Hace unas semanas conocí en México a una argentina que lleva más de diez años viviendo en Suecia. Eramos unos cuantos caminando bajo el sol rajante del mediodía en las pirámides de Teotihuacán, y Lilian, la argentosueca, que era la que sobrellevaba mejor el calor y el ascenso y descenso de las sucesivas pirámides, tuvo la gran idea de empezar a contarnos historias sobre Suecia, todas ellas llenas de frío y nieve y hielo. El efecto fue notable: lo que hasta entonces era un castigo se convirtió en el paseo que todos queríamos hacer. Lilian se volvió a Estocolmo y nosotros a Buenos Aires, y ahí terminaría todo esto si yo no me hubiese comprado, para el vuelo de vuelta, un libro que encontré en oferta en el aeropuerto del DF. Una de las historias que nos había contado Lilian ocurría en Laponia, al norte de Suecia, y tenía un fantasma. En el libro que me puse a leer en el vuelo de vuelta descubrí con un escalofrío quién era ese fantasma. Los calores de estos días se parecen tanto a aquel mediodía mexicano que vale la pena probar el antídoto de Lilian, a ver si funciona de nuevo.
En un lugar llamado Jukkasjärvi, en Laponia, al norte de Suecia (200 kilómetros dentro del Círculo Polar Artico) irrumpe todos los años un edificio magnífico que se conoce con el nombre de Ishotellet. Su construcción se inicia todos los años en el mes de octubre, cuando ya es invierno por esas latitudes, y un puñado de los mejores escultores lapones y suecos se reúnen allá y ponen manos a la obra. El agua del río Torne es de una rarísima singularidad al congelarse: por ser agua fluyente da un hielo sin burbujas, y por su calidad inigualable –es de las poquísimas aguas no contaminadas en todo el norte de Europa–, tiene una transparencia y una calidad que ofrece a los escultores que levantan el Ishotellet la mejor materia prima imaginable. Porque todo en el Ishotellet es de hielo: los pisos, las paredes, los techos, las mesas, las sillones, las camas, las lámparas, los platos para comer exquisitos platos fríos, los vasos para beber en el bar, cuyo mostrador y taburetes también son de hielo. Todo, todo es de hielo en el Ishotellet. Sobre las camas y cada superficie donde sentarse se colocan pieles de reno, cuyo carácter impermeable y aislante hace tolerable la inmovilidad y altamente disfrutable la charla y la contemplación del panorama circundante: un paisaje lunar, con una luz que más que luz es como un resplandor azulado a lo largo del brevísimo día y la prolongada noche. Cada habitación del Ishotellet es única porque es obra de un escultor diferente y cada uno de ellos le da a la suya un tema específico. La experiencia se completa, para los más afortunados, con la contemplación de un fenómeno meteorológico único en el mundo: la aurora boreal.
De más está decir que el Ishotellet es, cada año, un espectáculo irrepetible, porque se extingue naturalmente cuando los primeros soles de la primavera nórdica comienzan a derretirlo, en el mes de mayo. Lejos de lamentarlo, sus autores comienzan ahí mismo a planear el Ishotellet del año siguiente, por una razón más que atendible: el Ishotellet no sería el Ishotellet sin su fantasma, y sus artífices no quieren espantar ni despertar las iras de ese espectro que es la secreta razón de ser del Ishotellet, porque su función es producir en los huéspedes una ráfaga de estremecimiento que, según todos aquellos que la han experimentado, reúne en un mismo espasmo el deseo de permanecer para siempre en esa posición, en ese lugar, contemplando las estrellas a través del techo transparente, y la certeza de que todo, todo acaba en esta vida, tal como se funde un instante en el instante siguiente, tal como la materia del Ishotellet de hoy es exactamente la misma que la de los años pasados y la de los años por venir.
El libro que me puse a leer en el viaje del DF a Buenos Aires eran las memorias del extraordinario, el innombrable Mario Praz (un ensayista italiano a quien la posteridad no ha hecho justicia por su fama, en vida, aparentemente más que fundada, de fulminante jettatore). El libro se llama La casa de la vida y en él Praz pasa revista a su existencia mientras nos lleva de recorrida por su legendario departamento del Palazzo Ricci romano, habitación por habitación: cada objeto es un recuerdo y cada recuerdo un relato, para Praz y para el que lee (los que hayan visto la película Grupo de familia, de Visconti, encontrarán a Praz retratado con despiadada maestría cuando el gran Luchino cuenta qué le pasa a un viejo esteta italiano, enemigo acérrimo de todo lo moderno, al mudarse al departamento contiguo al suyo un grupo de inquietantes jóvenes disipados). Uno de los relatos del libro de Praz es detonado por una rara pieza de cristal rusa comprada en Finlandia, que a su dueño le recuerda instantáneamente un epigrama de Marcial. Al enterarse del accidente fatal de un niño decapitado por un pedazo de hielo, Marcial dijo: “Oh, ¿dónde no estará la muerte, si hasta el agua consigue degollar?”.
A continuación, Praz procede a relatarnos un hecho ocurrido en el invierno boreal de 1740, uno de los más fríos de aquel siglo. La emperatriz rusa Ana Ivanovna y su corte se aburrían en uno de sus palacios de invierno, cerca de lo que hoy es Finlandia, donde habían quedado varados por las inclemencias del tiempo. Para entretener a su soberana y hacer más breve la espera que los juegos de salón no alcanzaban a disimular, el chambelán Alexei Danielovich Tatischev mandó construir en el patio central de palacio una casa enteramente de hielo. Todo empezó cuando uno de los cortesanos dijo, mirando por la ventana: “Tanta agua aquí, y nada en el resto de los planetas”. Tatischev contestó que Saturno tenía agua, pero a causa de su distancia del Sol, estaba congelada. La emperatriz jugueteó con la idea de tener un espejo hecho de hielo y uno de los cortesanos se preguntó en voz alta por qué detenerse ahí, por qué no pensar en una recámara, e incluso una residencia entera, hecha de hielo. Tatischev se maldijo por haber hablado de Saturno y no tuvo más remedio que mandar construir en el patio de palacio la dichosa casita de hielo para su soberana.
Ana Ivanovna era famosamente disoluta, “amantísima de la diversión tanto como del escarnio”, y su corte, como toda corte, por temor a irle en zaga la estimulaba a llegar más lejos en sus caprichos. La corte pronto se aburrió de contemplar desde las ventanas cómo los servidores cortaban con regla y compás trozos del hielo más puro y usaban agua como cemento para alzar las paredes de esa diáfana estructura, que parecía una sola pieza de zafiro a la luz de las antorchas del patio. Cebada por sus damas y boyardos, Ana Ivanovna exigía más y más excentricidades de la pequeña diversión ideada por el pobre Tatischev. Primero pidió que se amueblara la casa con piezas hechas en hielo, luego que se la decorara con piezas del mismo material (incluyendo un pequeño jardín de naranjos de hielo en el frente). Cuando la casa estuvo enteramente equipada, con vajilla, candelabros y hasta un vestuario completo para dos personas, hecho todo en hielo, cuando Tatischev ya rogaba a todos los dioses que el clima permitiera de una vez a la emperatriz y la corte seguir viaje a Petersburgo, Ana Ivanovna le hizo saber que sólo faltaba algo para que aquel entretenimento fuese completo: una feliz pareja que pasara la noche en la primorosa casita de hielo.
Pero para eso necesitaríamos seres oriundos de Saturno, dijo Tatischev. En absoluto, contestó la emperatriz. “Nuestra madre Rusia ha dado seres de resistencia admirable que sabrán valorar en su justo punto esa deliciosa residencia.” Los pusilánimes cortesanos temblaron y temieron lo peor, hasta que Ana Ivanovna posó sus ojos en el bufón de la corte, un enano llamado Galitzin, y recordando que alguien había dicho que el enano amabaen secreto a una de las doncellas de su séquito, dictaminó que esa misma noche se celebrarían las nupcias de Galitzin con su enamorada, la doncella Buzeninova (llamada así porque, en ruso, buzenina significa carne de cerdo).
Se mandó llamar entonces a un staretz, se celebró la boda con farsesca pompa, se iluminó a giorno el patio de palacio con un sinfín de antorchas, se condujo a los cónyuges hasta la transparente recámara nupcial al son de timbales y trompetas, y se los encerró allí a pasar la noche. Galitzin y Buzeninova no podían sentarse ni tocar nada sin sentir un frío glacial. Trataron de mantenerse en movimiento para generar calor, luego empezaron a golpear la puerta pidiendo salir. Cuando entendieron que nadie les abriría, arremetieron entre maldiciones contra todo lo que podían romper. Rodeados de añicos pero aún encerrados, procedieron a frotarse y darse palmadas uno a otro para evitar el congelamiento. Cuando quedaron exhaustos, se limitaron a abrazarse en el lecho nupcial y se encomendaron a la divina providencia. Dando por finalizado el espectáculo, la emperatriz y su comitiva se retiraron de los ventanales y partieron a sus respectivos aposentos. El único que seguía despierto era Tatischev, quien esperó hasta que el palacio quedó a oscuras y en silencio y recién entonces se atrevió temerariamente a mandar rescatar a la triste pareja.
Galitzin y Buzeninova ya estaban azules e inertes. Se los frotó enérgicamente con nieve, echaron vodka en sus gargantas y los dejaron al cuidado de un médico junto al gran fogón de la cocina. Buzeninova fue la primera en recuperar la conciencia, Galitzin seguía inconsciente por la mañana, y por esa razón fue dejado atrás cuando la comitiva imperial pudo por fin trasladarse a Petersburgo. Con el séquito de la emperatriz partió Buzeninova. Al despertar finalmente, Galitzin supo que para su amada aquello sólo había sido un episodio más de esparcimiento de su caprichosa señora, que el tiempo le ayudaría a olvidar. No lloró, ni maldijo su suerte, ni manifestó la menor contrariedad por perder su puesto en la corte. Aceptó con silenciosa resignación el tazón de sopa que le tendieron y se mantuvo acurrucado en su manta, en el rincón de la cocina donde lo habían dejado. Esperó hasta que nadie le prestara atención y entonces salió al patio, se arrastró hasta la casa de hielo, se tendió en los restos del lecho nupcial y cerró los ojos para siempre.
La casa de hielo duró en pie desde enero hasta abril de aquel terrible invierno de 1740. Comenzó a derretirse por el lado sur. Cuando sólo quedaban los bloques más gruesos de las paredes, y los sirvientes recibieron la orden de transportarlos a las neveras de palacio, cuenta Mario Praz, encontraron el cadáver de Galitzin. En ese punto parece dispuesto a terminar la historia pero, fiel a su proverbial y a veces abrumadora pasión por el detalle, agrega que estos hechos fueron rescatados cien años después por el novelista Lazechnikov, un mediocre admirador de Walter Scott que en 1835 publicó en Moscú la novelita Casa de hielo, basada en este episodio.
De todo el libro, dice Praz, sólo son rescatables unas pocas líneas, las palabras que pronuncia el buen Galitzin al despertar de la hipotermia, antes de saberse separado para siempre de Buzeninova. Sus palabras se refieren a lo que había sentido en el momento postrero de aquella que había sido la noche decisiva de su vida, y son las siguientes: “Sentí al mismo tiempo el deseo de permanecer para siempre en esa posición, en ese lugar, contemplando las estrellas a través del techo transparente, y la certeza de que todo, todo acaba en esta vida, tal como se funde un instante en el instante siguiente, tal como la materia de esa casa de hielo es exactamente la misma que la de aquellas que el capricho de nuestros soberanos ha mandado y seguirá mandando construir para su esparcimiento en los años pasados y en los años por venir”. Estoy seguro de que el gran Marcial compondría un perfecto epigrama para enlazar la suerte del desdichado Galitzin con el delicado espectro que visita cada año el Ishotellet. Mientras tanto, el secreto del fantasma de Laponia queda entre nosotros.
Juan Forn / Pagina12 / Suplemento Radar / Argentina 2006
lunes, octubre 30, 2006
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