jueves, octubre 26, 2006

La guerra de los divanes

Se parecía muchísimo a Fernández: tenía cuarenta y pico, padecía la enfermedad de no creer en nada y buscaba refundar su vida. Sin embargo, los diferenciaba algo central: Pacheco se había enamorado de su amante y quería casarse con ella. Gerente de una multinacional, sin hijos, muy lejos de la andropausia, con muchas horas de gimnasio y buena presencia, Pacheco era un buen candidato en el mercado de los hombres solos. Recién separado se dedicó a tener muchos amoríos, pero conoció el amor en los prefacios del divorcio. Cuando éste finalmente quedó firmado en un juzgado civil, el amigo de Fernández sintió irrefrenables deseos de repetir el error. Le propuso a la señorita Pazos boda, pompa y circunstancia.

Los había presentado el propio Fernández: Pazos era secretaria ejecutiva de una empresa de servicios, y había vivido en tortuoso concubinato con un escritor de folletines durante más de una década. Luego había roto esa relación, había hecho el duelo y se había puesto siliconas: era una chica de buen ver. Cuando la conoció en la intimidad y en la penumbra, y comprobó que había química entre ellos, Pacheco sintió un pinchazo en el corazón y la quiso para siempre. Ella, sin embargo, tenía buena memoria, y sabía lo que era equivocarse con la pasión y también los frutos amargos que acechan en la convivencia. De modo que se entregó a los fuegos de Pacheco, pero sin quitarse el traje de amianto.

Vivieron realmente un incendio. La ciudad era un mapa de sus paseos, de sus falsas rupturas, de sus fogosas reconciliaciones y de sus juegos de seducción. Todas las mañanas, Pacheco la llamaba desde el auto y le preguntaba:

-¿Cómo viniste vestida hoy, corazoncito?

-Con el vestido azul -le respondía ella.

-Me encanta ese vestido. ¿Y qué trajiste para mí?

-Traje un déshabillé de seda y una sorpresa.

Se buscaban y se encontraban cada día, y a veces amanecían juntos en una casa o en la otra. Pero ella se iba rápido con cualquier excusa o le pedía que él se marchara porque tenía que hacer un trámite o recibir a su madre, a quien la señorita Pazos no le había contado nunca nada. Pacheco, en cambio, le contaba a todo el mundo que estaba saliendo con "la mujer de su vida" y que buscaba una segunda oportunidad: "¿Sabés lo que quiero, Fernández? Quiero que se encienda de nuevo la luz y que todo comience de vuelta. Todo a estrenar: piel, anécdotas, familias, amigos, paisajes, costumbres. Todo".

A la señorita Pazos esos desbordes la llenaban de fascinación y de miedo, en dosis bastante parejas. Era irresistible ser amada tan torrencialmente, pero también resultaba inquietante que ese huracán arrasara con el confortable castillo que por fin ella había logrado construir, penosamente y día tras día, utilizando los restos maltrechos del anterior naufragio. Cuando las asimetrías del amor se volvieron tan evidentes entre ellos, la secretaria ejecutiva se sintió vulnerable y volvió a terapia. Su psicóloga era una cincuentona de ropa ajustada y cirugía mayor que se había vuelto una verdadera experta en mal de amores. Rápidamente tomó las riendas del carro y le dijo lo que su paciente quería escuchar: Usted ya no puede volver atrás. No intente poseer y así no será poseída.

Cuando la secretaria, aliviada como nunca, le contó a su amante esos consejos, Pacheco montó en cólera. No pudo resistir la tentación de refutar los dichos de la psicóloga y tampoco de enviarle duros mensajes a través de la señorita Pazos. Decile que él confunde la pasión con el amor, y que sus verdaderos deseos se circunscriben a la testosterona y lo hacen ver espejismos, le devolvió la cincuentona.

Pacheco sentía dos cosas: el hostigamiento permanente de la psicóloga y el silencio cómplice de su novia. Fernández le recomendó que él también hiciera terapia. Pacheco buscó a un lacaniano y le pidió que lo defendiera. El psicólogo extrajo rápidamente una cita de Lacan para la ocasión: "El amor verdadero siempre es correspondido porque nadie puede resistirse al tremendo halago que significa la entrega incondicional del otro".

El gerente y la secretaria ejecutiva tomaron por costumbre eludir la discusión cara a cara y utilizar a sus psicólogos como voceros de sus pensamientos. Era una costumbre malsana, puesto que llegaban a narrarse detalladamente las sesiones el uno al otro, y luego se las reproducían a sus psicólogos. En seguida se desató la sutil guerra de los divanes, y los pacientes pasaron a ser voceros de sus terapeutas. En ocasiones, también en correos del zar, ya que los psicólogos se enviaban fotocopias de libros para enmendarse la plana. Los profesionales se odiaban desde la vanidad de la teoría, y los amateurs miraban el enfrentamiento como se mira un partido de tenis, pero con el corazón en un puño.

Las refriegas psicoanalíticas llegaron a tal nivel que un día la señorita Pazos rompió a llorar y le rogó a la cincuentona que hiciera algo urgente porque no podía seguir sufriendo. La cincuentona le sugirió a la secretaria que le pidiera al gerente que le propusiera al lacaniano un encuentro de profesionales, en un lugar neutral, para poner reglas nuevas y para zanjar una cuestión que a todos se les había ido un poco de las manos. El lacaniano aceptó y hubo un encuentro frente a frente, una especie de reunión de Yalta cuyos resultados los novios esperaban con aliento contenido.

El lacaniano se reunió esa misma tarde con su defendido y le dijo que la señorita Pazos tenía algo de razón: Hay mujeres que no pueden ser poseídas jamás, y uno debe adaptarse a ellas. Tendríamos que replantear algunas cosas, siempre manteniendo la idea de la entrega, que, como señalaba Lacan, es tan fundamental en el amor. La psicóloga de la secretaria ejecutiva le dijo, por su parte, que el lacaniano no era un improvisado ni tenía animadversión por las mujeres, como al principio parecía, pero que la señorita Pazos debía mantenerse inconquistable, defendiendo su libertad a cualquier precio.

En Yalta convinieron que sus pacientes mantendrían hermetismo y privacidad sobre el contenido de las sesiones, de manera que la vida continuó, pero lo hizo con sonoros silencios. A medida que la señorita Pazos recuperaba la alegría y la independencia, Pacheco se iba hundiendo en la ansiedad amorosa y en el pesimismo. Le pareció, por un momento, que Lacan había escrito sus obras completas únicamente para hundir sus pobres argumentos de hombre enamorado. Y al cabo de un tiempo ocurrió lo previsible: empezó a perseguir desbocadamente a su novia hasta hartarla, y la señorita Pazos le escribió una carta final en la que le anunciaba que no quería seguir adelante.

Se citaron en un café de San Telmo, por última vez, y Pacheco lloró, apretó y pataleó, pero perdió al final la batalla. Ella, compungida porque lo había querido mucho, se mantuvo en su decisión y se despidió diciéndole que era maravilloso. Pacheco abandonó la terapia, caminó durante meses sobre su propio dolor, engordó diez kilos y pidió un traslado a la filial de Lisboa.

Antes de irse le contó a Fernández que un día, vagando por Recoleta, había visto a los dos psicólogos tomando una copa juntos. Pacheco se quedó parado en la vereda, mirando desde afuera los gestos del lacaniano y la cincuentona, que se sonreían en la barra. El lacaniano le compró una flor a un vendedor ambulante y ella le acarició brevemente la mejilla.

Fernández / Diario La Nacion / Argentina 2006

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