lunes, octubre 30, 2006

El invierno de nuestro desconcierto

Lo de Bambi siempre fue la extorsión emocional, con su dramón hiperlacrimógeno insertado en el medio del “ciclo de la vida” que se reproduce al infinito. Le dio tan buenos resultados a Disney con la película de 1942 dirigida por David Hand sobre la novela de Félix Salten, que clonaron su estructura medio siglo más tarde en El Rey León (el circle of life, la muerte del padre en lugar del de la madre). Sólo que en la película de los ciervitos las cosas parecían –o parecen hoy, vista con el doble de historia del cine encima– dispuestas enteramente para ese momento fatal: la presentación del bosque como un universo absolutamente armónico, la interacción perfecta entre todos los animalitos y animalejos, los paseos controlados por la pradera (con coreografías de ciervos que parecen escenas pensadas para Fantasía) y la amenaza única –no asoman leones ni otros carnívoros peligrosos por ahí– del ser humano. La muerte de la madre ocurre en menos de un minuto; Bambi se entera de golpe de que su madre ya no corre atrás suyo, escapando como él de los disparos de rifle cuyos sonidos rebotan entre los árboles. La aparición casi fantasmagórica del padre –figura siempre distante, más temible que protectora– anunciándole que su madre fue llevada por los hombres y que “ahora deberás aprender a andar solo” se recorta sobre el paisaje blanco del invierno. Bambi es, antes que nada, esa escena: la muerte de la madre. El resto del invierno se nos escamotea; por supuesto que el ciervito se recupera, reaparece con la primavera, renace con la adolescencia, pone a prueba su capacidad de supervivencia en la naturaleza y finalmente se convierte en padre, perpetuando todo el asunto.

Bambi II: el gran príncipe del bosque llega casi 64 años después para tramitar con asepsia y sin sentimiento la traición a todo aquello que hizo de la película original un clásico. Lo más notable es que no se hace esperar: ya la primera escena de la película consiste en una tramposa, desvergonzada transformación de aquel momento clave en la nieve. Todo se ve desde otro ángulo, desde una distancia que parece indicar un flashback: papá ciervo se acerca a Bambi, le acerca las malas noticias, pero en ningún momento le lanza el fatal “vas a tener que aprender a andar solo”, sino que se limita, con la solemnidad de siempre, a indicarle que lo siga. Y lo que sigue es sencillamente increíble: una “corrección” de todo lo que siempre creímos que había ocurrido; eso que la omisión, la elipsis, el fundido a negro nos sugerían a la vez que nos ahorraban: el duelo del joven huérfano. No por nada la lechuza (el maestro del bosque) le daba la bienvenida cuando se reencontraba con un Bambi ya más crecido en plena primavera. Pero acá está, dice Bambi II, esto es lo que pasó en realidad: papá inicia el papeleo para buscarle una madre sustituta a Bambi –que para eso están las hembras, para cuidar a los bambis, mientras que él debe dedicarse a echar un ojo vigilante sobre todas las criaturas–, pero el muy cornudo se ablanda un poco y accede a cuidar de su hijo, acompañarlo y educarlo, aunque más no sea hasta que termine el invierno.

A la nueva película claramente le importa un cuerno el ciclo cruel pero imperturbable de la naturaleza que el Bambi del ‘42 no cuestionaba y se esmeraba en respetar hasta las últimas consecuencias dejando en claro que el único animal verdaderamente jodido es el hombre. Disney está fagocitando sus propios clásicos, está prendiéndole fuego a su marca con la producción en serie de secuelas berretas de las joyas de la familia. Esta vez, un equipo de mercachifles dispuso todo para convertir al distante príncipe del bosque en carne tierna y servirles la merienda a un montón de niñitos que, tres, cuatro generaciones después, no sospechan siquiera que alguna vez hubo una película que prácticamente fue la que les puso el nombre “bambi” a los cachorros de ciervos de todo el mundo.

Mariano Kairuz

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