lunes, octubre 23, 2006

Lo que escribís no es tuyo, es una construcción colectiva

Lo único que toca el corazón de Fabián Casas es Boedo. Sus experiencias vitales quedaron marcadas por el paisaje, los amigos de la infancia y de la adolescencia, los partidos de fútbol en el baldío de la calle Agrelo, la humillación de quedar completamente melado (perder todas las figuritas), el Negro Alberto Olmedo (ver aparte) y el Ciclón, la novia a la que le gustaba la música disco cuando él escuchaba Led Zeppelin y la certeza de que la discoteca nunca sería su segunda casa por más que se produjera como un Travolta de chocolatín Jack. “Cuando venía en el colectivo veía que donde estaba el cine Los Andes ahora hay un supermercado, donde estaba el cine Cuyo están los evangelistas. Aunque fue cambiando, es un barrio particular, porque conserva la misma fisonomía, se puede ver todo el cielo, todavía no fue tapado por los edificios”, dice el poeta, narrador y autor de algunas canciones del grupo Pez en el bar Homero Manzi. Y parte de esa fisonomía se despliega en su último libro de relatos, Los lemmings y otros (Santiago Arcos Editor). Si Washington Cucurto funda una nueva zona de la narrativa argentina –la del mundo de la cumbia con sus dominicanas del demonio de fines de los ’90–, Casas opera de un modo similar con el Boedo de fines de los ’70 y principios de los ’80 y lanza al espacio un puñado de seres inolvidables, como el tano Fuzzaro, el japonés Uzu, inventor del “boedismo zen”, o Nancy Costas, ex punk devenida peluquera.
“Boedo es mi lugar de pertenencia y está siempre donde yo esté”, señala Casas en la entrevista con Página/12. “Soy medio melancólico y me gusta tomar whisky a la noche. Y a veces me deprimo, y cuando estoy muy borracho llamo al número de teléfono que era de mi casa. Y siempre me atiende un tipo, le hablo y le cuento que ésa era mi casa. Creo que a la larga me voy a hacer amigo de esa persona”, confiesa el escritor. “Cuando sueño, siempre sueño en esa casa en la que viví hasta los 18. Nunca tuve sueños en otras casas.”
–¿Por qué?
–Supongo que esa especie de purgatorio de la infancia es el lugar donde vivís todas las impresiones que te van a quedar para siempre. Esas cosas quedan mantenidas en la temperatura del inconsciente como si estuvieran en un freezer. Cuando las recuperás en los sueños, regresan con otra temperatura. A veces hago un ejercicio de recordar, y si me concentro, vuelvo a un determinado color del día, a una determinada temperatura o a un olor del momento. Volvés al lugar donde está la base, donde se construye toda tu vida.
–¿En qué momento aparece el impulso de escribir?
–Cuando estaba en séptimo grado, en el colegio Martina Silva de Gurruchaga, tenía un maestro que se llamaba Alfredo Chitarroni (el hermano del escritor y editor Luis Chitarroni). A mí no me iba bien y él me preguntó qué me pasaba, por qué estaba distraído. Le dije que lo único que me gustaba era leer y escribir, pero nunca había escrito nada. Entonces me pidió que cuando escribiera algo se lo mostrara. Y escribí un relato breve que se llamaba Pomelo. Se lo mostré y me dijo que tenía que escribir. Me empezó a dar libros para leer, libros grossos para mi edad, como todas las novelas del boom de la literatura latinaomericana, que ahora no me gustan tanto. Antes solo leía comics, pero él me inició en la literatura. A los 21 me fui de viaje dos años y cuando volví escribí una novela, pero nunca sabía lo que tenía que hacer, eran como prácticas. Yo iba a jugar al fútbol, pero no pensaba que iba a jugar en algún club. Escribía igual, aunque no publicara. Yo soy más lector que escritor, aunque sé que no voy a dejar de escribir. En la canción Los sultanes del swing, de Dire Straits, se habla de unos tipos que están tocando en un bar y la gente está comiendo; ellos tocan, aunque no les den bola. Hace quince años que escribo y publico, por supuesto que quiero que mis libros se lean, pero nunca intenté hacer un trabajo de salir a buscar al lector, porque a mí todos los escritores que me gustaron fueron los que encontré, y no me salieron a buscar. Yo no hago presentaciones de libro ni nada de todo eso.
–En uno de los relatos se alude al “gran escritor argentino residente en Francia”, por Saer, que aparece excesivamente obsesionado contra un best seller con el que compartía editorial: Paulo Coelho. ¿Cuál es el origen de ese cuento?
–Todos mis relatos parten de la experiencia, pero si construyo el personaje solamente en Saer, no lo puedo escribir porque esa persona se morfa al personaje. Son partes de anécdotas que crucé con Saer, cuando estuve con él o que me contaron sus amigos. A mí siempre me impresionó por qué un escritor tan grande como él estaba obsesionado, casi salierizado por Coelho. No lo entendía.
–¿Y es cierto que Saer no conocía la obra del poeta Ricardo Zelarayán?
–Sí, es verdad, yo se lo pregunté, pero otras cosas que le hago decir al personaje Saer me las contó Leónidas Lamborghini, y otros escritores.
–En ese mismo cuento hay una frase que dice “A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos”.
–Eso me lo dijo Zelarayán. Yo conozco a una persona que me puede caer superbien y lo que escribe no me interesa. O al revés. Cuando uno lee a un escritor y se impresiona, quizá si lo conoce personalmente le choca. Por eso es mejor leerlos. Pero a veces hay momentos felices, como cuando conocí a Pedro Mairal, que es mi amigo y lo quiero mucho y estoy leyendo su última novela, El año del desierto, que me parece extraordinaria. O Washington Cucurto, que es como un familiar mío. Ahí coinciden la persona y la obra, pero no suele pasar todo el tiempo.
–Entonces, más allá del autor, ¿en la literatura ganan los libros?
–Sí, para mí el escritor no tendría que importar casi nada porque hay algo que lo excede. Uno es una caja de resonancia a través de la cual pasan un montón de cosas que no te pertenecen por completo. Por eso no entiendo mucho el ego de los escritores. Vivimos en la época del yo, pero es una cosa que te tira para atrás, que te termina haciendo muy infeliz, te destroza; el yo es un mal maestro, te enseña cosas feas y te hace más mediocre. Casi todas las funciones del yo son muy malas en términos literarios. Me lo imagino siempre como la familia, que es necesaria, pero si sigue ocupando de la misma manera ese lugar, te empieza a neurotizar y terminás hecho mierda y paralizado. Lo que escribís no es tuyo solamente, tiene que ver con los vivos, con los muertos; la escritura es una construcción colectiva. Ahora leo la novela de Mairal y pienso en cosas que me pueden servir a mí. La escritura es un trabajo entre todos. Me parece que un escritor necesita leer a escritores que trabajan otro tipo de estéticas; vos ampliás tu paleta de colores cuando hay otro que escribe diferente. Yo veo a la literatura como algo colectivo, no como algo individual.
–Es una visión que remite al momento en que las obras eran anónimas...
–Claro, a mí me fascina la construcción de las catedrales... tipos que se pasaban toda la vida haciendo el picaporte de la catedral. Yo rechazo a los escritores que se toman muy en serio, hay que relajarse un poco. La literatura es una práctica más, que está buenísima para los que le gusta, que tiene una función social muy importante para mí, pero también hay muchas otras cosas por las cuales vale la pena exponerse de una manera más concreta.
–La muerte atraviesa muchos de los cuentos: el tano Fuzzaro se mata con la moto y los lemmings del título aluden a los animales parecidos a las nutrias que, sin motivo aparente, se suicidan tirándose de cabeza por los acantilados. ¿Esta manera en que aparece la muerte es un tema generacional?
–Sí, nos tocó casi todo, como escribí en uno de los relatos: “Muchos borrados antes de tiempo por el liquid paper del proceso, las Malvinas, el sida”. Por empezar la generación anterior a la mía, la de mi primo, que militaba en la Jotapé, terminó muy mal. A su vez, todos los que vinimos después, que nacimos entre el ’65 y el ’68, nos tocó ese purgatorio infernal de la dictadura militar. Tengo un recuerdo que el frío del Mundial del 78 era como un frío metafísico, nunca volví a sentir tanto frío como en esa época. Después vino Malvinas, y en el plano sexual nos tocó el sida. En un poema, Paul Celan dice que “la muerte es un maestro de Alemania”, y la muerte también es un maestro nuestro; este es un país que ha atravesado muertos y muertos y muertos. Había una efervescencia que la percibía a través de mi primo que tomaba facultades, era profesor de Bellas Artes, y yo iba con él de chiquitito a las villas o a las facultades tomadas, y toda esa efervescencia me nutría. Y en el plano de la educación sentimental, cuando pasó el proceso, llegó la música disco y me destrozó porque a mí me gustaba el rock. Yo iba a ver la película de Led Zeppelin con mis amigos, nos vestíamos como se vestían los rockeros, pero la novia que tenía le gustaba la música disco. Todo fue como un desmadre para mí. Ahora no veo la música disco como algo negativo. Pero en ese momento sentía que no estaba ni en el momento justo ni en el lugar adecuado.
–En uno de los epígrafes del libro hay una cita de Schopenhauer. ¿Del filósofo le viene cierto escepticismo ante la vida?
–Sí, soy fanático de Schopenhauer. Para mí la civilización va para atrás, no solamente en términos sociales, también es lo que decía Eugenio Montale: “No cambiar lo esencial por lo transitorio”. Hay una pérdida que es esencial: no saber por qué estás en este lugar, ni de dónde venís ni adónde vas. Tengo siempre la sensación, como tenían los gnósticos, de que ésta no es mi casa. Quizá por eso trato de construir una referencia emotiva con mi barrio, porque tengo la sensación de que es lo que perdí. No conviene leer a Schopenhauer en las fiestas, es muy cruel y demoledor, te destroza (risas). En La nueva Eloísa, de Rousseau, el protagonista viaja del campo al París que empieza a modernizarse. El le dice a la novia, que quedó en el campo, que todas las luces de la ciudad embriagan sus sentidos, pero ninguna cosa toca su corazón. Hay un exceso de imagen y de información, promesas de un montón de cosas que no llegan nunca, que te pueden obnubilar, te podés sentir atraído, mareado, pero realmente no tienen alma, no tienen espíritu.
Casas explica que escribe sobre su experiencia y que no tiene imaginación. “Trabajo sobre muy pocas cosas, las voy desarrollando y a veces me repito y vuelvo a lo mismo. Y cuando no tenga más nada que escribir, chau. Como termina diciendo la peluquera punk: sobre lo que no se puede hablar, mejor quedate callado.”

La ficha: Fabián Casas nació en 1965 en el barrio de Boedo. Cursó filosofía en la UBA, y durante 10 años trabajó en distintas secciones del diario Clarín. Empezó a publicar poesía en los ’90: Tuca (1990), El salmón (1996), Oda (2004) y El spleen de Boedo (2004). En narrativa publicó Ocio (2000) y varios relatos y ensayos en Eloísa Cartonera, editorial de la que forma parte. Es autor de los temas Un hombre solo no puede hacer nada (incluido en el disco solista de Ariel Minimal), Buscando aquel martillo de Thor, La escuelita del señor extraño y Buda (de Pez), entre otros.

Textual: “Una noche, estábamos todos sentados en el zaguán de la casa del gordo Noriega y cayó Andrés con un disco de Spinetta y la caja no era cuadrada, era demencial, y los chicos se lo empezaron a pasar y Andrés tarareaba las canciones con unas letras rarísimas. Para mí era siome. Entonces me crucé de vereda y empecé a estudiar inglés en la Cultural de la avenida San Juan. Quería saber qué decían las letras de las canciones de los Sex Pistols y los Clash. Y cuando las comprendí me di cuenta de que había acertado. Hablaban de lo que yo pensaba en ese momento sobre las cosas. Pero bueno, ahora no veo todo tan negro. Por eso quiero que leas esto que te voy a decir con mucho cuidado: Tu madre dice que todas las personas tendrían que poner sobre papel sus pensamientos. Y que estos pensamientos deben salir de las cosas que le sucedieron en la vida. Tu madre dice que cada persona tendría que construir, al final de su vida, su propio pensamiento y vivir en él. Que esto es más necesario que casa y comida. Te pongo un ejemplo: si yo no hubiera ejercido este vicio de escribir y sacar pensamiento, me hubiera quedado con la mente en blanco cuando lo vi al Máximo en la tele. Como quedaron muchos. Pero yo le dije a la Gorda Fantasía que se tranquilizara –es decir, tomé las riendas de la situación– y que no se puede vivir con el pasado a cuestas. Que Máximo ya había hecho lo que tenía que hacer cuando fue necesario. Y que sobre lo que no se puede hablar, mejor quedarse musa. ¿Estamos?”

* Apéndices al bosque pulenta, en Los lemmings y otros (Santiago Arcos Editor).

El reloj de Alberto Olmedo: El papá de Fabián Casas, Juan Carlos, fue representante artístico y mano derecha de Alberto Olmedo. Aún conserva en su casa un archivo fotográfico del Negro y objetos como la bata del Manosanta, nada menos. “A mí me genera mucho rechazo la intelectualización de Alberto”, dice Casas. “Cuando me fui de viaje a los 21, Alberto me regaló un reloj, un Cartier para mi cumpleaños. Para el viaje, intenté venderlo porque necesitaba plata. Y era falso. Yo me imaginaba la risa de la claque de Olmedo”, recuerda el escritor. “Cuando volví, mi viejo estaba muy preocupado, porque yo tomaba drogas. Fui a verlo a mi papá al Canal 9, y como estaba demorado, el que vino fue Alberto. El me empezó a recriminar, y de pronto caigo en la cuenta y lo miro: ¡el tipo que me está diciendo que no tome drogas, está vestido de Manosanta con una peluca!”
“Olmedo fue como un tío, crecí con él, pasaba los veranos en su quinta y los hijos de su primer matrimonio son como familiares míos”, sintetiza Casas. “A mí me ofrecieron escribir la biografía de Alberto y no quise.”
–¿Por qué?
–Me pareció que era algo muy cercano, y yo necesito que todo lo que es experiencia pase por el filtro del tiempo.

Silvina Friera

© 2000-2005 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Todos los Derechos Reservados

No hay comentarios.: