumergida en el agua del Riachuelo varias semanas. Ni siquiera se distinguía el color de los cabellos. Algunos porteños hicieron horas de cola en la puerta de la Morgue para ver el cuerpo.
Los cirujanos del hospital Argerich advirtieron un detalle revelador. La mujer muerta tenía una cicatriz en el hombro que sólo podía provenir de una operación poco común: una osteosíntesis, destinada a solucionar una fractura de clavícula. Había dos cirujanos que practicaban esta cirugía en la Argentina. Así fue identificada la mujer cortada en pedazos.
Se llamaba Alcira Methyger. Veintisiete años. Nacida en Salta. Empleada doméstica. Había sufrido un accidente de tránsito en 1954, por el cual había sido operada. Ultimo domicilio conocido, Bernardo de Irigoyen al 1500, la casa de sus patrones, una familia que veraneaba todo el mes de febrero en Mar del Plata. Antes, Alcira había vivido en el Hotel Gran Sur, de la calle Chacabuco, frecuentado por trabajadores del interior. Allí aún habitaba Ana Urbana Methyger, también doméstica.
-¿Usted es la hermana de Alcira Methyger? -preguntó el comisario Evaristo Urricelqui, jefe de Homicidios.
-Sí, ¿por qué?, ¿qué pasó?
Una Ana Urbana Methyger en estado de shock reveló que Alcira tenía varios novios. El último se llamaba Ramaroso, y fue detenido en un espectacular procedimiento, pero nada tenía que ver con el crimen.
Al fracasar la pista de Ramaroso, los investigadores apuntaron a un hombre de 36 años llamado Jorge Eduardo Burgos. Trabajaba como corredor de una pequeña empresa papelera y encuadernadora, propiedad del padre. Estaba relacionado hacía diez años con la Methyger y era muy conocido por los allegados de ésta. Ana Urbana Metyhger se lo señaló a la policía y lo mismo hizo Berta Saavedra, otra amiga íntima de la infortunada, también doméstica, que estaba en Mar del Plata y que agregó este detalle: Alcira era pretendida por Jorge Eduardo, pero ella lo había rechazado porque en su vida había aparecido "otro hombre".
Burgos vivía con sus padres en un departamento del tercer piso en la avenida Montes de Oca 280. Tenía un buen nivel cultural, ya que había terminado el secundario y luego había completado el estudio de varios idiomas, en especial el inglés. La policía se dirigió al domicilio de los Burgos. Era el 16 de marzo de 1955. En la casa vivía también una hermana bastante más joven. Para la familia fue una sorpresa tremenda que la policía buscara al hijo mayor.
Pero, ¿dónde estaba Burgos?
Había viajado a Mar del Plata para pasar una temporada de descanso. Iba en El Marplatense, el tren nocturno que paraba en Dolores y en Maipú. Varias comisiones salieron para allá, perforando la noche de marzo en la llanura. Cuando los coches frenaron en la estación de Dolores, se alejaba el farol rojo del último vagón.
Redoblaron la carrera y llegaron a Maipú a tiempo. No querían delatar su presencia. La policía no sabía con quién iba a encontrarse. ¿Quizá con un hombre violento que vendería cara su libertad? Pronto individualizaron a la presa: un hombrecillo de rostro mofletudo y anteojos de intelectual que dormitaba tranquilo en su asiento. Urricelqui y los demás detectives lo detuvieron cuando el tren llegó a Mar del Plata y lo llevaron de vuelta a Buenos Aires, donde quedó detenido en el Departamento de Policía.
Burgos habló. Conocía a Alcira desde el año 1944, cuando ella, recién llegada de Salta, alquiló una pieza en el departamento de la familia de él. Cuando Alcira se fue de la pieza siguieron viéndose. Burgos, con la verborragia propia de las homicidas que confiesan, siguió así su relato: discutían porque ella quería "concretar" y él dudaba. Durante febrero, la familia Burgos se había ido de vacaciones a Necochea. Jorge Eduardo quedó solo en su casa. Burgos narró los paseos de la pareja durante aquel verano. Las visitas al departamento. La discusión, aquella noche de febrero en Montes de Oca. La carta de otro hombre que él había descubierto en un libro que tenía Alcira en la cartera. La pelea feroz, los dientes de ella apretándole un dedo. La furia de él, que para desprenderse le aprieta el cuello, y la caída. El pánico, cuando se da cuenta de que ella no respira. El cuerpo desnudo de Alcira en la bañera, Burgos que se saca la ropa para descuartizarla. Las ocho horas que le lleva cortarla en pedazos. Los paquetes. Los viajes en colectivo para arrojar los bultos en distintos lugares.
Un hombre enjaulado: El comisario Plácido Donato, hoy retirado, que había ingresado poco antes a la Policía Federal, recuerda a Burgos detenido.
-Estaba sentado, temblando como un chico, con los ojos cerrados, los dientes apretados -recuerda Donato-. Lo descubrí cuando me mandaron a cuidarlo. La policía temía que pudiera suicidarse. Llegaban policías desde todos lados para observar al curioso ejemplar de hombre enjaulado. Algo que ocurrió imprevistamente me llenó de piedad. El "curioso ejemplar" me tocó el brazo levemente. Una lágrima corría por su rostro. Burgos me susurró: "Papá. Mamá. Ellos estaban en Necochea. Felices estaban. Mire ahora qué lío."
A mediados de marzo de 1955, la policía llevó a Burgos a Montes de Oca 280 para que reconstruyera el crimen. Una mujer policía cumplió el rol de Alcira. El asesino volvió a narrar minuciosamente sus pasos. Cuando se difundió entre el vecindario la noticia de que él estaba allí, se reunió una verdadera multitud que pretendía lincharlo. La policía tuvo que empeñarse para protegerlo.
Durante los meses siguientes, los porteños siguieron hablando del caso Burgos.
Los martes y viernes se publicaba la revista Ahora, especializada en crímenes y noticias del espectáculo. Estaba muy mal impresa, aun para la época. Sin embargo, la compraban con puntualidad miles de lectores. Ahora dedicó muchas páginas al crimen y todos sus avatares.
Los dos bandos: Mientras el caso se dilucidaba en los Tribunales, se desenvolvió otro capítulo del crimen. La sociedad se dividió entre los que apoyaban a Alcira y los que eran partidarios de Burgos. Comenzaron a llegar a la redacción de Ahora cartas de lectores que se identificaban con uno u otro. Para algunos, Alcira Methyger, doméstica, provinciana, había sido engañada por un joven culto y de buenos medios económicos. Jorge Burgos representaba, para esos lectores, el prototipo del seductor irresponsable, del rico que, tras divertirse con una "morochita", la había asesinado y, sin la menor piedad, luego la había despedazado.
Otros lectores, en cambio, simpatizaban con Burgos: Alcira era una arribista que había embaucado a un buen muchacho, tímido, apocado, culto, al que la pasión perdió. Dando por descontado que el crimen de Burgos había sido preterintencional (no deseado), como alegaba el asesino, muchos lectores lo veían más cómo víctima que como verdugo.
No hace falta mucha perspicacia para vislumbrar en esta polémica el conflicto social latente en la Argentina de 1955, dividida en dos mitades irreconciliables: peronistas y antiperonistas, cabecitas negras y gorilas. Se incubaba un otoño en el que aquella división estallaría con violencia.
La historia barrió con las peripecias del crimen de Burgos. Al mediodía del 16 de junio de 1955, aviones navales sobrevolaron la Plaza de Mayo y bombardearon la Casa de Gobierno. Intentaban asesinar al presidente Juan Domingo Perón. Centenares de personas, peatones y manifestantes, cayeron muertos en la Plaza de Mayo. La revista Ahora dedicó sus páginas principales a las espeluznantes fotos de esta masacre. Del caso Burgos no volvió a hablar.
El 16 de septiembre de ese mismo año, un golpe militar echó a Perón. Y un mes después, el 19 de octubre, salió a la calle una nueva publicación con las mismas características de la anterior. Se llamaba Así y la dirigía Héctor Ricardo García. Pero el caso Burgos ya no volvería a las primeras planas.
El juez de sentencia lo condenó a veinte años de prisión por homicidio simple. El descuartizamiento, conforme a la teoría sentada en el caso Donatelli, no era una forma de crueldad sino el intento de escapar del castigo. El magistrado debía aplicar la pena optando entre los extremos que señala el artículo 79 del Código Penal para la figura de homicidio: de 8 a 25 años. Lo condenó a 20.
Cuando el caso llegó a la Cámara, los argumentos de Burgos -su explicación sobre la pelea y su perfil de buen ciudadano- pesaron. La Cámara rebajó su pena a 14 años.
En la cárcel observó una conducta ejemplar. Se convirtió en un hombre religioso.
Por eso, en 1965 fue beneficiado por la libertad condicional. Había permanecido diez años y ocho meses en prisión. Burgos regresó a la casa de Montes de Oca. Se negó sistemáticamente a hablar con los periodistas que lo acosaban. Sólo recibió a un redactor y a un fotógrafo de Primera Plana, con los que habló en el comedor del departamento. No les permitió pasar al baño en el que había descuartizado a Alcira.
Extrañas coincidencias: Primero fue el horror. Pero después el caso Burgos provocó la fascinación de varios escritores. Era un crimen "literario": ¿por qué? Su diseño parecía un desafío a la sociedad o el juego de una mente perversa. También llamó la atención la extraña coincidencia de nombres. El ensayista Jorge B. Rivera escribió en 1991: "Sólo ahora, con el paso de los años, podemos advertir una simetría curiosa, prescindible o caprichosamente erudita, que en aquellos días era secreta o puramente premonitoria: el nombre Jorge Burgos, un corredor de libros homicida, prefigura el de Jorge de Burgos, el asesino múltiple de El nombre de la rosa, que custodia una biblioteca y un libro (y se enlaza con el de Jorge Luis Borges, bibliotecario y escrutador de grandes figuras universales de la infamia)".
El nombre de la rosa, la novela que Umberto Eco publicó en 1980, nació en Buenos Aires, en una librería de viejo de la calle Corrientes, donde Eco encontró un manuscrito. Hecho que Jorge Luis Borges, de quien Eco se reconoció lector devoto, usó varias veces. Constitución y Barracas, los barrios donde transcurrió el caso Burgos, fueron escenarios recurrentes en las ficciones de Borges. Una de sus obras maestras, el cuento El Aleph, comienza en la estación Constitución, en cuyo bar solían encontrarse Alcira y Burgos. El Aleph era un objeto que contenía el universo entero y Borges lo situó en la calle Garay, la misma en la que vivió Alcira Methyger cuando vino de Salta. El parque Lezama, por cuyas avenidas pasearon de la mano Burgos y Alcira, también vio pasar, quizás unos años antes, al joven Borges con su novia Estela Canto.
Como contagiados por este clima literario, varios de los protagonistas de esta historia escribieron sobre ella. El comisario Evaristo Manuel Urricelqui, a quien sus acólitos llamaban El Vasco, ya jubilado, publicó algunos libros de cuentos. Otro Evaristo -Meneses- se convirtió algo después en célebre policía: en 1955 era detective de la sección Capturas y participó en algunas diligencias del caso Burgos. En sus memorias, publicadas en 1962, da su versión de este caso. Gracias a Meneses, que integraba la comisión que allanó la vivienda de Burgos en la avenida Montes de Oca, conocemos algunos de los títulos que guardaba la biblioteca del asesino: The Criminal Law, Best Crimes Stories, Murder Charge, Murder and Treason, Dead Wight, If I should Murder. La mayoría de estos libros, señala Meneses, "se referían a crímenes de mujeres, por lo que separé más de cuarenta". Aun resta otra sorpresa. En esa biblioteca estaba El asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, uno de los libros que más le gustaban a Borges
Otro policía escritor, Plácido Donato, evocó el crimen de Alcira Methyger en sus Confesiones de un comisario. El propio Burgos no se quedó atrás. Mientras esperaba la sentencia definitiva, publicó un libro de 64 páginas titulado Yo no maté a Alcira. Llevaba el sello de la ignota editorial BM y la tapa estaba ilustrada con la foto del autor y este subtítulo: Escrito desde la cárcel. El volumen, hoy ávidamente buscado por los coleccionistas, es un relato bastante rosa de los amores entre Burgos y Alcira. Su autor reitera lo que dijo siempre: Alcira y él pelearon, ella le mordió un dedo, él sin darse cuenta le apretó la garganta, para percatarse luego de que ella había muerto. Luego, dominado por el pánico, la descuartizó.
La hipótesis del asesino serial: ¿Fue Burgos víctima de las circunstancias? ¿Era un buen hombre al que un momento de locura arruinó la vida? ¿O fue uno de los más peligrosos e inteligentes asesinos al que sólo una brillante investigación impidió cometer el crimen perfecto? Plácido Donato, en su despacho de directivo de Argentores, evoca no sólo su memoria personal del caso, sino sus muchas conversaciones con Urricelqui y demás policías que lo resolvieron. El autor de varios libros hoy agotados, además de guiones de TV y cómics, revela al cronista un dato que nadie consignó.
-Cuando la comisión apresó a Burgos en el tren que iba a Mar del Plata, el asesino no iba a descansar, como él mismo decía.
-¿A qué iba?
-Iba a "terminar" con una íntima amiga de Alcira.
Alvaro Abos / Diario La Nacion / Argentina 2006
Sin embargo, aquel verano que pintaba para aburrido sería luego recordado como. el verano del crimen.
La mañana del viernes 19 de febrero de 1955, en un paraje llamado Loma Hermosa, a cuatrocientos metros de la estación Hurlingham, en el noroeste del Gran Buenos Aires, un cura que caminaba cerca de la fábrica de cajas de cartón La Holandesa había encontrado el torso de una mujer descuartizada.
La luz roja se encendió en las redacciones. El viernes siguiente, 26 de febrero, en un desolado rincón del sur de la ciudad, donde se juntan la avenida Cruz y la calle Pedernera, se encontró un envoltorio similar: eran las dos extremidades inferiores, desde el pie hasta la rodilla, además de un muslo.
El horror se desató en Buenos Aires cuando, pocas horas después, un marinero de la chata Sheop, que navegaba por el Riachuelo, avistó un objeto raro que flotaba a la altura de la calle Martín Rodríguez. La Prefectura rescató un canasto de alambre con el consabido paquete: contenía una cabeza de mujer, los brazos, alguna ropa.
Comenzaron a circular todo tipo de rumores. ¿Eran los restos de una única mujer o de varias? ¿La ciudad estaba amenazada por un asesino feroz, un Jack el Destripador porteño? La prensa filtraba con cuentagotas detalles macabros que erizaban a la población y multiplicaban la psicosis. El asesino había limado las yemas de los dedos de su víctima. Los envoltorios no tenían ni una gota de sangre. ¿Dónde había sido asesinada? Una primera conclusión se imponía: la habían matado, desangrado y después cortado en partes.
Se convocó a los mejores forenses, como el doctor Francisco Fablet, para que analizaran los restos. El médico respondía así las preguntas de la prensa:
-¿Cómo fue despedazada la mujer?
-Con un serrucho y por lo menos dos cuchillos. La cabeza fue seccionada en el nivel de la quinta vértebra cervical.
-¿El asesino tenía conocimientos para realizar esas mutilaciones?
-Podría ser, pero no es seguro.
Muñeca rota: En la Morgue Judicial de la calle Viamonte, los restos fueron "rearmados" como pedazos de una muñeca rota. La cabeza había estado sumergida en el agua del Riachuelo varias semanas. Ni siquiera se distinguía el color de los cabellos. Algunos porteños hicieron horas de cola en la puerta de la Morgue para ver el cuerpo.
Los cirujanos del hospital Argerich advirtieron un detalle revelador. La mujer muerta tenía una cicatriz en el hombro que sólo podía provenir de una operación poco común: una osteosíntesis, destinada a solucionar una fractura de clavícula. Había dos cirujanos que practicaban esta cirugía en la Argentina. Así fue identificada la mujer cortada en pedazos.
Se llamaba Alcira Methyger. Veintisiete años. Nacida en Salta. Empleada doméstica. Había sufrido un accidente de tránsito en 1954, por el cual había sido operada. Ultimo domicilio conocido, Bernardo de Irigoyen al 1500, la casa de sus patrones, una familia que veraneaba todo el mes de febrero en Mar del Plata. Antes, Alcira había vivido en el Hotel Gran Sur, de la calle Chacabuco, frecuentado por trabajadores del interior. Allí aún habitaba Ana Urbana Methyger, también doméstica.
-¿Usted es la hermana de Alcira Methyger? -preguntó el comisario Evaristo Urricelqui, jefe de Homicidios.
-Sí, ¿por qué?, ¿qué pasó?
Una Ana Urbana Methyger en estado de shock reveló que Alcira tenía varios novios. El último se llamaba Ramaroso, y fue detenido en un espectacular procedimiento, pero nada tenía que ver con el crimen.
Al fracasar la pista de Ramaroso, los investigadores apuntaron a un hombre de 36 años llamado Jorge Eduardo Burgos. Trabajaba como corredor de una pequeña empresa papelera y encuadernadora, propiedad del padre. Estaba relacionado hacía diez años con la Methyger y era muy conocido por los allegados de ésta. Ana Urbana Metyhger se lo señaló a la policía y lo mismo hizo Berta Saavedra, otra amiga íntima de la infortunada, también doméstica, que estaba en Mar del Plata y que agregó este detalle: Alcira era pretendida por Jorge Eduardo, pero ella lo había rechazado porque en su vida había aparecido "otro hombre".
Burgos vivía con sus padres en un departamento del tercer piso en la avenida Montes de Oca 280. Tenía un buen nivel cultural, ya que había terminado el secundario y luego había completado el estudio de varios idiomas, en especial el inglés. La policía se dirigió al domicilio de los Burgos. Era el 16 de marzo de 1955. En la casa vivía también una hermana bastante más joven. Para la familia fue una sorpresa tremenda que la policía buscara al hijo mayor.
Pero, ¿dónde estaba Burgos?
Había viajado a Mar del Plata para pasar una temporada de descanso. Iba en El Marplatense, el tren nocturno que paraba en Dolores y en Maipú. Varias comisiones salieron para allá, perforando la noche de marzo en la llanura. Cuando los coches frenaron en la estación de Dolores, se alejaba el farol rojo del último vagón.
Redoblaron la carrera y llegaron a Maipú a tiempo. No querían delatar su presencia. La policía no sabía con quién iba a encontrarse. ¿Quizá con un hombre violento que vendería cara su libertad? Pronto individualizaron a la presa: un hombrecillo de rostro mofletudo y anteojos de intelectual que dormitaba tranquilo en su asiento. Urricelqui y los demás detectives lo detuvieron cuando el tren llegó a Mar del Plata y lo llevaron de vuelta a Buenos Aires, donde quedó detenido en el Departamento de Policía.
Burgos habló. Conocía a Alcira desde el año 1944, cuando ella, recién llegada de Salta, alquiló una pieza en el departamento de la familia de él. Cuando Alcira se fue de la pieza siguieron viéndose. Burgos, con la verborragia propia de las homicidas que confiesan, siguió así su relato: discutían porque ella quería "concretar" y él dudaba. Durante febrero, la familia Burgos se había ido de vacaciones a Necochea. Jorge Eduardo quedó solo en su casa. Burgos narró los paseos de la pareja durante aquel verano. Las visitas al departamento. La discusión, aquella noche de febrero en Montes de Oca. La carta de otro hombre que él había descubierto en un libro que tenía Alcira en la cartera. La pelea feroz, los dientes de ella apretándole un dedo. La furia de él, que para desprenderse le aprieta el cuello, y la caída. El pánico, cuando se da cuenta de que ella no respira. El cuerpo desnudo de Alcira en la bañera, Burgos que se saca la ropa para descuartizarla. Las ocho horas que le lleva cortarla en pedazos. Los paquetes. Los viajes en colectivo para arrojar los bultos en distintos lugares.
Un hombre enjaulado: El comisario Plácido Donato, hoy retirado, que había ingresado poco antes a la Policía Federal, recuerda a Burgos detenido.
-Estaba sentado, temblando como un chico, con los ojos cerrados, los dientes apretados -recuerda Donato-. Lo descubrí cuando me mandaron a cuidarlo. La policía temía que pudiera suicidarse. Llegaban policías desde todos lados para observar al curioso ejemplar de hombre enjaulado. Algo que ocurrió imprevistamente me llenó de piedad. El "curioso ejemplar" me tocó el brazo levemente. Una lágrima corría por su rostro. Burgos me susurró: "Papá. Mamá. Ellos estaban en Necochea. Felices estaban. Mire ahora qué lío."
A mediados de marzo de 1955, la policía llevó a Burgos a Montes de Oca 280 para que reconstruyera el crimen. Una mujer policía cumplió el rol de Alcira. El asesino volvió a narrar minuciosamente sus pasos. Cuando se difundió entre el vecindario la noticia de que él estaba allí, se reunió una verdadera multitud que pretendía lincharlo. La policía tuvo que empeñarse para protegerlo.
Durante los meses siguientes, los porteños siguieron hablando del caso Burgos.
Los martes y viernes se publicaba la revista Ahora, especializada en crímenes y noticias del espectáculo. Estaba muy mal impresa, aun para la época. Sin embargo, la compraban con puntualidad miles de lectores. Ahora dedicó muchas páginas al crimen y todos sus avatares.
Los dos bandos: Mientras el caso se dilucidaba en los Tribunales, se desenvolvió otro capítulo del crimen. La sociedad se dividió entre los que apoyaban a Alcira y los que eran partidarios de Burgos. Comenzaron a llegar a la redacción de Ahora cartas de lectores que se identificaban con uno u otro. Para algunos, Alcira Methyger, doméstica, provinciana, había sido engañada por un joven culto y de buenos medios económicos. Jorge Burgos representaba, para esos lectores, el prototipo del seductor irresponsable, del rico que, tras divertirse con una "morochita", la había asesinado y, sin la menor piedad, luego la había despedazado.
Otros lectores, en cambio, simpatizaban con Burgos: Alcira era una arribista que había embaucado a un buen muchacho, tímido, apocado, culto, al que la pasión perdió. Dando por descontado que el crimen de Burgos había sido preterintencional (no deseado), como alegaba el asesino, muchos lectores lo veían más cómo víctima que como verdugo.
No hace falta mucha perspicacia para vislumbrar en esta polémica el conflicto social latente en la Argentina de 1955, dividida en dos mitades irreconciliables: peronistas y antiperonistas, cabecitas negras y gorilas. Se incubaba un otoño en el que aquella división estallaría con violencia.
La historia barrió con las peripecias del crimen de Burgos. Al mediodía del 16 de junio de 1955, aviones navales sobrevolaron la Plaza de Mayo y bombardearon la Casa de Gobierno. Intentaban asesinar al presidente Juan Domingo Perón. Centenares de personas, peatones y manifestantes, cayeron muertos en la Plaza de Mayo. La revista Ahora dedicó sus páginas principales a las espeluznantes fotos de esta masacre. Del caso Burgos no volvió a hablar.
El 16 de septiembre de ese mismo año, un golpe militar echó a Perón. Y un mes después, el 19 de octubre, salió a la calle una nueva publicación con las mismas características de la anterior. Se llamaba Así y la dirigía Héctor Ricardo García. Pero el caso Burgos ya no volvería a las primeras planas.
El juez de sentencia lo condenó a veinte años de prisión por homicidio simple. El descuartizamiento, conforme a la teoría sentada en el caso Donatelli, no era una forma de crueldad sino el intento de escapar del castigo. El magistrado debía aplicar la pena optando entre los extremos que señala el artículo 79 del Código Penal para la figura de homicidio: de 8 a 25 años. Lo condenó a 20.
Cuando el caso llegó a la Cámara, los argumentos de Burgos -su explicación sobre la pelea y su perfil de buen ciudadano- pesaron. La Cámara rebajó su pena a 14 años.
En la cárcel observó una conducta ejemplar. Se convirtió en un hombre religioso.
Por eso, en 1965 fue beneficiado por la libertad condicional. Había permanecido diez años y ocho meses en prisión. Burgos regresó a la casa de Montes de Oca. Se negó sistemáticamente a hablar con los periodistas que lo acosaban. Sólo recibió a un redactor y a un fotógrafo de Primera Plana, con los que habló en el comedor del departamento. No les permitió pasar al baño en el que había descuartizado a Alcira.
Extrañas coincidencias: Primero fue el horror. Pero después el caso Burgos provocó la fascinación de varios escritores. Era un crimen "literario": ¿por qué? Su diseño parecía un desafío a la sociedad o el juego de una mente perversa. También llamó la atención la extraña coincidencia de nombres. El ensayista Jorge B. Rivera escribió en 1991: "Sólo ahora, con el paso de los años, podemos advertir una simetría curiosa, prescindible o caprichosamente erudita, que en aquellos días era secreta o puramente premonitoria: el nombre Jorge Burgos, un corredor de libros homicida, prefigura el de Jorge de Burgos, el asesino múltiple de El nombre de la rosa, que custodia una biblioteca y un libro (y se enlaza con el de Jorge Luis Borges, bibliotecario y escrutador de grandes figuras universales de la infamia)".
El nombre de la rosa, la novela que Umberto Eco publicó en 1980, nació en Buenos Aires, en una librería de viejo de la calle Corrientes, donde Eco encontró un manuscrito. Hecho que Jorge Luis Borges, de quien Eco se reconoció lector devoto, usó varias veces. Constitución y Barracas, los barrios donde transcurrió el caso Burgos, fueron escenarios recurrentes en las ficciones de Borges. Una de sus obras maestras, el cuento El Aleph, comienza en la estación Constitución, en cuyo bar solían encontrarse Alcira y Burgos. El Aleph era un objeto que contenía el universo entero y Borges lo situó en la calle Garay, la misma en la que vivió Alcira Methyger cuando vino de Salta. El parque Lezama, por cuyas avenidas pasearon de la mano Burgos y Alcira, también vio pasar, quizás unos años antes, al joven Borges con su novia Estela Canto.
Como contagiados por este clima literario, varios de los protagonistas de esta historia escribieron sobre ella. El comisario Evaristo Manuel Urricelqui, a quien sus acólitos llamaban El Vasco, ya jubilado, publicó algunos libros de cuentos. Otro Evaristo -Meneses- se convirtió algo después en célebre policía: en 1955 era detective de la sección Capturas y participó en algunas diligencias del caso Burgos. En sus memorias, publicadas en 1962, da su versión de este caso. Gracias a Meneses, que integraba la comisión que allanó la vivienda de Burgos en la avenida Montes de Oca, conocemos algunos de los títulos que guardaba la biblioteca del asesino: The Criminal Law, Best Crimes Stories, Murder Charge, Murder and Treason, Dead Wight, If I should Murder. La mayoría de estos libros, señala Meneses, "se referían a crímenes de mujeres, por lo que separé más de cuarenta". Aun resta otra sorpresa. En esa biblioteca estaba El asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, uno de los libros que más le gustaban a Borges
Otro policía escritor, Plácido Donato, evocó el crimen de Alcira Methyger en sus Confesiones de un comisario. El propio Burgos no se quedó atrás. Mientras esperaba la sentencia definitiva, publicó un libro de 64 páginas titulado Yo no maté a Alcira. Llevaba el sello de la ignota editorial BM y la tapa estaba ilustrada con la foto del autor y este subtítulo: Escrito desde la cárcel. El volumen, hoy ávidamente buscado por los coleccionistas, es un relato bastante rosa de los amores entre Burgos y Alcira. Su autor reitera lo que dijo siempre: Alcira y él pelearon, ella le mordió un dedo, él sin darse cuenta le apretó la garganta, para percatarse luego de que ella había muerto. Luego, dominado por el pánico, la descuartizó.
La hipótesis del asesino serial: ¿Fue Burgos víctima de las circunstancias? ¿Era un buen hombre al que un momento de locura arruinó la vida? ¿O fue uno de los más peligrosos e inteligentes asesinos al que sólo una brillante investigación impidió cometer el crimen perfecto? Plácido Donato, en su despacho de directivo de Argentores, evoca no sólo su memoria personal del caso, sino sus muchas conversaciones con Urricelqui y demás policías que lo resolvieron. El autor de varios libros hoy agotados, además de guiones de TV y cómics, revela al cronista un dato que nadie consignó.
-Cuando la comisión apresó a Burgos en el tren que iba a Mar del Plata, el asesino no iba a descansar, como él mismo decía.
-¿A qué iba?
-Iba a "terminar" con una íntima amiga de Alcira.
Alvaro Abos / Diario La Nacion / Argentina 2006
Traficantes de recuerdos
En 1992, en el estado de Missouri, Estados Unidos, un psiquiatra aplicó a una de sus pacientes, una mujer de 22 años, una terapia para recuperar recuerdos reprimidos. La mujer recordó que durante su niñez y adolescencia, su padre la había violado repetidas veces, la había dejado embarazada y la había obligado a abortar. El incidente llegó hasta los medios y se hizo público. El padre de la mujer, que era sacerdote, tuvo que renunciar a su cargo. Poco después, un examen médico reveló que ella era virgen y nunca había estado embarazada. La mujer demandó al psiquiatra. Y lo condenaron a pagar un millón de dólares.
Esta historia no es un caso aislado. Entre fines de los años ’80 y comienzos de los ’90, en Estados Unidos y Canadá, miles de personas sometidas a terapias de memoria reprimida recordaron que durante la infancia un pariente cercano había abusado sexualmente de ellas. Hubo muchos juicios y muchas personas fueron enviadas a prisión por crímenes que no cometieron (en Estados Unidos, la declaración de la víctima se considera prueba suficiente para condenar a un sospechoso).
En la mayoría de los casos, los recuerdos habían sido implantados en la mente de los pacientes en forma no intencional, durante sesiones de terapia de memoria reprimida. Cuando esto se empezó a revelar, la situación se invirtió y muchos profesionales fueron demandados y condenados a pagar sumas millonarias.
Falsos recuerdos verdaderos: Según cierta teoría psicológica, cuando alguien pasa por una experiencia muy desagradable, la mente reprime el recuerdo. La persona no recuerda lo ocurrido, pero la memoria reprimida afecta su vida cotidiana. Una forma de superar esto, afirma la teoría, es hacer que la conciencia recupere los recuerdos mediante hipnosis, análisis de sueños, aplicación de suero de la verdad y otros métodos.
Se ha estimado que la cuarta parte de los psicólogos estadounidenses y británicos aceptan la existencia de la memoria reprimida y aplican tratamientos para revertirla. Pero la mayoría piensa que esa idea carece de fundamento científico. Se ha demostrado una y otra vez, en experimentos controlados, que los métodos usados para recuperar esa supuesta memoria suelen implantar en la gente recuerdos confusos, erróneos o inexistentes. Sin embargo, en la mente de las personas afectadas estos recuerdos son tan verdaderos como los recuerdos normales.
En un artículo aparecido en la revista Skeptical Inquirer, Martin Gardner reseña otras consecuencias trágicas de lo que ahora se llama el “síndrome de la falsa memoria”. Los falsos recuerdos no se limitan a casos de abuso sexual, otros pacientes creyeron haber participado en cultos satánicos, sacrificios humanos y actos de canibalismo. Algunos se convencieron de haber sido secuestrados y torturados por extraterrestres. Otra variante se debe a ciertos psiquiatras New Age, que logran que la gente recuerde lo que ellos suponen son reencarnaciones pasadas o futuras. Gracias a este tipo de terapia, la actriz Shirley McLaine dice haber recordado sus aventuras en vidas anteriores.
Perdidos en el supermercado: Crear falsas memorias no es tan difícil como uno podría imaginar. La psicóloga experimental Elizabeth Loftus (actualmente en la Universidad de Washington) ha demostrado que a veces es muy fácil implantar falsos recuerdos. Uno de los experimentos realizados por Loftus consistía en contarle a un voluntario varios sucesos reales ocurridos durante su infancia y luego uno falso. En el falso relato, se le decía que una vez había acompañado a su madre a un supermercado, se había perdido y alguien lo había ayudado a reencontrarse con ella. El experimento incluía la presencia de un pariente cercano del voluntario, que confirmaba la veracidad de la anécdota. En los días siguientes, se interrogaba al voluntario acerca del incidente en el supermercado y se lo alentaba a recordar todos los detalles posibles. Sorprendentemente, el voluntario empezaba a “recordar” cosas que nadie le había mencionado, como el aspecto y la ropa de la persona que lo había ayudado a encontrar a su madre. Cuando finalmente le confesaban que la historia del supermercado era falsa, el voluntario se negaba a creerlo. Varios investigadores han repetido con éxito este tipo de experimentos.
En 1999, a causa de la investigación del caso de una jovencita que había acusado equivocadamente a su madre de abuso sexual, Loftus y su colega Melvin Guyer, de la Universidad de Michigan, fueron acusados por sus respectivas universidades de faltar a los principios éticos de su profesión. Al final, ambos fueron declarados inocentes, pero durante varios meses la pasaron muy mal. Un comité investigador declaró que Loftus no había cometido mala conducta académica, pero recomendó a las autoridades de la universidad donde ella trabajaba que la reprendieran y la hicieran asistir a un programa de educación sobre ética profesional.
Recién en 2001, el decano de la universidad le envió una carta donde la exoneraba definitivamente de todos los cargos. Eso ocurrió un mes después de que Loftus recibiera el prestigioso premio William James, otorgado por la Sociedad Psicológica Americana para honrar la trayectoria de sus miembros más brillantes.
Raúl Alzogaray
© 2000-2006 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Todos los Derechos Reservados
Esta historia no es un caso aislado. Entre fines de los años ’80 y comienzos de los ’90, en Estados Unidos y Canadá, miles de personas sometidas a terapias de memoria reprimida recordaron que durante la infancia un pariente cercano había abusado sexualmente de ellas. Hubo muchos juicios y muchas personas fueron enviadas a prisión por crímenes que no cometieron (en Estados Unidos, la declaración de la víctima se considera prueba suficiente para condenar a un sospechoso).
En la mayoría de los casos, los recuerdos habían sido implantados en la mente de los pacientes en forma no intencional, durante sesiones de terapia de memoria reprimida. Cuando esto se empezó a revelar, la situación se invirtió y muchos profesionales fueron demandados y condenados a pagar sumas millonarias.
Falsos recuerdos verdaderos: Según cierta teoría psicológica, cuando alguien pasa por una experiencia muy desagradable, la mente reprime el recuerdo. La persona no recuerda lo ocurrido, pero la memoria reprimida afecta su vida cotidiana. Una forma de superar esto, afirma la teoría, es hacer que la conciencia recupere los recuerdos mediante hipnosis, análisis de sueños, aplicación de suero de la verdad y otros métodos.
Se ha estimado que la cuarta parte de los psicólogos estadounidenses y británicos aceptan la existencia de la memoria reprimida y aplican tratamientos para revertirla. Pero la mayoría piensa que esa idea carece de fundamento científico. Se ha demostrado una y otra vez, en experimentos controlados, que los métodos usados para recuperar esa supuesta memoria suelen implantar en la gente recuerdos confusos, erróneos o inexistentes. Sin embargo, en la mente de las personas afectadas estos recuerdos son tan verdaderos como los recuerdos normales.
En un artículo aparecido en la revista Skeptical Inquirer, Martin Gardner reseña otras consecuencias trágicas de lo que ahora se llama el “síndrome de la falsa memoria”. Los falsos recuerdos no se limitan a casos de abuso sexual, otros pacientes creyeron haber participado en cultos satánicos, sacrificios humanos y actos de canibalismo. Algunos se convencieron de haber sido secuestrados y torturados por extraterrestres. Otra variante se debe a ciertos psiquiatras New Age, que logran que la gente recuerde lo que ellos suponen son reencarnaciones pasadas o futuras. Gracias a este tipo de terapia, la actriz Shirley McLaine dice haber recordado sus aventuras en vidas anteriores.
Perdidos en el supermercado: Crear falsas memorias no es tan difícil como uno podría imaginar. La psicóloga experimental Elizabeth Loftus (actualmente en la Universidad de Washington) ha demostrado que a veces es muy fácil implantar falsos recuerdos. Uno de los experimentos realizados por Loftus consistía en contarle a un voluntario varios sucesos reales ocurridos durante su infancia y luego uno falso. En el falso relato, se le decía que una vez había acompañado a su madre a un supermercado, se había perdido y alguien lo había ayudado a reencontrarse con ella. El experimento incluía la presencia de un pariente cercano del voluntario, que confirmaba la veracidad de la anécdota. En los días siguientes, se interrogaba al voluntario acerca del incidente en el supermercado y se lo alentaba a recordar todos los detalles posibles. Sorprendentemente, el voluntario empezaba a “recordar” cosas que nadie le había mencionado, como el aspecto y la ropa de la persona que lo había ayudado a encontrar a su madre. Cuando finalmente le confesaban que la historia del supermercado era falsa, el voluntario se negaba a creerlo. Varios investigadores han repetido con éxito este tipo de experimentos.
En 1999, a causa de la investigación del caso de una jovencita que había acusado equivocadamente a su madre de abuso sexual, Loftus y su colega Melvin Guyer, de la Universidad de Michigan, fueron acusados por sus respectivas universidades de faltar a los principios éticos de su profesión. Al final, ambos fueron declarados inocentes, pero durante varios meses la pasaron muy mal. Un comité investigador declaró que Loftus no había cometido mala conducta académica, pero recomendó a las autoridades de la universidad donde ella trabajaba que la reprendieran y la hicieran asistir a un programa de educación sobre ética profesional.
Recién en 2001, el decano de la universidad le envió una carta donde la exoneraba definitivamente de todos los cargos. Eso ocurrió un mes después de que Loftus recibiera el prestigioso premio William James, otorgado por la Sociedad Psicológica Americana para honrar la trayectoria de sus miembros más brillantes.
Raúl Alzogaray
© 2000-2006 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Todos los Derechos Reservados
"Tenemos que pasar de la tolerancia a la solidaridad"
En 1990 el sociólogo polaco Zygmunt Bauman tomó dos decisiones importantes: abandonó su claustro en la Universidad de Leeds y empezó a hacerse cargo de la cocina del hogar.
Los resultados fueron inmediatos. En el caso más asombroso de florecimiento tardío del mundo académico, pasados los 80 años y sacando prácticamente un libro anual, se ha convertido, desde entonces, en la "nueva" estrella de la sociología contemporánea. Sus conceptos -"modernidad líquida", "residuos humanos" y "poblaciones superfluas"- revolucionaron el campo sociológico y hoy es considerado una eminencia entre sus pares. Además, los libros de Bauman -quien sobre los problemas del mundo de hoy dice que hay que pasar de la tolerancia a la solidaridad, y, sobre la sociología dice que hoy es imprescindible para la gente común- son bestsellers leídos por un público muy general y donde sea que da una conferencia recibe tratamiento de estrella pop.
El otro resultado es que cualquiera que vaya a entrevistarlo a su casa, en Inglaterra, recibirá, junto a la taza de té de rigor, sus pastelitos recién horneados. Pero esta entrevista se realiza en Barcelona -vino a presentar la traducción al castellano de su libro "Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias" (Paidós)-, donde el bar del hotel está cerrado y no hay ni un café para ofrecer. A pesar de las afirmaciones de esta redactora de que viene de un almuerzo y realmente no necesita nada, la cara de angustia del autor de clásicos como "Modernidad y Holocausto", "La globalización: consecuencias humanas", "Trabajo, consumismo y los nuevos pobres", "Modernidad líquida" y "La modernidad sitiada" no desaparecerá hasta que, casi al despedirnos, finalmente se materialice un mozo.
Su angustia también se debe a que después, a la tarde, lo espera una conferencia sobre la inmigración, justo cuando los titulares de la prensa del día dan cuenta de un rechazo generalizado hacia el fenómeno de los inmigrantes.
Como siempre, Bauman tiene una visión muy original para explicarlo: "Los inmigrantes, y en particular los buscadores de asilo, son una caricatura de la elite global", subraya.
-¿Qué pueden tener que ver las personas más ricas con las más pobres del planeta? -Se comportan de manera exactamente igual. La elite global sale de la nada, compra la compañía donde uno trabaja, racionaliza, despide a la mitad y es una fuerza que uno no puede ver, cuyas decisiones se toman en países distantes del propio. Es la fuente de incertidumbre de nuestra vida cotidiana. Uno puede estar disfrutando del momento, con buena relación con amigos, jefes y colegas, pero a la noche empiezan las pesadillas: ¿qué pasaría si perdiéramos el trabajo? ¿Si a nuestra pareja la transfirieran a otra ciudad? La fuente de nuestras angustias es la globalización de la industria financiera, del mercado de capitales, del comercio, pero todo esto son nociones abstractas que uno no puede controlar. En cambio, al inmigrante se lo ve. Está ahí. Pero como todos estos conceptos abstractos, sale de la nada, no pertenece y puede resultar una sorpresa desagradable. Entonces, la reacción natural es hacer algo sobre la parte de nuestra vida que sí controlamos.
-¿Por ejemplo? -Uno no puede escribirle a Rodríguez Zapatero y pedirle que pare el comercio internacional, porque el país sería severamente castigado, pero sí que dicte nuevas leyes para fortalecer las fronteras o que redoble el muro en Ceuta y en Melilla. Es como el viejo chiste del borracho que está buscando algo bajo un poste de luz. Un hombre que pasa le pregunta qué busca y él responde que un billete de veinte euros que perdió. "¿Lo perdió aquí?", pregunta el hombre. "No, en la otra cuadra", responde el borracho. "¿Entonces por qué lo busca aquí?", insiste el desconocido. "¡Porque aquí hay luz!" Bueno, todos nosotros estamos buscando la solución a nuestros problemas en el lugar equivocado, simplemente porque es lo que podemos ver. Sobre las compañías internacionales sólo podemos leer en los diarios, pero al vecino de un país pobre lo podemos correr para que se vaya.
-¿Cómo ve usted lo que ocurrió recientemente con la violencia en los suburbios franceses? -En Francia se combinaron dos problemas. Por un lado, están los millones de jóvenes que inmigraron buscando el trabajo y la dignidad humana que no encontraban en Marruecos, Túnez y el desierto del Magreb en general, y que son los típicos residuos humanos, porque al no poder acomodarse a las fuerzas de la modernización que afectaron a su país de origen, su existencia se transformó en redundante. En todo el mundo la globalización dejó grupos de gente afuera, que no se pudieron acomodar. Pero en Francia esto se combinó con la tradición republicana, y eso fue un cóctel explosivo.
-¿Por qué? -Porque según esa tradición cualquiera que tenga pasaporte francés es francés, aunque venga de otro país, y no se lo debería tratar de manera distinta que al resto de los ciudadanos. Esto es una fantasía, pero los ministros de cultura están siempre muy temerosos de que se los acuse de preferir una cultura por sobre la otra, y entonces se muestran completamente indiferentes a los problemas de grupos inmigratorios específicos. Esa es la actitud del gobierno francés ante los problemas sociales. Es interesante que en los ataques de los suburbios franceses el objetivo muchas veces fuera la escuela. Esto es muy simbólico, porque en la escuela todos estos inmigrantes tuvieron buenísimos profesores, que les decían aprendan esto y esto y compórtense de esta manera y tendrán las mismas oportunidades que el resto de los franceses. Pero después salían al merado laboral y por su color de piel, religión o apellido no recibían los puestos de trabajo, y se daban cuenta de que aquello no había sido cierto. Siendo gente racional y bien educada en el excelente sistema educativo francés, estos inmigrantes e hijos de inmigrantes son plenamente conscientes del choque entre el ideal abstracto aplicado a todos y la realidad del multiculturalismo, en la cual hay desigualdad social, económica y de aceptación. Se sintieron, lisa y llanamente, engañados. Por eso vandalizaron las escuelas, curiosamente en el nombre de los valores franceses de igualdad, fraternidad, libertad, en los que fueron educados, pero que nunca vivieron.
-¿Lo mismo podría pasar en Gran Bretaña? -No, jamás. No digo que Gran Bretaña sea mejor, pero sí que existe una larga tradición de que ser británico puede significar ser galés, irlandés o escocés, que se puede ser británico de distintas maneras, hablando distintos idiomas, tener distintas tradiciones históricas y diversas culturas, e igual ser un buen ciudadano británico. Entonces cuando empezó a llegar masivamente gente de las ex colonias, los británicos la recibieron en este marco, entendiendo que hay distintas maneras de ser británico, pero que el Estado debe ayudar a algunos grupos de maneras especiales para su integración. Francia siempre se negó a hacer esto, nunca pudo reconocer que una niña con velo islámico en la escuela puede ser una excelente ciudadana francesa y creer en un Dios distinto.
-Pero esa chica que lleva puesto el velo islámico, ¿hasta dónde es ella la que decide ponérselo y hasta dónde es una imposición familiar, que le dificultará una relación de mayor igualdad con el resto de las alumnas? -Piense usted en dos chicas que están en la misma clase. Una viene de una familia marroquí, la otra de una tradicional familia francesa. No son diferentes: ambas son productos de las presiones de su entorno. Las figuras de autoridad de sus distintas culturas les imponen distintas cosas. A una, que use el velo y que se case con un musulmán; a la otra, que no use el velo, pero que esté delgada, y que no se case con un musulmán, sino con un muchacho cristiano, con dinero y de buena familia. Lo peor es que ahora a las chicas musulmanas se les prohíbe usar el velo con la promesa de que si dejan de usarlo encontrarán las mismas oportunidades de vida que las demás compañeras, y luego, por su origen magrebí, esto no resulta cierto. Ellas ya vieron lo que pasa, ya lo saben, y la imposición es poner sal sobre la herida. La promesa de igualdad, además de la desigualdad que ven en la práctica, es una peligrosa combinación.
-¿Cómo ve a la Argentina y a los países que fueron tradicionalmente inmigratorios? -En los países que son receptores de inmigrantes por naturaleza, donde la familia de casi todo el mundo vino originariamente de otro lugar, la gente está acostumbrada a distintas historias de vida. Francia fue distinta desde la época de Napoleón, que no se declaró emperador de Francia, sino de todos los franceses y de todo lo francés. Nunca existió el reconocimiento al derecho humano de ser diferente. Mis amigos franceses dicen que son tolerantes, pero eso no es suficiente: es una posición de superioridad. El desafío hoy es pasar de la tolerancia a la solidaridad, que no sólo acepta que la gente puede ser diferente, sino que sostiene que la diferencia es algo bueno, que del contacto se aprende y todos salimos enriquecidos. Como los nuevos grupos de inmigrantes en Europa son distintos y, a diferencia de grupos anteriores, van a permanecer distintos, es fundamental que aprendamos esto. Si no, toda Europa eventualmente se convertirá en banlieue, en un suburbio de inmigrantes.
-En su último libro, llama la atención la gran cantidad de referencias que hace a artículos periodísticos. ¿Por qué las hace? -Yo respeto muchísimo a los periodistas. Sobre todo, a los que escriben para periódicos serios. Considero que son mis mejores colegas sociólogos. La sociología académica, por así llamarla, tarda mucho en registrar los fenómenos nuevos. Nos enseñan en la universidad que antes de decir nada tenemos que juntar datos, confirmarlos, hacer regresión estadística, y recién ahí ver a qué tendencia apuntan. Peor aún: para cada tema hay que concursar para los subsidios a la investigación -proceso largo y burocrático, si los hay-, buscar doctorandos que estén en temas afines para armar el equipo para los próximos dos o tres años? Somos como el búho de Minerva, símbolo de la sabiduría, que, como bien dijo Hegel, sólo abre sus alas cuando el día ha terminado. Para cuando un sociólogo saca un libro, la realidad ya está moviéndose en otra dirección. Los periodistas están en la posición exactamente contraria. Van de aquí para allá, y en cuanto intuyen un fenómeno escriben sobre él, sin ponerse a teorizar. Yo intento ubicarme en una posición intermedia. Uso mis herramientas de sociólogo para conectar las cosas, generalizar y sacar conclusiones, pero me baso mucho en artículos periodísticos. Vivimos en una modernidad líquida, lo cual significa que cambia su forma constantemente. La modernidad sólida es como esta mesa. Para romperla hace falta mucha fuerza. Pero la modernidad líquida es como una taza de café: si la ladeamos, el contenido cambia de forma completamente. Me siento muy feliz de explotar a los periodistas, porque son los mejores para registrar la cambiante forma del café al segundo de que algo movió la taza.
-Otra de las características de sus libros es que son accesibles para un público no especializado. ¿Es una búsqueda deliberada? -Cuando yo era un estudiante, la sociología era sobre la ingeniería social, sobre cómo cambiar los comportamientos masivos, y estaba dirigida principalmente a gente en posiciones gerenciales, desde el supervisor de una industria hasta un ministro del Interior. Las preguntas que interesaba responder era cómo organizar las relaciones sociales en una fábrica para evitar una huelga, cómo cambiar la conducta de jóvenes de bajos recursos para disminuir el crimen, cómo incentivar a los inmigrantes marroquíes para que se conviertieran en ciudadanos franceses. Los sociólogos apuntaban a quienes buscaban cambiar actitudes y comportamientos y, por ende, escribían en un lenguaje para gerentes. Eso ya no corre más. El problema puede ser que yo haya vivido demasiado tiempo y siga haciendo sociología, pero lo que veo es que los gerentes ya no quieren tomar responsabilidad por lo que hacen sus subordinados: tercerizan todo lo que pueden y su relación con la compañía o institución es la de compra y venta de servicios: si no funciona, se cambia, y listo. El resultado es lo que Anthony Giddens llama life politics, políticas de vida. Lo que antes era responsabilidad de la empresa, o del Estado, ahora es responsabilidad y obligación de la persona, del empleado. De esta manera, la sociología perdió a su principal cliente: los gerentes que tomaban como propia la responsabilidad de cambiar el estado de las cosas. Para muchos, perdió así también su misión y lugar en la sociedad.
-¿Y es así? -Yo creo exactamente lo opuesto: que la sociología nunca fue tan crucial y necesaria como ahora. El único tema es que en vez de dirigirnos a los gerentes debemos dirigirnos a los ciudadanos comunes y corrientes, que deben lidiar con los problemas cotidianos. Son sus autogerentes. Ya nadie decide por ellos, y necesitan algún tipo de comprensión sobre cómo funciona la sociedad, cuáles son los hilos invisibles que sostienen el andamiaje, para saber cómo actuar. Obviamente, describir la situación, explicar qué la provocó y desenmascarar sus contradicciones, como hacemos los sociólogos, no es lo mismo que reducir las problemas o presiones, pero es un primer paso necesario porque sin esa información estarían aún más perdidos de lo que están. Ese es el principio básico por el cual yo guío mi trabajo. Algunos siguen escribiendo en un lenguaje para gerentes. Yo sé que tengo que ayudar a que las personas comunes encuentren su sendero en el laberinto.
-¿Qué hace cuando no está trabajando? -Salvo la cocina, no tengo tiempo para hobbies. Tenía muchos de joven, pero ahora lo único que hago es observar a la gente. En esta misma charla yo te estoy analizando. En las entrevistas siempre estoy aprendiendo, como también aprendo de las preguntas en mis conferencias. Quiero ver qué es lo que la gente quiere saber sobre la vida. Eso me desvela y no tengo tiempo para nada más. El problema es que yo mismo me hice grandes preguntas cuando era joven y todavía no las pude responder. Estoy en el camino, pero sé que a mi edad estoy corriendo contra el reloj...
Juana Libedinsky
Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados.
Los resultados fueron inmediatos. En el caso más asombroso de florecimiento tardío del mundo académico, pasados los 80 años y sacando prácticamente un libro anual, se ha convertido, desde entonces, en la "nueva" estrella de la sociología contemporánea. Sus conceptos -"modernidad líquida", "residuos humanos" y "poblaciones superfluas"- revolucionaron el campo sociológico y hoy es considerado una eminencia entre sus pares. Además, los libros de Bauman -quien sobre los problemas del mundo de hoy dice que hay que pasar de la tolerancia a la solidaridad, y, sobre la sociología dice que hoy es imprescindible para la gente común- son bestsellers leídos por un público muy general y donde sea que da una conferencia recibe tratamiento de estrella pop.
El otro resultado es que cualquiera que vaya a entrevistarlo a su casa, en Inglaterra, recibirá, junto a la taza de té de rigor, sus pastelitos recién horneados. Pero esta entrevista se realiza en Barcelona -vino a presentar la traducción al castellano de su libro "Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias" (Paidós)-, donde el bar del hotel está cerrado y no hay ni un café para ofrecer. A pesar de las afirmaciones de esta redactora de que viene de un almuerzo y realmente no necesita nada, la cara de angustia del autor de clásicos como "Modernidad y Holocausto", "La globalización: consecuencias humanas", "Trabajo, consumismo y los nuevos pobres", "Modernidad líquida" y "La modernidad sitiada" no desaparecerá hasta que, casi al despedirnos, finalmente se materialice un mozo.
Su angustia también se debe a que después, a la tarde, lo espera una conferencia sobre la inmigración, justo cuando los titulares de la prensa del día dan cuenta de un rechazo generalizado hacia el fenómeno de los inmigrantes.
Como siempre, Bauman tiene una visión muy original para explicarlo: "Los inmigrantes, y en particular los buscadores de asilo, son una caricatura de la elite global", subraya.
-¿Qué pueden tener que ver las personas más ricas con las más pobres del planeta? -Se comportan de manera exactamente igual. La elite global sale de la nada, compra la compañía donde uno trabaja, racionaliza, despide a la mitad y es una fuerza que uno no puede ver, cuyas decisiones se toman en países distantes del propio. Es la fuente de incertidumbre de nuestra vida cotidiana. Uno puede estar disfrutando del momento, con buena relación con amigos, jefes y colegas, pero a la noche empiezan las pesadillas: ¿qué pasaría si perdiéramos el trabajo? ¿Si a nuestra pareja la transfirieran a otra ciudad? La fuente de nuestras angustias es la globalización de la industria financiera, del mercado de capitales, del comercio, pero todo esto son nociones abstractas que uno no puede controlar. En cambio, al inmigrante se lo ve. Está ahí. Pero como todos estos conceptos abstractos, sale de la nada, no pertenece y puede resultar una sorpresa desagradable. Entonces, la reacción natural es hacer algo sobre la parte de nuestra vida que sí controlamos.
-¿Por ejemplo? -Uno no puede escribirle a Rodríguez Zapatero y pedirle que pare el comercio internacional, porque el país sería severamente castigado, pero sí que dicte nuevas leyes para fortalecer las fronteras o que redoble el muro en Ceuta y en Melilla. Es como el viejo chiste del borracho que está buscando algo bajo un poste de luz. Un hombre que pasa le pregunta qué busca y él responde que un billete de veinte euros que perdió. "¿Lo perdió aquí?", pregunta el hombre. "No, en la otra cuadra", responde el borracho. "¿Entonces por qué lo busca aquí?", insiste el desconocido. "¡Porque aquí hay luz!" Bueno, todos nosotros estamos buscando la solución a nuestros problemas en el lugar equivocado, simplemente porque es lo que podemos ver. Sobre las compañías internacionales sólo podemos leer en los diarios, pero al vecino de un país pobre lo podemos correr para que se vaya.
-¿Cómo ve usted lo que ocurrió recientemente con la violencia en los suburbios franceses? -En Francia se combinaron dos problemas. Por un lado, están los millones de jóvenes que inmigraron buscando el trabajo y la dignidad humana que no encontraban en Marruecos, Túnez y el desierto del Magreb en general, y que son los típicos residuos humanos, porque al no poder acomodarse a las fuerzas de la modernización que afectaron a su país de origen, su existencia se transformó en redundante. En todo el mundo la globalización dejó grupos de gente afuera, que no se pudieron acomodar. Pero en Francia esto se combinó con la tradición republicana, y eso fue un cóctel explosivo.
-¿Por qué? -Porque según esa tradición cualquiera que tenga pasaporte francés es francés, aunque venga de otro país, y no se lo debería tratar de manera distinta que al resto de los ciudadanos. Esto es una fantasía, pero los ministros de cultura están siempre muy temerosos de que se los acuse de preferir una cultura por sobre la otra, y entonces se muestran completamente indiferentes a los problemas de grupos inmigratorios específicos. Esa es la actitud del gobierno francés ante los problemas sociales. Es interesante que en los ataques de los suburbios franceses el objetivo muchas veces fuera la escuela. Esto es muy simbólico, porque en la escuela todos estos inmigrantes tuvieron buenísimos profesores, que les decían aprendan esto y esto y compórtense de esta manera y tendrán las mismas oportunidades que el resto de los franceses. Pero después salían al merado laboral y por su color de piel, religión o apellido no recibían los puestos de trabajo, y se daban cuenta de que aquello no había sido cierto. Siendo gente racional y bien educada en el excelente sistema educativo francés, estos inmigrantes e hijos de inmigrantes son plenamente conscientes del choque entre el ideal abstracto aplicado a todos y la realidad del multiculturalismo, en la cual hay desigualdad social, económica y de aceptación. Se sintieron, lisa y llanamente, engañados. Por eso vandalizaron las escuelas, curiosamente en el nombre de los valores franceses de igualdad, fraternidad, libertad, en los que fueron educados, pero que nunca vivieron.
-¿Lo mismo podría pasar en Gran Bretaña? -No, jamás. No digo que Gran Bretaña sea mejor, pero sí que existe una larga tradición de que ser británico puede significar ser galés, irlandés o escocés, que se puede ser británico de distintas maneras, hablando distintos idiomas, tener distintas tradiciones históricas y diversas culturas, e igual ser un buen ciudadano británico. Entonces cuando empezó a llegar masivamente gente de las ex colonias, los británicos la recibieron en este marco, entendiendo que hay distintas maneras de ser británico, pero que el Estado debe ayudar a algunos grupos de maneras especiales para su integración. Francia siempre se negó a hacer esto, nunca pudo reconocer que una niña con velo islámico en la escuela puede ser una excelente ciudadana francesa y creer en un Dios distinto.
-Pero esa chica que lleva puesto el velo islámico, ¿hasta dónde es ella la que decide ponérselo y hasta dónde es una imposición familiar, que le dificultará una relación de mayor igualdad con el resto de las alumnas? -Piense usted en dos chicas que están en la misma clase. Una viene de una familia marroquí, la otra de una tradicional familia francesa. No son diferentes: ambas son productos de las presiones de su entorno. Las figuras de autoridad de sus distintas culturas les imponen distintas cosas. A una, que use el velo y que se case con un musulmán; a la otra, que no use el velo, pero que esté delgada, y que no se case con un musulmán, sino con un muchacho cristiano, con dinero y de buena familia. Lo peor es que ahora a las chicas musulmanas se les prohíbe usar el velo con la promesa de que si dejan de usarlo encontrarán las mismas oportunidades de vida que las demás compañeras, y luego, por su origen magrebí, esto no resulta cierto. Ellas ya vieron lo que pasa, ya lo saben, y la imposición es poner sal sobre la herida. La promesa de igualdad, además de la desigualdad que ven en la práctica, es una peligrosa combinación.
-¿Cómo ve a la Argentina y a los países que fueron tradicionalmente inmigratorios? -En los países que son receptores de inmigrantes por naturaleza, donde la familia de casi todo el mundo vino originariamente de otro lugar, la gente está acostumbrada a distintas historias de vida. Francia fue distinta desde la época de Napoleón, que no se declaró emperador de Francia, sino de todos los franceses y de todo lo francés. Nunca existió el reconocimiento al derecho humano de ser diferente. Mis amigos franceses dicen que son tolerantes, pero eso no es suficiente: es una posición de superioridad. El desafío hoy es pasar de la tolerancia a la solidaridad, que no sólo acepta que la gente puede ser diferente, sino que sostiene que la diferencia es algo bueno, que del contacto se aprende y todos salimos enriquecidos. Como los nuevos grupos de inmigrantes en Europa son distintos y, a diferencia de grupos anteriores, van a permanecer distintos, es fundamental que aprendamos esto. Si no, toda Europa eventualmente se convertirá en banlieue, en un suburbio de inmigrantes.
-En su último libro, llama la atención la gran cantidad de referencias que hace a artículos periodísticos. ¿Por qué las hace? -Yo respeto muchísimo a los periodistas. Sobre todo, a los que escriben para periódicos serios. Considero que son mis mejores colegas sociólogos. La sociología académica, por así llamarla, tarda mucho en registrar los fenómenos nuevos. Nos enseñan en la universidad que antes de decir nada tenemos que juntar datos, confirmarlos, hacer regresión estadística, y recién ahí ver a qué tendencia apuntan. Peor aún: para cada tema hay que concursar para los subsidios a la investigación -proceso largo y burocrático, si los hay-, buscar doctorandos que estén en temas afines para armar el equipo para los próximos dos o tres años? Somos como el búho de Minerva, símbolo de la sabiduría, que, como bien dijo Hegel, sólo abre sus alas cuando el día ha terminado. Para cuando un sociólogo saca un libro, la realidad ya está moviéndose en otra dirección. Los periodistas están en la posición exactamente contraria. Van de aquí para allá, y en cuanto intuyen un fenómeno escriben sobre él, sin ponerse a teorizar. Yo intento ubicarme en una posición intermedia. Uso mis herramientas de sociólogo para conectar las cosas, generalizar y sacar conclusiones, pero me baso mucho en artículos periodísticos. Vivimos en una modernidad líquida, lo cual significa que cambia su forma constantemente. La modernidad sólida es como esta mesa. Para romperla hace falta mucha fuerza. Pero la modernidad líquida es como una taza de café: si la ladeamos, el contenido cambia de forma completamente. Me siento muy feliz de explotar a los periodistas, porque son los mejores para registrar la cambiante forma del café al segundo de que algo movió la taza.
-Otra de las características de sus libros es que son accesibles para un público no especializado. ¿Es una búsqueda deliberada? -Cuando yo era un estudiante, la sociología era sobre la ingeniería social, sobre cómo cambiar los comportamientos masivos, y estaba dirigida principalmente a gente en posiciones gerenciales, desde el supervisor de una industria hasta un ministro del Interior. Las preguntas que interesaba responder era cómo organizar las relaciones sociales en una fábrica para evitar una huelga, cómo cambiar la conducta de jóvenes de bajos recursos para disminuir el crimen, cómo incentivar a los inmigrantes marroquíes para que se conviertieran en ciudadanos franceses. Los sociólogos apuntaban a quienes buscaban cambiar actitudes y comportamientos y, por ende, escribían en un lenguaje para gerentes. Eso ya no corre más. El problema puede ser que yo haya vivido demasiado tiempo y siga haciendo sociología, pero lo que veo es que los gerentes ya no quieren tomar responsabilidad por lo que hacen sus subordinados: tercerizan todo lo que pueden y su relación con la compañía o institución es la de compra y venta de servicios: si no funciona, se cambia, y listo. El resultado es lo que Anthony Giddens llama life politics, políticas de vida. Lo que antes era responsabilidad de la empresa, o del Estado, ahora es responsabilidad y obligación de la persona, del empleado. De esta manera, la sociología perdió a su principal cliente: los gerentes que tomaban como propia la responsabilidad de cambiar el estado de las cosas. Para muchos, perdió así también su misión y lugar en la sociedad.
-¿Y es así? -Yo creo exactamente lo opuesto: que la sociología nunca fue tan crucial y necesaria como ahora. El único tema es que en vez de dirigirnos a los gerentes debemos dirigirnos a los ciudadanos comunes y corrientes, que deben lidiar con los problemas cotidianos. Son sus autogerentes. Ya nadie decide por ellos, y necesitan algún tipo de comprensión sobre cómo funciona la sociedad, cuáles son los hilos invisibles que sostienen el andamiaje, para saber cómo actuar. Obviamente, describir la situación, explicar qué la provocó y desenmascarar sus contradicciones, como hacemos los sociólogos, no es lo mismo que reducir las problemas o presiones, pero es un primer paso necesario porque sin esa información estarían aún más perdidos de lo que están. Ese es el principio básico por el cual yo guío mi trabajo. Algunos siguen escribiendo en un lenguaje para gerentes. Yo sé que tengo que ayudar a que las personas comunes encuentren su sendero en el laberinto.
-¿Qué hace cuando no está trabajando? -Salvo la cocina, no tengo tiempo para hobbies. Tenía muchos de joven, pero ahora lo único que hago es observar a la gente. En esta misma charla yo te estoy analizando. En las entrevistas siempre estoy aprendiendo, como también aprendo de las preguntas en mis conferencias. Quiero ver qué es lo que la gente quiere saber sobre la vida. Eso me desvela y no tengo tiempo para nada más. El problema es que yo mismo me hice grandes preguntas cuando era joven y todavía no las pude responder. Estoy en el camino, pero sé que a mi edad estoy corriendo contra el reloj...
Juana Libedinsky
Copyright S. A. LA NACION 2006. Todos los derechos reservados.
Algo huele mal
“Parece que alguien hubiese disparado una carabina aquí adentro”, dijo Gene Cernan, del Apolo 17, al quitarse el casco dentro del módulo de descenso Challenger. Cernan regresaba de una larga caminata lunar por la montañosa zona de Taurus-Littrow (a 20’ de latitud Norte) junto a su compañero, el geólogo Harrison Schmitt. Y ambos sintieron un extraño aroma, seco y fuerte, que llenaba el pequeño habitáculo de la navecita. Era el 11 de diciembre de 1972, la última vez que el hombre caminó por la cenicienta superficie selenita. Ya han pasado más de tres décadas, y ellos, al igual que Armstrong, Aldrin, Sheppard y otros astronautas de la era Apolo, recuerdan, y hasta añoran, el misterioso “olor” de la Luna.
Curiosidad olfativa: A decir verdad, los doce hombres que se pasearon por suelo lunar, entre 1969 y 1972, no sintieron olor alguno mientras estaban a la intemperie. No podían sentirlo: por empezar, nuestro satélite no tiene “aire”, ni nada que pueda transportar aromas. Y encima, llevaban trajes y cascos, que los aislaban completamente de ese medio ambiente horrorosamente hostil (temperaturas de más de 100ºC, total falta de oxígeno, y bombardeo de radiación solar ultravioleta, sólo por nombrar algunas de las delicadezas lunares). Pero todo cambiaba cuando los astronautas volvían de sus caminatas al reconfortante, aunque diminuto, habitáculo del módulo de descenso. Allí podían descansar, quitarse los cascos y los guantes, y respirar libremente. En ese ambiente de “atmósfera artificial” sí podían sentirse olores. Especialmente uno: el del polvo lunar, una arenilla grisácea, suave y escurridiza que, por más sacudidas y cepilladas que se dieran, siempre se les impregnada por todas partes. Y muy especialmente, claro, en sus botas.
Olor (y sabor) a polvora: El histórico puñado de viajeros coincide: el aroma del polvo lunar era muy fuerte. Tan fuerte, que Schmitt tuvo un verdadero ataque de alergia extraterrestre: “Cuando me quité el casco después de la salida que hicimos con Gene (Cernan), sentí algo raro en la nariz, y enseguida se me inflamaron los adenoides” (las placas de cartílago de las paredes nasales). Curiosamente, la reacción del astronauta del Apolo 17 fue menos intensa en las siguientes salidas del módulo: “Parece que fue adquiriendo cierta inmunidad al polvo lunar”, recuerda. Su compañero de aventuras definió muy claramente la particular fragancia selenita: “Olía a pólvora quemada”, cuenta Cernan. Pero hubo un astronauta que dio un paso más allá, y se animó a saborearlo. Según Charlie Duke, del Apolo 16 (abril de 1972), no sólo tenía olor a pólvora (quemada), sino también “gusto a pólvora”. Aroma y sabor parecidos. Uno podría pensar, entonces, que podría haber cierta similitud (química) entre ambas cosas... ¿pero la hay?
Identikit quimico: No. En nada. La pólvora moderna es una mezcla de nitrocelulosa (C6H8(NO2)2O5) y nitroglicerina (C3H5N3O9), dos complejas moléculas orgánicas altamente inflamables. “Pero en la Luna esas moléculas no existen”, explica el doctor Gary Lofgren, uno de los principales científicos que trabajan en el Laboratorio de Muestras Lunares del Centro Espacial Johnson de la NASA. Y para ser más gráfico, agrega: “Si le acercamos una llama a ese polvillo, no pasa nada, al menos, nada explosivo”. Los análisis de las muestras traídas a la Tierra por los astronautas, revelan que buena parte del polvo lunar está formada por partículas de dióxido de silicio, muy probablemente originadas por el continuo impacto de meteoritos que –a modo de martilleo triturador de rocas– sufrió nuestro satélite durante miles de millones de años (un impiadoso bombardeo, cuyas huellas saltan a la vista, hasta con el más modesto de los telescopios). También contiene hierro, calcio y magnesio (unidos a minerales como la olivina y el piroxeno). Nada que ver con la pólvora, ni fresca ni quemada. ¿Y entonces?
Un aromatico misterio: Para salir de este embrollo, los científicos han arriesgado algunas explicaciones. Una de ellas es simple y razonable: tal vez, el dichoso polvo lunar se “quemó” al entrar en contacto con el oxígeno del interior de los módulos (no hay que olvidar que el oxígeno es altamente reactivo, y pudo haberse combinado gracias a enlaces químicos sueltos presentes en aquella rara sustancia). “Sería una oxidación demasiado lenta como para provocar llamas o humo –explica Lofgren–, pero aun así la reacción podría producir un aroma más o menos parecido al de la pólvora quemada.” Puede ser.
Pero aquí no se termina el aromático misterio. Para complicar aún mas las cosas, otro datito: las muestras guardadas en laboratorios terrestres, como el del Centro Espacial Johnson, no tienen olor. Lofgren asegura que ha tenido en sus propias manos kilos y kilos de polvo y rocas de la Luna, los ha olfateado, y nada. ¿Acaso los astronautas se lo imaginaron todo? Una vez más, el experto nos tira un salvavidas teórico: esos materiales se han vuelto inertes. Por empezar, deben haber entrado en contacto con el aire húmedo y rico en oxígeno de las naves que volvían a la Tierra, y luego siguieron interactuando aquí. Y reaccionaron: cualquier proceso químico aromático habría cesado a principios de los ‘70. Obviamente, se supone que eso no debía ocurrir: la idea era que los astronautas de las misiones Apolo trajeran las muestras “vírgenes”. Y para eso llevaban una especie de termitos herméticos. Pero, según Lofgren, los bordes filosos de las rocas y las partículas lunares abrieron diminutas grietas en los envases. Y así, durante los tres días que demoraba el regreso de las Apolo de la Luna a la Tierra, buena parte de esa preciosa carga entró en contacto con el oxígeno y el vapor de agua de las naves.
Mirela, imaginela, huelala: Con sus claros y sombras, el misterio todavía perdura. Y seguramente, seguirá perdurando hasta que el hombre vuelva a pasearse por aquellos pagos no tan lejanos. Schmitt, el de la primera alergia extraterrestre, está ansioso por resolver el pleito: “Hay que ir, y estudiar ese extraño polvo in situ”. Pero él, y todos, tendremos que esperar, porque, al parecer, la NASA planea volver a la Luna recién en 2018.
Falta mucho, es cierto. De todos modos, mañana mismo podemos intentar algo: al caer la noche, salga y mire hacia el Noreste. Allí estará ella, bajita sobre el horizonte. Blanca, enorme y bien redonda. Llena. Mírela fijo un rato. Luego, cierre los ojos y viaje hasta ella con la imaginación. Y sin abrirlos, piense en la “pólvora quemada” de los valientes muchachos de la era Apolo, y respire muy profundo. Quién le dice, en una de esas, usted también sentirá el olor de la Luna.
Mariano Ribas / Diario Pagina12 / Suplemento Futuro / Argentina 2006
Curiosidad olfativa: A decir verdad, los doce hombres que se pasearon por suelo lunar, entre 1969 y 1972, no sintieron olor alguno mientras estaban a la intemperie. No podían sentirlo: por empezar, nuestro satélite no tiene “aire”, ni nada que pueda transportar aromas. Y encima, llevaban trajes y cascos, que los aislaban completamente de ese medio ambiente horrorosamente hostil (temperaturas de más de 100ºC, total falta de oxígeno, y bombardeo de radiación solar ultravioleta, sólo por nombrar algunas de las delicadezas lunares). Pero todo cambiaba cuando los astronautas volvían de sus caminatas al reconfortante, aunque diminuto, habitáculo del módulo de descenso. Allí podían descansar, quitarse los cascos y los guantes, y respirar libremente. En ese ambiente de “atmósfera artificial” sí podían sentirse olores. Especialmente uno: el del polvo lunar, una arenilla grisácea, suave y escurridiza que, por más sacudidas y cepilladas que se dieran, siempre se les impregnada por todas partes. Y muy especialmente, claro, en sus botas.
Olor (y sabor) a polvora: El histórico puñado de viajeros coincide: el aroma del polvo lunar era muy fuerte. Tan fuerte, que Schmitt tuvo un verdadero ataque de alergia extraterrestre: “Cuando me quité el casco después de la salida que hicimos con Gene (Cernan), sentí algo raro en la nariz, y enseguida se me inflamaron los adenoides” (las placas de cartílago de las paredes nasales). Curiosamente, la reacción del astronauta del Apolo 17 fue menos intensa en las siguientes salidas del módulo: “Parece que fue adquiriendo cierta inmunidad al polvo lunar”, recuerda. Su compañero de aventuras definió muy claramente la particular fragancia selenita: “Olía a pólvora quemada”, cuenta Cernan. Pero hubo un astronauta que dio un paso más allá, y se animó a saborearlo. Según Charlie Duke, del Apolo 16 (abril de 1972), no sólo tenía olor a pólvora (quemada), sino también “gusto a pólvora”. Aroma y sabor parecidos. Uno podría pensar, entonces, que podría haber cierta similitud (química) entre ambas cosas... ¿pero la hay?
Identikit quimico: No. En nada. La pólvora moderna es una mezcla de nitrocelulosa (C6H8(NO2)2O5) y nitroglicerina (C3H5N3O9), dos complejas moléculas orgánicas altamente inflamables. “Pero en la Luna esas moléculas no existen”, explica el doctor Gary Lofgren, uno de los principales científicos que trabajan en el Laboratorio de Muestras Lunares del Centro Espacial Johnson de la NASA. Y para ser más gráfico, agrega: “Si le acercamos una llama a ese polvillo, no pasa nada, al menos, nada explosivo”. Los análisis de las muestras traídas a la Tierra por los astronautas, revelan que buena parte del polvo lunar está formada por partículas de dióxido de silicio, muy probablemente originadas por el continuo impacto de meteoritos que –a modo de martilleo triturador de rocas– sufrió nuestro satélite durante miles de millones de años (un impiadoso bombardeo, cuyas huellas saltan a la vista, hasta con el más modesto de los telescopios). También contiene hierro, calcio y magnesio (unidos a minerales como la olivina y el piroxeno). Nada que ver con la pólvora, ni fresca ni quemada. ¿Y entonces?
Un aromatico misterio: Para salir de este embrollo, los científicos han arriesgado algunas explicaciones. Una de ellas es simple y razonable: tal vez, el dichoso polvo lunar se “quemó” al entrar en contacto con el oxígeno del interior de los módulos (no hay que olvidar que el oxígeno es altamente reactivo, y pudo haberse combinado gracias a enlaces químicos sueltos presentes en aquella rara sustancia). “Sería una oxidación demasiado lenta como para provocar llamas o humo –explica Lofgren–, pero aun así la reacción podría producir un aroma más o menos parecido al de la pólvora quemada.” Puede ser.
Pero aquí no se termina el aromático misterio. Para complicar aún mas las cosas, otro datito: las muestras guardadas en laboratorios terrestres, como el del Centro Espacial Johnson, no tienen olor. Lofgren asegura que ha tenido en sus propias manos kilos y kilos de polvo y rocas de la Luna, los ha olfateado, y nada. ¿Acaso los astronautas se lo imaginaron todo? Una vez más, el experto nos tira un salvavidas teórico: esos materiales se han vuelto inertes. Por empezar, deben haber entrado en contacto con el aire húmedo y rico en oxígeno de las naves que volvían a la Tierra, y luego siguieron interactuando aquí. Y reaccionaron: cualquier proceso químico aromático habría cesado a principios de los ‘70. Obviamente, se supone que eso no debía ocurrir: la idea era que los astronautas de las misiones Apolo trajeran las muestras “vírgenes”. Y para eso llevaban una especie de termitos herméticos. Pero, según Lofgren, los bordes filosos de las rocas y las partículas lunares abrieron diminutas grietas en los envases. Y así, durante los tres días que demoraba el regreso de las Apolo de la Luna a la Tierra, buena parte de esa preciosa carga entró en contacto con el oxígeno y el vapor de agua de las naves.
Mirela, imaginela, huelala: Con sus claros y sombras, el misterio todavía perdura. Y seguramente, seguirá perdurando hasta que el hombre vuelva a pasearse por aquellos pagos no tan lejanos. Schmitt, el de la primera alergia extraterrestre, está ansioso por resolver el pleito: “Hay que ir, y estudiar ese extraño polvo in situ”. Pero él, y todos, tendremos que esperar, porque, al parecer, la NASA planea volver a la Luna recién en 2018.
Falta mucho, es cierto. De todos modos, mañana mismo podemos intentar algo: al caer la noche, salga y mire hacia el Noreste. Allí estará ella, bajita sobre el horizonte. Blanca, enorme y bien redonda. Llena. Mírela fijo un rato. Luego, cierre los ojos y viaje hasta ella con la imaginación. Y sin abrirlos, piense en la “pólvora quemada” de los valientes muchachos de la era Apolo, y respire muy profundo. Quién le dice, en una de esas, usted también sentirá el olor de la Luna.
Mariano Ribas / Diario Pagina12 / Suplemento Futuro / Argentina 2006
lunes, octubre 30, 2006
La calle es su lugar
9 am, Hogar San José, México y Rincón
Victoria “¿Vos te creés que yo tenía en mente hace cinco años que me podía pasar esto?”, dispara Victoria detrás de una remera negra que anuncia “Intel: innovación en educación”. Tiene la nariz ancha, el pelo canoso recién lavado y la coquetería concentrada en las uñas, bien limadas y pintadas de rosa oscuro. Vicky toma mate cocido en un ambiente amplio y soleado de la Obra San José, como cada mañana. Acaba de bañarse y va y viene entre el patio y ese salón, como las otras mujeres que pellizcan pan recién salido del horno, sentadas a las mesas que los sacerdotes jesuitas disponen para quienes están en situación de calle. La coordenada en la calle Rincón al 600 es una de las pocas donde las mujeres pueden desayunar, ducharse, buscar ropa y alimento, encontrar un médico o un psicólogo, y participar de talleres de expresión y capacitación. Vicky habla rápido y no para de hacer cosas, como el fantasma de una mujer ocupada. Tiene que irse a mediodía, cuando la Obra San José cierra, y cruzar estas puertas otra vez hacia su hogar: las veredas del centro de la ciudad. Según el último censo del gobierno porteño en noviembre de 2005, las personas que como Vicky duermen bajo las estrellas son 1100. El 20 por ciento, mujeres.
Con un estentóreo vozarrón ella aclara que no siempre estuvo en la calle, ¿eh?; ella, explica, tuvo un problema con su vivienda. “No me drogo, no me prostituyo. Vengo acá a bañarme, y a los talleres de pintura y de música, para ocupar mi cerebro y no dar lugar a nada fuera de lugar”, dice con un tono a la defensiva.
Entre Vicky y la decena de mujeres que la rodean nace una charla. Ella lleva la voz cantante: “¿Qué podemos encontrar las mujeres cuando estamos en la calle y no tenemos amor? No somos culpables de lo que nos pasa. Quizás el único error, si se le puede decir así, es no haber manejado mejor el dinero. La gente mayor es la que nos trata de peor manera. Una no está así porque lo desea sino porque la sociedad lo quiere”. Todas asienten enérgicas.
–Una de las peores cosas de vivir en la calle es que no se puede dormir profundo.
–A las mujeres nos maltratan mucho.
–Nunca falta un borracho que se te acerca, el que te pide un pucho.
–El que se quiere propasar.
–O alguien que se quiere quedar con tus cosas.
Más tarde, Julio Fernández, director de la Obra San José, corrobora cada frase. Dice que las mujeres en situación de calle “son quienes más sufren el tema de la violencia física y sexual. Si bien demuestran mayor capacidad que los varones para atravesar los problemas, la mayoría de las que duermen a la intemperie son mujeres que han roto con todos los lazos. Pero no es que estén locas: para ellas no existe una alternativa intermedia de contención entre un comedor y el Hospital Moyano. De acá a un año y medio pareciera que son cada vez más”.
–A mí ya me robaron cinco veces –se queja Vicky.
No le gusta contar demasiado y en eso todas se le parecen. Apenas dirá que nació en Tucumán y vino a Buenos Aires a los 18. Tiene un vicio: la pintura. Y una carpeta negra con sus trabajos. Paisajes caribeños, islas paradisíacas, cielos tormentosos, láminas coloreadas con creatividad por manos ágiles en esos talleres de San José.
Durante la tarde se instala en una vereda, al costado de una farmacia. A la noche duerme en el umbral de una empresa del microcentro. Si llueve, se cobija en el hall del edificio. “Me costó lograrlo. Pero lo gané con buena conducta, buen trato. Los de seguridad te quieren sacar, pero yo conseguí el permiso de los dueños.”
11 am, Suipacha y Juncal
Marisa Si la cruzaran por la calle no sospecharían que esta dama rechoncha, de cutis de porcelana, pelo corto, vincha de carey y flequillo recto sobre los ojos bien delineados en negro gasta madrugadas en la guardia de un hospital de Ramos Mejía. Tiene 54 años, una infancia de San Juan y Boedo, un pasado de administrativa y tanta vergüenza que pide le cambien el nombre. Por la vereda de la calle Suipacha al 1200, frente a la puerta de la iglesia del Socorro, empuña su carrito de metal, de esos que la gente usa cuando sale de viaje para cargar las valijas. Blusa naranja, saco negro, pollera al tono debajo de las rodillas. Lleva vendadas las piernas ulcerosas, lentas sobre las sandalias.
“Acá es el único lugar donde se consiguen talles grandes, como para mí que soy gordita”, ríe como una nena. Tiene dientes perfectos pero le falta uno de los delanteros. Hace 6 años que deambula por la ciudad, los trenes, los hospitales donde le curan las piernas. “Soy sola y me hipotecaron el departamento. Ya no pude pagar”, se excusa, tímida. Muestra una de las bolsas donde lleva la mercadería que vende en los bares cada tarde: gomitas para el pelo al crochet en rosa, celeste o blanco. Con lo que gana a veces se da el lujo de sentarse a tomar un café mientras lee. Es una apasionada de la lectura, confiesa, y muestra los libros que la tienen entusiasmada por estos días: El pobre de Nazaret y Máximas cristianas.
Marisa tiene que apurarse. Le queda el tiempo justo para llegar a la hora del guiso, luego se dará una vuelta a la tarde por la Iglesia Metodista de Corrientes y Maipú, donde sirven la merienda, para después subir al tren y, cuando llegue la noche, acomodar su equipaje y su cuerpo en la guardia del hospital.
4 pm, Plaza Vicente López
Sara Ayala Duerme la siesta en un territorio de lujo y amanece en una vereda poderosa. En los alrededores de la Plaza Vicente López la propiedad está entre los valores más altos de la ciudad, pero Sara Ayala anda por ahí por otras razones: en ese sector hay un puñado de servicios parroquiales para las personas sin techo, como el comedor de las Esclavas del Sagrado Corazón. Según el censo del gobierno porteño, las personas en situación de calle se concentran en las zonas donde se ofrecen los pocos servicios para ellos: Barrio Norte, Retiro, Recoleta, San Cristóbal, Balvanera y el microcentro, barrios que conocen como si fueran las habitaciones de una casa.
“Antes los que vivían en la calle eran pobres estructurales con necesidades básicas insatisfechas. Las cifras se mantienen estables, pero no son las mismas historias las que llevan a vivir a la intemperie. Se ve más gente que quedó en la calle por no poder pagar un alquiler, sufrir un desalojo o quedarse sin trabajo. Son los nuevos pobres. Y en el caso de las mujeres, por cuestiones de violencia”, señala Ana Maiorkevich, al frente de la Dirección General Sistema de Atención Inmediata de la ciudad de Buenos Aires. Esta área atiende a personas en situación de calle a través de los programas Buenos Aires Presente (BAP), Paradores Nocturnos y Asistencia a los Sin Techo. El BAP funciona las 24 horas todos los días del año, dispone de móviles y equipos que relevan a personas afectadas y articulan recursos sociales, reparten comida y abrigo. Los paradores ofrecen lugar eventual donde dormir pero son sólo para varones. La Asistencia a los Sin Techo busca “trabajar a mediano plazo la recuperación de los que llegan de la calle para que puedan incluirse e integrarse. Las mujeres tienen más voluntad que los varones para salir adelante y trabajar el proceso de exclusión o autoexclusión que significa estar en situación de calle”, señala Maiorkevich. El gobierno porteño cuenta con cuatro hogares donde se inicia un proceso de admisión y recuperación. Sólo uno de ellos, el 26 de Julio, está abierto al público femenino.
Sara Ayala pertenece a las filas de los nuevos pobres y dice que nunca se le ocurrió pedir ayuda social. Se acurruca en un banco de madera verde. Encoge los pies para que en uno de los extremos entren las dos bolsas de plástico donde lleva su casa. Aunque no hace frío, cubre su melena canosa y la piel curtida con una frazada gastada. En otro rincón se agrupa una docena de varones, que armó su comedor diario en el área de las mesas de cemento. Pero Sara no pertenece a la tribu de los que construyen asentamientos. Ella es una deambulante solitaria, como lo son las mujeres que atraviesan una situación similar a la suya.
Al despertar se frota los ojos con las manos, como si todavía no pudiera creer que hace más de un año que transforma cualquier superficie dura en una cama. Se sienta en el banco y se nota que es delgada, el pelo lacio y blanco le cae hasta la cintura.
Nació en Misiones hace 44 años y hace 22 que vino a Buenos Aires a trabajar de empleada doméstica. “Antes –dice y subraya el antes como quien habla de un país de fantasía– te traían las patronas.” Durante años trabajó para una familia italiana en San Isidro. Cuando ellos volvieron a su país, Sara regresó a Misiones y se instaló con su mamá. Hasta que ella falleció.
De nuevo en Buenos Aires visitó gente. Sus conocidas se habían vuelto a sus provincias. Consiguió algún trabajo por horas. En tiempos mejores, con lo que sacaba pagaba una pensión. “Ya ni la señoras tienen plata para pagar. Mucha carencia”, explica con esos ojos marrones y chiquitos que piden disculpas. No, ella ya no trabaja por horas y tampoco quiere pedir plata. Junta cartón y botellas y un día de suerte reúne 10 pesos. Dice que le alcanzan. “Además, el tocar mucha basura te saca el hambre”, suelta.
A veces le sacan las cosas: la ropa, el mate, el calentador con el que se hace una sopa debajo del puente de la autopista en los días de lluvia. “Al principio lloraba mucho. Salía a buscar trabajo y me desalentaba. Si no tenés formación, aunque sea la primaria, no hay nada”, desliza.
“Lo más difícil es la higiene”, confiesa. Una joven que pasa por la plaza se acerca a ofrecerle un billete de dos pesos. Ella lo rechaza: “No, guárdelo, lo puede necesitar”, dice. “La gente es solidaria, siempre aparece alguien que te ayuda. Te ofrece ropa. Tengo que dar algunas cosas porque no puedo andar con tanto equipaje. Algunos si te ven mal llaman a una ambulancia. Otros dicen que tienen una casaquinta para que vayas a dormir. No los conozco, prefiero quedarme acá.”
A Sara también le regalan comida. No es fácil comer cualquier cosa: “la mente de uno no sabe quién lo preparó”. Al anochecer arrastra esos pies hinchados hasta “el mejor lugar que encontré para dormir: una vereda frente a la Plaza del Congreso, en la entrada de la Biblioteca del Senado, cerca de la bandera”.
7 pm, Corrientes y Florida
María del Carmen Monti El peinado le hace juego con la voz: esos pelos grises, duros, compactos, emergen del cuero cabelludo con ganas y dibujan una melena eléctrica. Con ese tono estridente María del Carmen grita Hecho en Buenos Aires (HBA), la revista mensual de interés general que venden más de 200 personas que se quedaron sin empleo o están en situación de calle. Carmen sostiene un ejemplar en cada mano y los agita con ímpetu. Hace dos años, cuando un auto la atropelló en La Tablada y le dejó de recuerdo un codo reconstruido con alambres quirúrgicos, movía mejor los dedos. Lo de la pierna derecha es más reciente y lo disimula peor: está gruesa y envuelta en vendas que le cambian y desinfectan en una sala sanitaria de San Telmo.
“A mis problemas los tiro a un lado cuando salgo a laburar. Vendo HBA con optimismo y alegría. La gente que me compra o no me compra la revista no tiene la culpa de que yo viva en la calle”, cuenta. Hace un año que vende la revista a 1,50 y de su pecho cuelga una credencial: es la vendedora número 1704. De ese dinero, $1 queda para ella.
Carmen ya sabía bastante de ventas: durante años se trepó como busca a cada colectivo, la boca presta para gritar la mercadería del momento. En esos tiempos vivía en la provincia de Buenos Aires, en Lomas del Mirador. Antes, mucho antes, Carmen vivía en Chajarí (Entre Ríos). Ahí cursó la escuela Normal y se recibió de maestra. Su mamá había llegado a ser directora y su padre fabricaba herramientas para el campo. El aula no le gustaba. “La escuela tenía demasiadas exigencias: que los pibes, que los padres, que los docentes, que los directivos. Al final prefería preparar a los alumnos en mi casa.”
Cuando los padres fallecieron se vino a la ciudad. Tenía 35 años y un plan A: “conseguir empleo en una oficina”. Por más que hizo el mejor curso de la Pitman, no logró pasar la prueba de velocidad en dactilografía. “Alguien me explicó que necesitaba un talento que yo no tenía. Me pregunté ¿para qué luchar contra los molinos de viento? Y conseguí trabajo como corredora de alimentos de un mayorista.” Después llegó la época de las changas en los colectivos y así se pasó una década. Tras el accidente, en el 2002, ya no pudo subir y bajar con el bolso lleno. “Ni siquiera podía comer con dos cubiertos, el brazo derecho quedó muy malo, sí puedo sostener las revistas”, muestra mientras las hace flamear como banderas.
Con la indemnización por el accidente, alquiló una pieza por el barrio de Monserrat. Cuando la plata se terminó, se tuvo que ir. Dejó una deuda de 49 pesos y algunas pertenencias como garantía, entre ellas su plancha eléctrica, que sigue ahí. Las primeras noches durmió en la Plaza Miserere, pegada al altar de la Virgen. Le pidió a un barrendero si le prestaba la escoba para limpiar el suelo. El tipo se sorprendió.
“En la calle hay dos vidas: la decente y la otra. Al principio anduve por el Once. No me gustó el ambiente. Viene cualquier tipo y pretende acostarse al lado tuyo. El que quiere tener una vida digna, aunque no tenga techo, no puede vivir ahí”, dice con la voz firme y didáctica, resabios de maestra. Está convencida de que una vida sin techo es como todo: tiene pros y contras. Cita ventajas: “No tenés que pensar cómo capear la situación”. Las desventajas parecen más: “Si alguien te regala una frazada, después no tenés adónde guardarla hasta el próximo invierno. No se puede andar con demasiadas cosas. Llevo una bolsita con remedios y debería donar algunos porque ya no los uso. Hoy un tipo me regaló una vela que pesaba como un kilo, ¿qué hago con una vela? La tuve que regalar”.
Con la ropa es lo mismo. Recibe, usa, lava, a veces la entrega a otro porque no la puede llevar. Es que su único brazo sano carga una sola bolsa. Tiene unos jeans gastados que le dieron en HBA. La polera de hilo color mostaza es de Cáritas. Dice que va por la calle así, como corre el viento. “Es cuestión de saber para dónde sopla y encontrar un lugar reparado.” No duerme seguido en el mismo lugar, pero siempre es en una vereda céntrica. Advierte: en la calle es preferible vivir un poco aislado. No se le puede dirigir la palabra a todo el mundo. Ella hubiera imaginado que la gente que vive puertas afuera, dice, era más solidaria. Se queja. A veces hay quien maneja la información acerca de dónde comer o dormir con exceso de discreción. “Por suerte, como fui corredora, algunas cosas de la calle sabía. Lo que no, lo aprendí con el tiempo, como a comprar el café o el té en los carritos, a 50 centavos.”
La revista que vende, Hecho en Buenos Aires, es más que una mercancía para ganarse el pan. En este emprendimiento funciona Puerto XXI, un centro social y cultural donde Carmen, otras personas en situación de calle y vendedores de HBA, pueden darse una ducha o participar de un espacio de encuentro, charlas informativas, talleres artísticos y recreativos. La directora del proyecto y la revista, Patricia Merkin, asegura que el trabajo con gente en situación de calle tiene un enfoque diferente al oficial. “En HBA no trabajamos para las personas sino con ellas. Escuchamos la problemática. Ahí es cuando descubrimos las capacidades”, señala Merkin. Y habla del concepto de resiliencia, que toma el conflicto como la base del desarrollo y la oportunidad de desplegar el potencial humano de cada persona ante las situaciones más adversas.
Merkin afirma que tanto en HBA como entre las publicaciones de la gente de la calle a nivel mundial, las mujeres representan más del 30 % de los vendedores. “Ellas suelen tener mayor continuidad y polenta frente a problemas económicos o sociales. Las que trabajan con HBA venden muy bien, se atienen a las reglas y participan mucho de los talleres. Son más sociabilizables y recuperables que los varones. Pero creo que no es una cuestión de género: es un problema de exclusión y de sistema, que a las mujeres nos afecta de una forma determinada porque somos distintas”, explica Merkin.
En una de esas reuniones de HBA, Carmen dice que aprendió una frase clave: “No es lo mismo llenar el estómago que alimentarse. Nadie puede vivir comiendo guisos. Si bien aún con la venta de revistas no me alcanza para mantenerme, con ese dinero me puedo comprar un huevo duro, una hamburguesa, frutas”.
Los ojos profundos como el carbón se abren con el sol, sin horario: a las 6 de la mañana o a las 2 de la tarde. Cuando se cierran, bajo la luna, entre cartones que tratan de protegerla, piensa que el suyo quizá sea un precio por haber trabajado en negro. “Pero no estoy dispuesta a salir de la situación de calle a cualquier precio. Si así fuera, me hubiera ido con esos señores que dicen ‘vamos a pasar la noche que te pago el hotel’. ¿Buscar refugio en un hogar? Ni loca, no puedo estar en un sitio donde hay que entrar antes de la siete de la tarde. Yo termino de trabajar, me voy a la plaza, doy una vuelta.” Antes soñaba con alquilar un departamento. Ya no: “Por la inseguridad, veo las cosas que salen en el diario, está lleno de señoras mayores que viven solas y ¿qué les hacen? Les roban y las matan. Ahora sueño con alquilar una habitación en una pensión. Una nunca sabe lo que puede pasar”.
María Eugenia Ludueña / Diario Pagina12 / Argentina 2006
Victoria “¿Vos te creés que yo tenía en mente hace cinco años que me podía pasar esto?”, dispara Victoria detrás de una remera negra que anuncia “Intel: innovación en educación”. Tiene la nariz ancha, el pelo canoso recién lavado y la coquetería concentrada en las uñas, bien limadas y pintadas de rosa oscuro. Vicky toma mate cocido en un ambiente amplio y soleado de la Obra San José, como cada mañana. Acaba de bañarse y va y viene entre el patio y ese salón, como las otras mujeres que pellizcan pan recién salido del horno, sentadas a las mesas que los sacerdotes jesuitas disponen para quienes están en situación de calle. La coordenada en la calle Rincón al 600 es una de las pocas donde las mujeres pueden desayunar, ducharse, buscar ropa y alimento, encontrar un médico o un psicólogo, y participar de talleres de expresión y capacitación. Vicky habla rápido y no para de hacer cosas, como el fantasma de una mujer ocupada. Tiene que irse a mediodía, cuando la Obra San José cierra, y cruzar estas puertas otra vez hacia su hogar: las veredas del centro de la ciudad. Según el último censo del gobierno porteño en noviembre de 2005, las personas que como Vicky duermen bajo las estrellas son 1100. El 20 por ciento, mujeres.
Con un estentóreo vozarrón ella aclara que no siempre estuvo en la calle, ¿eh?; ella, explica, tuvo un problema con su vivienda. “No me drogo, no me prostituyo. Vengo acá a bañarme, y a los talleres de pintura y de música, para ocupar mi cerebro y no dar lugar a nada fuera de lugar”, dice con un tono a la defensiva.
Entre Vicky y la decena de mujeres que la rodean nace una charla. Ella lleva la voz cantante: “¿Qué podemos encontrar las mujeres cuando estamos en la calle y no tenemos amor? No somos culpables de lo que nos pasa. Quizás el único error, si se le puede decir así, es no haber manejado mejor el dinero. La gente mayor es la que nos trata de peor manera. Una no está así porque lo desea sino porque la sociedad lo quiere”. Todas asienten enérgicas.
–Una de las peores cosas de vivir en la calle es que no se puede dormir profundo.
–A las mujeres nos maltratan mucho.
–Nunca falta un borracho que se te acerca, el que te pide un pucho.
–El que se quiere propasar.
–O alguien que se quiere quedar con tus cosas.
Más tarde, Julio Fernández, director de la Obra San José, corrobora cada frase. Dice que las mujeres en situación de calle “son quienes más sufren el tema de la violencia física y sexual. Si bien demuestran mayor capacidad que los varones para atravesar los problemas, la mayoría de las que duermen a la intemperie son mujeres que han roto con todos los lazos. Pero no es que estén locas: para ellas no existe una alternativa intermedia de contención entre un comedor y el Hospital Moyano. De acá a un año y medio pareciera que son cada vez más”.
–A mí ya me robaron cinco veces –se queja Vicky.
No le gusta contar demasiado y en eso todas se le parecen. Apenas dirá que nació en Tucumán y vino a Buenos Aires a los 18. Tiene un vicio: la pintura. Y una carpeta negra con sus trabajos. Paisajes caribeños, islas paradisíacas, cielos tormentosos, láminas coloreadas con creatividad por manos ágiles en esos talleres de San José.
Durante la tarde se instala en una vereda, al costado de una farmacia. A la noche duerme en el umbral de una empresa del microcentro. Si llueve, se cobija en el hall del edificio. “Me costó lograrlo. Pero lo gané con buena conducta, buen trato. Los de seguridad te quieren sacar, pero yo conseguí el permiso de los dueños.”
11 am, Suipacha y Juncal
Marisa Si la cruzaran por la calle no sospecharían que esta dama rechoncha, de cutis de porcelana, pelo corto, vincha de carey y flequillo recto sobre los ojos bien delineados en negro gasta madrugadas en la guardia de un hospital de Ramos Mejía. Tiene 54 años, una infancia de San Juan y Boedo, un pasado de administrativa y tanta vergüenza que pide le cambien el nombre. Por la vereda de la calle Suipacha al 1200, frente a la puerta de la iglesia del Socorro, empuña su carrito de metal, de esos que la gente usa cuando sale de viaje para cargar las valijas. Blusa naranja, saco negro, pollera al tono debajo de las rodillas. Lleva vendadas las piernas ulcerosas, lentas sobre las sandalias.
“Acá es el único lugar donde se consiguen talles grandes, como para mí que soy gordita”, ríe como una nena. Tiene dientes perfectos pero le falta uno de los delanteros. Hace 6 años que deambula por la ciudad, los trenes, los hospitales donde le curan las piernas. “Soy sola y me hipotecaron el departamento. Ya no pude pagar”, se excusa, tímida. Muestra una de las bolsas donde lleva la mercadería que vende en los bares cada tarde: gomitas para el pelo al crochet en rosa, celeste o blanco. Con lo que gana a veces se da el lujo de sentarse a tomar un café mientras lee. Es una apasionada de la lectura, confiesa, y muestra los libros que la tienen entusiasmada por estos días: El pobre de Nazaret y Máximas cristianas.
Marisa tiene que apurarse. Le queda el tiempo justo para llegar a la hora del guiso, luego se dará una vuelta a la tarde por la Iglesia Metodista de Corrientes y Maipú, donde sirven la merienda, para después subir al tren y, cuando llegue la noche, acomodar su equipaje y su cuerpo en la guardia del hospital.
4 pm, Plaza Vicente López
Sara Ayala Duerme la siesta en un territorio de lujo y amanece en una vereda poderosa. En los alrededores de la Plaza Vicente López la propiedad está entre los valores más altos de la ciudad, pero Sara Ayala anda por ahí por otras razones: en ese sector hay un puñado de servicios parroquiales para las personas sin techo, como el comedor de las Esclavas del Sagrado Corazón. Según el censo del gobierno porteño, las personas en situación de calle se concentran en las zonas donde se ofrecen los pocos servicios para ellos: Barrio Norte, Retiro, Recoleta, San Cristóbal, Balvanera y el microcentro, barrios que conocen como si fueran las habitaciones de una casa.
“Antes los que vivían en la calle eran pobres estructurales con necesidades básicas insatisfechas. Las cifras se mantienen estables, pero no son las mismas historias las que llevan a vivir a la intemperie. Se ve más gente que quedó en la calle por no poder pagar un alquiler, sufrir un desalojo o quedarse sin trabajo. Son los nuevos pobres. Y en el caso de las mujeres, por cuestiones de violencia”, señala Ana Maiorkevich, al frente de la Dirección General Sistema de Atención Inmediata de la ciudad de Buenos Aires. Esta área atiende a personas en situación de calle a través de los programas Buenos Aires Presente (BAP), Paradores Nocturnos y Asistencia a los Sin Techo. El BAP funciona las 24 horas todos los días del año, dispone de móviles y equipos que relevan a personas afectadas y articulan recursos sociales, reparten comida y abrigo. Los paradores ofrecen lugar eventual donde dormir pero son sólo para varones. La Asistencia a los Sin Techo busca “trabajar a mediano plazo la recuperación de los que llegan de la calle para que puedan incluirse e integrarse. Las mujeres tienen más voluntad que los varones para salir adelante y trabajar el proceso de exclusión o autoexclusión que significa estar en situación de calle”, señala Maiorkevich. El gobierno porteño cuenta con cuatro hogares donde se inicia un proceso de admisión y recuperación. Sólo uno de ellos, el 26 de Julio, está abierto al público femenino.
Sara Ayala pertenece a las filas de los nuevos pobres y dice que nunca se le ocurrió pedir ayuda social. Se acurruca en un banco de madera verde. Encoge los pies para que en uno de los extremos entren las dos bolsas de plástico donde lleva su casa. Aunque no hace frío, cubre su melena canosa y la piel curtida con una frazada gastada. En otro rincón se agrupa una docena de varones, que armó su comedor diario en el área de las mesas de cemento. Pero Sara no pertenece a la tribu de los que construyen asentamientos. Ella es una deambulante solitaria, como lo son las mujeres que atraviesan una situación similar a la suya.
Al despertar se frota los ojos con las manos, como si todavía no pudiera creer que hace más de un año que transforma cualquier superficie dura en una cama. Se sienta en el banco y se nota que es delgada, el pelo lacio y blanco le cae hasta la cintura.
Nació en Misiones hace 44 años y hace 22 que vino a Buenos Aires a trabajar de empleada doméstica. “Antes –dice y subraya el antes como quien habla de un país de fantasía– te traían las patronas.” Durante años trabajó para una familia italiana en San Isidro. Cuando ellos volvieron a su país, Sara regresó a Misiones y se instaló con su mamá. Hasta que ella falleció.
De nuevo en Buenos Aires visitó gente. Sus conocidas se habían vuelto a sus provincias. Consiguió algún trabajo por horas. En tiempos mejores, con lo que sacaba pagaba una pensión. “Ya ni la señoras tienen plata para pagar. Mucha carencia”, explica con esos ojos marrones y chiquitos que piden disculpas. No, ella ya no trabaja por horas y tampoco quiere pedir plata. Junta cartón y botellas y un día de suerte reúne 10 pesos. Dice que le alcanzan. “Además, el tocar mucha basura te saca el hambre”, suelta.
A veces le sacan las cosas: la ropa, el mate, el calentador con el que se hace una sopa debajo del puente de la autopista en los días de lluvia. “Al principio lloraba mucho. Salía a buscar trabajo y me desalentaba. Si no tenés formación, aunque sea la primaria, no hay nada”, desliza.
“Lo más difícil es la higiene”, confiesa. Una joven que pasa por la plaza se acerca a ofrecerle un billete de dos pesos. Ella lo rechaza: “No, guárdelo, lo puede necesitar”, dice. “La gente es solidaria, siempre aparece alguien que te ayuda. Te ofrece ropa. Tengo que dar algunas cosas porque no puedo andar con tanto equipaje. Algunos si te ven mal llaman a una ambulancia. Otros dicen que tienen una casaquinta para que vayas a dormir. No los conozco, prefiero quedarme acá.”
A Sara también le regalan comida. No es fácil comer cualquier cosa: “la mente de uno no sabe quién lo preparó”. Al anochecer arrastra esos pies hinchados hasta “el mejor lugar que encontré para dormir: una vereda frente a la Plaza del Congreso, en la entrada de la Biblioteca del Senado, cerca de la bandera”.
7 pm, Corrientes y Florida
María del Carmen Monti El peinado le hace juego con la voz: esos pelos grises, duros, compactos, emergen del cuero cabelludo con ganas y dibujan una melena eléctrica. Con ese tono estridente María del Carmen grita Hecho en Buenos Aires (HBA), la revista mensual de interés general que venden más de 200 personas que se quedaron sin empleo o están en situación de calle. Carmen sostiene un ejemplar en cada mano y los agita con ímpetu. Hace dos años, cuando un auto la atropelló en La Tablada y le dejó de recuerdo un codo reconstruido con alambres quirúrgicos, movía mejor los dedos. Lo de la pierna derecha es más reciente y lo disimula peor: está gruesa y envuelta en vendas que le cambian y desinfectan en una sala sanitaria de San Telmo.
“A mis problemas los tiro a un lado cuando salgo a laburar. Vendo HBA con optimismo y alegría. La gente que me compra o no me compra la revista no tiene la culpa de que yo viva en la calle”, cuenta. Hace un año que vende la revista a 1,50 y de su pecho cuelga una credencial: es la vendedora número 1704. De ese dinero, $1 queda para ella.
Carmen ya sabía bastante de ventas: durante años se trepó como busca a cada colectivo, la boca presta para gritar la mercadería del momento. En esos tiempos vivía en la provincia de Buenos Aires, en Lomas del Mirador. Antes, mucho antes, Carmen vivía en Chajarí (Entre Ríos). Ahí cursó la escuela Normal y se recibió de maestra. Su mamá había llegado a ser directora y su padre fabricaba herramientas para el campo. El aula no le gustaba. “La escuela tenía demasiadas exigencias: que los pibes, que los padres, que los docentes, que los directivos. Al final prefería preparar a los alumnos en mi casa.”
Cuando los padres fallecieron se vino a la ciudad. Tenía 35 años y un plan A: “conseguir empleo en una oficina”. Por más que hizo el mejor curso de la Pitman, no logró pasar la prueba de velocidad en dactilografía. “Alguien me explicó que necesitaba un talento que yo no tenía. Me pregunté ¿para qué luchar contra los molinos de viento? Y conseguí trabajo como corredora de alimentos de un mayorista.” Después llegó la época de las changas en los colectivos y así se pasó una década. Tras el accidente, en el 2002, ya no pudo subir y bajar con el bolso lleno. “Ni siquiera podía comer con dos cubiertos, el brazo derecho quedó muy malo, sí puedo sostener las revistas”, muestra mientras las hace flamear como banderas.
Con la indemnización por el accidente, alquiló una pieza por el barrio de Monserrat. Cuando la plata se terminó, se tuvo que ir. Dejó una deuda de 49 pesos y algunas pertenencias como garantía, entre ellas su plancha eléctrica, que sigue ahí. Las primeras noches durmió en la Plaza Miserere, pegada al altar de la Virgen. Le pidió a un barrendero si le prestaba la escoba para limpiar el suelo. El tipo se sorprendió.
“En la calle hay dos vidas: la decente y la otra. Al principio anduve por el Once. No me gustó el ambiente. Viene cualquier tipo y pretende acostarse al lado tuyo. El que quiere tener una vida digna, aunque no tenga techo, no puede vivir ahí”, dice con la voz firme y didáctica, resabios de maestra. Está convencida de que una vida sin techo es como todo: tiene pros y contras. Cita ventajas: “No tenés que pensar cómo capear la situación”. Las desventajas parecen más: “Si alguien te regala una frazada, después no tenés adónde guardarla hasta el próximo invierno. No se puede andar con demasiadas cosas. Llevo una bolsita con remedios y debería donar algunos porque ya no los uso. Hoy un tipo me regaló una vela que pesaba como un kilo, ¿qué hago con una vela? La tuve que regalar”.
Con la ropa es lo mismo. Recibe, usa, lava, a veces la entrega a otro porque no la puede llevar. Es que su único brazo sano carga una sola bolsa. Tiene unos jeans gastados que le dieron en HBA. La polera de hilo color mostaza es de Cáritas. Dice que va por la calle así, como corre el viento. “Es cuestión de saber para dónde sopla y encontrar un lugar reparado.” No duerme seguido en el mismo lugar, pero siempre es en una vereda céntrica. Advierte: en la calle es preferible vivir un poco aislado. No se le puede dirigir la palabra a todo el mundo. Ella hubiera imaginado que la gente que vive puertas afuera, dice, era más solidaria. Se queja. A veces hay quien maneja la información acerca de dónde comer o dormir con exceso de discreción. “Por suerte, como fui corredora, algunas cosas de la calle sabía. Lo que no, lo aprendí con el tiempo, como a comprar el café o el té en los carritos, a 50 centavos.”
La revista que vende, Hecho en Buenos Aires, es más que una mercancía para ganarse el pan. En este emprendimiento funciona Puerto XXI, un centro social y cultural donde Carmen, otras personas en situación de calle y vendedores de HBA, pueden darse una ducha o participar de un espacio de encuentro, charlas informativas, talleres artísticos y recreativos. La directora del proyecto y la revista, Patricia Merkin, asegura que el trabajo con gente en situación de calle tiene un enfoque diferente al oficial. “En HBA no trabajamos para las personas sino con ellas. Escuchamos la problemática. Ahí es cuando descubrimos las capacidades”, señala Merkin. Y habla del concepto de resiliencia, que toma el conflicto como la base del desarrollo y la oportunidad de desplegar el potencial humano de cada persona ante las situaciones más adversas.
Merkin afirma que tanto en HBA como entre las publicaciones de la gente de la calle a nivel mundial, las mujeres representan más del 30 % de los vendedores. “Ellas suelen tener mayor continuidad y polenta frente a problemas económicos o sociales. Las que trabajan con HBA venden muy bien, se atienen a las reglas y participan mucho de los talleres. Son más sociabilizables y recuperables que los varones. Pero creo que no es una cuestión de género: es un problema de exclusión y de sistema, que a las mujeres nos afecta de una forma determinada porque somos distintas”, explica Merkin.
En una de esas reuniones de HBA, Carmen dice que aprendió una frase clave: “No es lo mismo llenar el estómago que alimentarse. Nadie puede vivir comiendo guisos. Si bien aún con la venta de revistas no me alcanza para mantenerme, con ese dinero me puedo comprar un huevo duro, una hamburguesa, frutas”.
Los ojos profundos como el carbón se abren con el sol, sin horario: a las 6 de la mañana o a las 2 de la tarde. Cuando se cierran, bajo la luna, entre cartones que tratan de protegerla, piensa que el suyo quizá sea un precio por haber trabajado en negro. “Pero no estoy dispuesta a salir de la situación de calle a cualquier precio. Si así fuera, me hubiera ido con esos señores que dicen ‘vamos a pasar la noche que te pago el hotel’. ¿Buscar refugio en un hogar? Ni loca, no puedo estar en un sitio donde hay que entrar antes de la siete de la tarde. Yo termino de trabajar, me voy a la plaza, doy una vuelta.” Antes soñaba con alquilar un departamento. Ya no: “Por la inseguridad, veo las cosas que salen en el diario, está lleno de señoras mayores que viven solas y ¿qué les hacen? Les roban y las matan. Ahora sueño con alquilar una habitación en una pensión. Una nunca sabe lo que puede pasar”.
María Eugenia Ludueña / Diario Pagina12 / Argentina 2006
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