lunes, octubre 23, 2006

Correr la coneja

EL PARAISO para Matt Groening podría ser no tener que trabajar más de un día por semana. Un paraíso posible que el creador de Los Simpson consiguió hacer realidad para sí mismo hace ya casi dos décadas y media; incluso bastante antes de volverse millonario con la familia amarilla de Springfield. Groening había llegado a Los Angeles en 1977, proveniente de su Portland (Oregon) natal, y recién graduado de la Universidad de Evergreen, una institución “hippie” sin clases obligatorias ni calificaciones, que “atrajo a todos los raretas creativos del Noroeste”. Llegó siguiendo a su novia, con sus complejos a cuestas y la intención de zambullirse en el mainstream hollywoodense. Sus años estudiantiles fueron los del reinado de iconos “contraculturales” como Robert Crumb; Groening había editado el periódico universitario y se había dedicado a hacer historietas junto a artistas como Lynda Barry y Charles Burns (“ellos eran buenos; yo tenía problemas de autoestima”). En Los Angeles se juntó con el ilustrador y diseñador Gary Panter (otro autodefinido “hijo de los ’50” que alcanzaría cierta celebridad en los ’80), con quien pergeñó una suerte de dogma informal que Panter redactó bajo el título de El Rozz-Tox Manifiesto: una pieza anclada en el tiempo que a veinte años del fin del siglo XX instaba a los “independientes” a combatir la abulia de los medios masivos, desde adentro.

Un tiempo después de llegar a California –y tras una primera temporada en la que fue chofer y el “biógrafo fantasma” con aspiraciones literarias de un multimillonario– Groening se encontró trabajando en una pizzería en Sunset Boulevard. La movida punk se encontraba en su cresta absoluta, y eso le permitía venderles a los chicos de cuero sus propios fanzines fotocopiados, simplemente ubicándolos entre las revistitas punk de un lugar hoy legendario llamado Whisky a Go Go.

No tardaría demasiado en meter sus viñetas en los periódicos under de la ciudad, ni en hacerlo en el hoy desaparecido Los Angeles Reader.

En el Reader hizo en rigor todo tipo de trabajos: desde repartirlo hasta editar algunas notas y hacerse cargo de una columna de “chismes” sobre rock. Fue un momento complicado: “El problema era que yo no sabía nada de chismes”, dice Groening. Sus columnas terminaron consistiendo en unos cuantos párrafos autobiográficos sobre su familia, sus traumas, el trabajo y su vida en general, sin la intermediación de los conejos dibujados que protagonizaban sus historietas. Lo que Groening sabía era que no quería hacer esa columna toda su vida, y llegó al punto de inventar las reseñas de recitales a los que no había asistido e incluso a reseñar las presentaciones y los discos de bandas que ni siquiera existían. Es decir, consiguió que le retiraran la columna y pudo dedicarse a lo que más le gustaba: aquellos conejos semanales.

Entre 1980 y 1983, Binky, Sheeba y Bongo, las liebres antropomorfas de Life in Hell, pasaron de salir en un par de publicaciones subterráneas a leerse en más de veinte periódicos y revistas. Gracias a los buenos oficios de su futura esposa Deborah Kaplan, que lo ayudó a vender la historieta, Groening llegó a poder vivir de esa única tira semanal, en la que, diría años después, “podía seguir siendo simplemente yo mismo”. La repercusión de la tira lo llevó a reunirse con el productor televisivo James L. Brooks. Mientras esperaba para entrar a la reunión que podría marcar su encuentro definitivo con el mainstream, Groening temió de pronto perder el paraíso a manos de la Fox. Fue entonces cuando, unos minutos antes de la reunión, bocetó a Homero y familia, de manera tal de poder reservarse Life in Hell para sí. Eso cuenta la leyenda.

Hace tiempo ya que Los Simpson –programa con el que cada año tiene menos y menos que ver; apenas como supervisor de los guiones– le dieron a Matt Groening una fortuna que le permitiría no trabajar nunca más, ni él ni sus hijos. Pero ése es otro tipo de paraíso, y Groening prefiere seguir dibujando Life in Hell una vez por semana –ahora para unos doscientos cincuenta medios, eso sí– y quién dice, por el resto de su vida.

EL PURGATORIO vendría a ser este lugar entre la felicidad y la miseria absolutas que es la vida según la cuentan los conejos de Matt Groening en Life in Hell (a veces también bautizado Love is Hell) aunque su título parezca más categórico. En alguna entrevista, Groening dijo que juzgaba su vida “de acuerdo a cuán miserable solía ser”; y que en aquellos días en que comenzó a vender su historieta, si eso le alcanzaba para pagar el alquiler, “era terriblemente feliz”. Antes de Los Simpson Groening canalizaba sus penas y ansiedades a través de Binky, el conejo de aspecto temeroso y largas orejas; de Bongo –conejo de una sola oreja; hijo perdido de Binky– y la novia de Binky, Sheeba. La pareja protagoniza una suerte de manual de autoconocimiento para atravesar esos momentos de indefinición en los que no se sabe si el resto de la vida será el infierno o el paraíso; esa incertidumbre del purgatorio que obliga a pensar que sólo existe el infierno. La vida es un infierno, el trabajo es un infierno; la escuela es un infierno: ésos son algunos de los títulos que llevan las tiras de Binky, Sheeba y Bongo, y también las de Akbar y Jeff, dos extraños y pequeños seres humanos vestidos a lo Charlie Brown y con gorritos egipcios que mantienen una relación de naturaleza desconocida: puede que sean hermanos, pero la mayoría de las veces uno diría que son novios; lo único seguro es que viven permanentemente entre el odio y el amor, entre la dicha y el maltrato, entre el cielo y el infierno. El amor es el infierno: ése es el título de la compilación que la revista La Mano (que viene publicando la tira de manera mensual) edita en forma de libro, por primera vez en la Argentina, con trabajos que van de fines de los ’70 a mediados de los ’80.

El amor es el infierno plantea interrogantes existenciales: “¿Qué es el amor y qué es lo que te hace pensar que vos te merecés un poco?”. También propone un libro en trece capítulos sobre los pros y contras de compartir una relación amorosa, con apuntes sobre los inicios, el sexo, el matrimonio, los hijos y la separación, entre otros infortunios. En 1983, la tira dedicó una plancha a las ventajas y desventajas de las relaciones heterosexuales y de las homosexuales; todas eran las mismas para ambos tipos –incluso hace una mención temprana, para el cómic, del sida– con una contra extra para los amantes del mismo sexo: la dificultad para la aceptación social.

Y EL INFIERNO, por supuesto, son los demás. Una idea recorre La vida en el infierno y El amor es el infierno, y es la misma que vertebra las historias de la familia de Springfield y toda la obra de Groening, según lo dijo él mismo en una entrevista para la revista Mother Jones cuando estaba a punto de estrenar Futurama: la de que “nuestras autoridades morales, nuestros maestros, directores, curas, políticos, no siempre tienen en mente nuestro interés general”. Life in Hell, como los Simpson, ve el infierno en los demás pero también en esos otros que conviven dentro de uno mismo; en las angustias y las paranoias cotidianas, pero fundamentalmente en nuestras más profundas contradicciones. Y, con un impulso algo autodestructivo pero no suicida, con un humor triste, Life in Hell nos dice que ése es el pequeño infierno personal con el que a todos nos toca vivir.

Mariano Kairuz

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