lunes, octubre 23, 2006

“El universo McDonald’s es tan ordenado que destierra al azar”

Acodado en la mesita del McDonald’s, ensimismado en sus pensamientos, imaginó una historia. Miró a su alrededor y vio un mundo. Harto de la depreciación literaria del no lugar (shoppings, aeropuertos y McDonald’s), el escritor Carlos Gamerro, autor de las novelas Las islas y La aventura de los bustos de Eva, entendió que la casa de comidas rápidas era el antídoto perfecto contra el costumbrismo. Quiso neutralizar esa manía tan argentina de buscarle a toda historia su color local, ese tonito autóctono manifiesto en un bar, una casona chorizo, un club de barrio. Esta vez sería distinto: como en un extenso poema de corriente de la conciencia (hacer poesía de McDonald’s no suena mal, dirá el autor) fue tomando forma Las hamburguesas del mal, un brillante cuento incluido en El libro de los afectos raros (2005, Editorial Norma), algo así como la primera ficción dedicada al fast food. La de Gamerro es una historia trágica que se sitúa en la mesa junto a la isla de juegos, marcada por la amabilidad insana del empleado del mes, por la adicción al Big Mac, el orden rutinario de la comida ordenada en tres tamaños (“como la ropa y las personas”), en un universo cerrado que sobreimprime intensidad e intimidad al lugar menos pensado.
Siniestro –cree Gamerro, en consonancia con Freud– es lo que surge de lo familiar cuando se desnaturaliza. Es eso que –como sucede en sus otros relatos recién publicados– remite a lo raro, lo no tan común, lo que es escaso y valioso, o poco frecuente y rechazado por la mayoría. Las hamburguesas... es un relato particular sobre un hombre cualquiera abandonado en el local de Kroc (Ronald McDonald en la versión norteamericana), allí donde la vida parece no transcurrir, donde faltan almanaques y relojes y –sin embargo– se festejan muchos cumpleaños, donde la sonrisa perpetua es más el testimonio de una posesión endemoniada que un gesto de generosidad o confianza...; es sobre un territorio que otros tantos desprecian, al que apenas el cineasta Morgan Spurlock dedicó un documental más que crítico... ese lugar al que la alta literatura no dedicaría más que la mueca del asco o la indiferencia. Ese lugar mereció la atención de Gamerro, en cuyo hábitat situó a un hombre sufriente en lo peor de un calvario personal, bajo esas luces dicroicas, en extraña e íntima relación con el empleado del mes y con estrategias calculadas para no perder su mesa de todos los días. Ese hombre reclama su trono bajo la estatua del payaso Ronald McDonald, bajo la mirada preocupada del custodio. Como un cronista del ámbito real en el que cientos pasan parte de sus días, fascinado con el contexto de observación, Gamerro escribió: “Creen que están a salvo porque no son capaces de imaginar una vida menos afortunada que ésta, el reverso oscuro y revuelto de todo lo que aquí dentro está parcelado y ordenado, la gaseosa en tres tamaños, chico, mediano, grande, como vienen la ropa y las personas, los helados soft con volutas programadas, las ensaladas eternamente frescas en sarcófagos de celuloide transparente. Pero puertas afuera, en la noche indistinta, acecha una realidad intestinal y temible, dejada de la mano de Kroc”. Se le pide, como parte de una crónica-performance para Página/12 (que recibe de buen grado), que visite otra vez esa tierra de fantasías, el origen de su relato fundador –de los únicos que existen en la Argentina, además de unas referencias ligeras de César Aira al local de Pumper Nic– para mirar y contar, más en el rol de un cronista que de un novelista, ahora que está de moda pedir al escritor que visite lugares in situ en el año del redescubrimiento de la crónica. “En Las hamburguesas del mal no se termina de ver dónde está la corriente afectiva entre un adicto a McDonald’s y un empleado del mes –dice Gamerro–. No se termina de saber si cuando lo echan se condena o se salva. Es un tipo de narrador que comparte ciertas características con el de otro cuento mío llamado Tarde perfecta con una loca: obsesivo, que vuelve siempre sobre lo mismo, vinculado con la escritura como con un monólogo.”
¿Por qué se fijó Gamerro en el McDonald’s? ¿Y cómo fue que anticipó esa ciudad maloliente de cartoneros y revolvedores de basura que hacen base en la puerta de esos locales al caer la noche, allí entre la gigantografía del payaso y las bolsas de polietileno negro? “Se mezclan horriblemente el pastelito de manzana mordido con la ensalada mustia –escribió Gamerro–, se derraman las papa fritas exangües en la boca abierta del vaso grande destapado, ensopándose de espesa gaseosa negra...” El origen es muy sencillo: “Viene de una experiencia personal muy concreta: es sobre un padre que pierde a su hija; y surge de una experiencia personal mía: mi primer hijo se murió. Recuerdo haber ido a la maternidad a hacer trámites con posterioridad a la muerte de mi hijo, salir de ahí e ir a comer al McDonald’s y estar rodeado de otros niños con una sensación rara, sabiendo que eso que me había pasado no podía entrar a esa otra dimensión. Con una sensación de irrealidad que me hacía pensar en el infierno, que eso mismo era el infierno”.
–Un universo de una extraña intensidad... todo lo contrario al concepto que le atribuye ser un no lugar...
–Es ya un cliché pensarlo como un no lugar. Yo lo veo como una burbuja que te pone afuera del espacio, fuera del tiempo. Y por eso me parece absurdo festejar un cumpleaños en McDonald’s. Haber encontrado la poesía de McDonald’s tiene lo suyo: siento que la pude poner en palabras. Desde el lado metafísico, es un universo tan ordenado que destierra al azar...; allí nada puede pasar que se salga de lo previsible. Uno sabe exactamente lo que va a suceder y, en cambio, vas a un restaurante cualquiera y es lo imprevisible. Un ámbito así necesita su revés siniestro.
–Usted anticipó en Las hamburguesas... la ciudad de los revolvedores de basura...
–Incluso el relato es bastante anterior a todo esto que pasa, pero hay una previsión. Ya en mi novela Las islas, un personaje hace una comparación entre los McDonald’s y los Pumper. El Pumper era una especie de atmósfera zen, muy silenciosa, muy tranquila, como contracara de una época de McDonald’s en la que sintetizaba lo nuevo, lo hiperactivo, lo sacado. En Pumper la voz del tipo decía pausadamente frenys... Coca..., allí todo era muy lento....
Los escritores no cuentan historias de McDonald’s. ¿Qué es lo que no les interesa? Tal vez esa compulsión a la repetición (un mismo orden, el uniforme, los sabores que se reiteran invariables en Argentina y en el mundo). O será por la falta de matices en la ropa y en los locales, esa unidimensionalidad que equipara olores e imágenes hasta hacerlos monolíticos, dictatoriales.... Podría pensarse que todo eso junto direcciona la mirada y la prosa hacia un único lugar que no requiere de una subjetividad y se siente a salvo de cualquier aporte del escriba. Carlos Gamerro cree todo lo contrario. “Un espacio como McDonald’s –contrapone– es un excelente antídoto contra el costumbrismo, en reemplazo del bar barrial. Es una alternativa a seguir buscando lo propio de manera reductiva. Es tan claro que cualquier intento de representación de la realidad, o de la actualidad, se limita a unas pocas imágenes. Todos los lugares internacionalizados, globalizados, son fundamentales para no caer en algo de reaccionario-nostálgico de ir a buscar siempre lo propio-típico, la cuota de color local. Y existen pequeñas diferencias. Como se dice en Pulp Fiction, de Quentin Tarantino: en Francia al cuarto de libra le dicen Royal con queso.”
Supone Carlos Gamerro que hay una nueva camada de escritores que podría empezar a fijarse en espacios como el de McDonald’s, el que ahora visita para posar acodado como el personaje de su cuento, el que lo inspira a semiabrazarse al muñeco del payaso. En cualquier caso, le gusta pensarse a sí mismo en su condición de pionero. “Ya en Las islas –dice– laburaba sobre nuevos espacios: inventaba un nuevo edificio de la SIDE en los sótanos de un shopping en el cruce imposible de Córdoba y Paraguay; hablaba del tránsito del proceso al menemismo. Era el mismo edificio pero invertido: sobre la tierra y por debajo, como metáfora espacial sobre el terror de Estado y la economía como su reflejo invertido.” Le atrae, también, entenderse como un cronista que necesita de la investigación y el trabajo de campo para formar su trama, uno que recorre las caras extasiadas de los niños, esa ligera decepción en el momento de la mordida como en el código de las películas porno donde la concreción defrauda..., todo eso vio, y vuelve a ver este día..., todo eso se lee también en su cuento sobre una adicción a un lugar. “Yo siempre encaro algún tipo de investigación: he ido mucho a McDonald’s... La sensación es de cierto interés por cómo lograron meterse en la cabeza de los chicos para darles ciertas cosas que ellos quieren, más allá del juguetito –explica–,... cómo ofrecen lo previsible, lo rutinario, al mismo tiempo horrible y fascinante. Imagino una novela, pero sería todo un desafío donde habría que incorporar a todos los niveles de los que trabajan ahí, en ese ambiente alegre, festivo, pero en el anonimato más absoluto.”
Mientras recorre los pasillos mínimos entre las mesas empotradas, cuando se codea con un pedigüeño inmediatamente expulsado por el guardia –incluidas la palmada y la sonrisa–, Carlos Gamerro dice que es posible pensar esta red de relaciones y sabores sólo en términos de oposición. Será entre un adentro previsible, seriado, y un afuera amenazante que desordena y desmoraliza. Será, también, acorde con la lógica desaforada y compulsiva del porno, contraria a las leyes del erotismo de tipo sensual. “El amor y el deseo van por carriles distintos –dice el escritor excursionista–. Son dos fuerzas que tienen lógicas y reglas distintas y que no tienen por qué ir siempre juntas. El anhelo de esta comida es como la necesidad de un adicto. El momento de la sensualidad por la comida es cuando entra en la boca y en McDonald’s ese minuto es el de la decepción máxima, cuando uno piensa cómo pudo anhelar eso. El instante en que se satisface el deseo es el de la máxima decepción y, sin embargo, vuelve a generar deseo. Es la lógica de la compulsión a la repetición, como en una película porno.”

La ficha: Carlos Gamerro es novelista, cuentista y profesor de literatura en la Universidad de Buenos Aires. Entre otros de sus trabajos publicados figura la antología sobre guión Antes que en el cine (1993, junto a Pablo Salomón) y traducciones de libros como Un mundo propio, de Graham Greene; La mano del teñidor, de W. H. Auden; Poesía y represión, de Harold Bloom, y Enrique VIII, de William Shakespeare. Es, también, autor de una profunda novela sobre la vida de un ex combatiente de Malvinas, Las islas, donde también utiliza escenarios como el de la torre de lujo y el shopping (a los que se resiste a aplicar la categoría de no lugar). Escribió, a su vez, el estudio Harold Bloom y el canon literario, las novelas El secreto y las voces y La aventura de los bustos de Eva. Si en sus novelas se interesa en los cruces entre la ficción y la historia argentina reciente, en su libro de cuentos recién publicado, El libro de los afectos raros, elige esa zona turbia, ríspida, en la que las relaciones toman visos alejados del común, de lo mayoritario, y se convierten en vínculos polémicos, inasibles, muchas veces condenados por su extrañeza, su crueldad o su autonomía.

Textual: “En segundos yo había pasado del orden de lo único e individual al orden de lo promiscuo e indiferenciado, y cuando se fue para no volver apoyé la cabeza sobre los brazos y sollocé desconsolado. Quería gritarme, quería gritarles a los ocupantes ciegos y sordos de las mesas vecinas: ¿Qué estamos buscando acá? ¿Para qué venimos? ¿Escapando de una tristeza intolerable sólo para hacerla peor?... Cada vez que se acercaba la hora de comer caminaba con sudoración nerviosa las calles diciéndome hoy no, hoy voy a ir a un restaurante normal, donde un mozo de blanco con moño negro se acercará a servirme, me enfrentaré con valor a un menú impredecible y afrontaré la zozobra de elegir, esperaré minutos largos como días a que llegue el pedido, un pedido del que cabe esperar cualquier cosa, un pedido cuya coincidencia con idénticos pedidos en distintos restaurantes no irá a veces más allá del nombre, y llegado este punto la angustia podía ser tal que mis ojos saltaban sobre las copas de los árboles en busca del doble arco dorado como los peregrinos buscarían en el horizonte el primer asomo de la aguja de la catedral.”

Afectos rarisimos: En otro de los relatos destacados de El libro de los afectos raros, Carlos Gamerro se ocupa del romance imposible entre un treintañero y una nena de nueve, en verdad su alumna de clases particulares de matemática. El relato va un paso más allá de la Lolita de Nabokov, aquí donde nada hace previsible la atracción del adulto por la prepúber, narrando un vínculo que ni siquiera hace foco en la explosión de la sensualidad adolescente sino un paso antes. La nena asegura que ya cogió; su padre fomenta el vínculo con otro tipo: las clases se convierten en un hecho erótico que vence el tabú. “Marina te manda muchos besos...”, le dice el padre en este triángulo no convencional, ajeno al runrún típico de la corrección política. La ficción de Gamerro se anima a lo imposible, desconoce un corset de restricciones que llegarían del territorio de la moral..., se deshace de realismo y proclama la autonomía de la literatura por encima de cualquier otro discurso: allí no ingresan ni el testimonio, ni la religión, ni la psicología, ni las consignas de género, ni siquiera los derechos del niño.

Julián Gorodischer Diario Pagina12 / Argentina 2005

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