Los gritos de una mujer rompieron el silencio de aquella madrugada de lunes en la calle Gallo, en el Barrio Norte de Buenos Aires. Era la hora 0 del 20 de julio de 1914 y hacía 14 grados. Gallo 1680, entre Güemes y Santa Fe: un edificio de seis pisos, con balcones franceses adornados con verjas de hierro negro. Los gritos venían del departamento de la planta baja, que tenía puerta a la calle. Se oían lejanos. "Estoy encerrada", o algo así, clamaba la mujer desde algún lugar de la casa. Acudió el portero. Quien gritaba era una de las moradoras, doña Carmen Guillot de Livingston. El portero forzó la ventana que daba a Gallo, entró en la casa y destrabó una puerta interior. Luego franqueó la cancel por la que entró el agente Tapia, de la comisaría 17ª, que estaba de facción en la esquina de Gallo y Güemes.
En el hall, un hombre yacía muerto sobre un charco de sangre. Literalmente, lo habían cosido a puñaladas. La sangre salpicaba las paredes; en el suelo se encontraron el sombrero y el bastón de Malaca del muerto. También, dos cuchillos que no estaban manchados. Carmen Guillot, vestida con camisón y bata, se desvaneció al ver el cadáver. Cuando se repuso contó, con palabras entrecortadas, que había escuchado ruidos de lucha y lamentos de su marido, pero la puerta interior que comunicaba el hall con los dormitorios estaba cerrada.
La víctima se llamaba Frank Carlos Livingston, argentino, de 46 años. Era contador del Banco Hipotecario. Los Livingston, sus cinco hijos (el más pequeño de sólo nueve meses) y la criada Catalina González vivían desde hacía un mes en el departamento. Todo indicaba que los asesinos habían entrado a robar, porque a Livingston le faltaba la billetera. El médico forense doctor Juan Espina, tras examinar» el cadáver, adelantó algunas conclusiones:
-Tiene casi cuarenta heridas punzantes, producidas por dos cuchillos. Unas quince pudieron ser mortales, pero la decisiva fue un golpe seco y horizontal que le rebanó la carótida.
El comisario Samuel Ruffet quedó al mando de la pesquisa mientras los diarios de la tarde, aquel mismo lunes, anunciaban: "Crimen en la calle Gallo" y "Un hombre fue salvajemente asesinado en Barrio Norte".
El domingo 19 de julio Frank Carlos Livingston había salido con familiares, mientras su esposa se quedaba en casa con los niños. Regresó a la medianoche. No había que ser muy ducho para concluir: la víctima había sido seguida por los agresores, quienes se filtraron tras él cuando abrió la puerta, lo atacaron, lo despojaron del dinero y huyeron. Todo parecía claro.
Pero no estaba tan claro para el comisario Ruffet. Las siguientes seis semanas, Buenos Aires vivió pendiente del caso Livingston. ¿Por qué? Quizá por ser distinto. Ni el escenario ni los protagonistas eran los habituales en la crónica roja. Esta vez, ni la víctima ni su entorno pertenecían al mundo de los inmigrantes, criollos pobres o gente del suburbio: eran personas de postín, con buena posición económica.
Otro factor contribuyó a que el caso Livingston estallara como una bomba: el periodismo porteño estaba cambiando. Buenos Aires se transformaba de gran aldea en urbe y nacía un interés vehemente por los crímenes que toda gran ciudad esconde. Los diarios más importantes eran La Prensa y La Nación, pero se había iniciado una guerra entre los vespertinos Ultima Hora, La Razón y Crítica, que daban cada vez más espacio a las noticias policiales, a las que el director de este último, Natalio Botana, mandaba cubrir con fotos, dibujos y cronistas que, a la manera de detectives privados, investigaban por su cuenta. En Crítica, esas noticias las redactaba José Antonio Saldías, el Toba, periodista bohemio que a veces redactaba sus crónicas en verso. La trama de pasión, venganza e intereses tras el caso Livingston fue un bocatto di cardinale para esos diarios que querían llegar al gran público.
Las dudas del comisario
¿Qué era lo que no le cuadraba al comisario Ruffet? La ferocidad con la que había sido asesinado Livingston no podía ser obra de un ratero ocasional; es cierto que había desaparecido la billetera de Livingston y también su pañuelo de hilo, pero ¿por qué habían dejado el reloj de oro con tapa que guardaba la víctima en el bolsillo? ¿Y el lápiz, también de oro? Unos vecinos habían visto salir del departamento, a las 0.15, a dos o tres hombres que cerraban la puerta y se alejaban con parsimonia hacia la avenida Santa Fe. En el caso de ser ladrones, ¿no habrían huido a la carrera?
Además, se habían encontrado huellas rojas de pisadas en el interior del departamento, como si el asesino, tras apuñalar al dueño de casa, hubiera intentado asaltar a los demás moradores y se hubiese arrepentido. Ruffet inició una investigación a fondo sobre los personajes de la tragedia ¿Quiénes eran Frank Carlos Livingston y Carmen Guillot?
El primero de los Livingston -familia originaria de Albany, Nueva York- había llegado a estas tierras a mediados del siglo XIX. Frank Carlos, a quien todos llamaban Carlos, tenía un buen pasar. Era propietario de por lo menos tres departamentos en el barrio de Belgrano. Pero algo no funcionaba bien en su vida. Había sido atacado varias veces por desconocidos. La última vez, el 15 de mayo, pocos meses antes del crimen, en la esquina de Amenábar y Manuela Pedraza. Livingston era un hombre grueso, calvo, que lucía unos bigotazos a la moda. Nunca se separaba de su bastón de Malaca, con el que había puesto a los agresores en fuga. Livingston había denunciado la agresión en la comisaría 39ª, ocasión en que conoció al comisario Ruffet. En realidad, Livingston era una persona conflictiva y de mal carácter. Como no quedó conforme con las diligencias que había ordenado el comisario, anunció que, mediante sus relaciones en esferas públicas, haría "saltar a Ruffet".
Socio y asiduo concurrente del Jockey Club, el turf era su pasión. El domingo en que lo asesinaron había estado en el Hipódromo de Palermo, ya que corría su potrillo Yrigoyen, favorito en el clásico de la jornada, el Premio Estados Unidos del Brasil. Antes de salir, le había dicho a Carmen que tenía un "dato" imperdible: Yrigoyen no podía perder en la séptima carrera.
Ruffet conocía bien a ese hombre vociferante e intempestivo: también había actuado en varias quejas presentadas por Carmen Guillot debido a agresiones del marido. Porque Carmen era una mujer golpeada.
Pronto quedó en claro que Livingston, con fama de mujeriego, tenía una amante: una joven italiana, que vivía en uno de los departamentos del hombre convertido en garçonnière. Como a esta muchacha nunca se la había implicado en el crimen, la prensa no la identificó; sólo se sabían sus iniciales: M.G.
Los asesinos habían dejado las armas del homicidio en el lugar. Este descuido, ¿a qué obedecía? ¿Impericia, irresponsabilidad, o intento de incriminar a alguien? Esos cuchillos llevaron a Ruffet a resolver el caso.
Pescado fresco
Un sábado de agosto, el comisario Samuel Ruffet decidió darle a su señora una sorpresa. Salió del Departamento de Policía y caminó por Alsina y luego por Carlos Pellegrini hasta el Mercado del Plata. Observó la pericia con la que los carniceros trozaban el hígado, cortaban los costillares, picaban la tripa. En los puestos de pescado, sus dueños, italianos o españoles, despanzurraban el pez al medio, lo descamaban, hacían filetes finos como un papel de seda: cuchillas, navajas, trinchetes bruñidos. El comisario Ruffet imaginaba esos filos ensañándose en el cuerpo de Livingston. ¿Qué pescadero surtía a los Livingston?, se preguntó, y volvió al Departamento para averiguarlo.
El comisario Villanueva, su ayudante, le tenía preparado un informe sobre Livingston: según los allegados de la familia, las desavenencias eran tan grandes que el matrimonio hacía tiempo que ni se hablaba. ¿Estaba en contacto el asesinado con alguna mafia del juego? No, nada de eso. En realidad, Livingston se distinguía por su avaricia. Jugaba a lo sumo 10 o 15 boletos. ¿Y su fortuna? Nada que objetar. Livingston provenía de una familia de linaje.
Antes de abandonar los cuchillos en el lugar del crimen, los habían limpiado. Olor a colonia -la misma marca que usaba la víctima- se desprendía de ambas armas, por lo que podía inferirse que los asesinos las habían frotado con el pañuelo de la víctima. Sin embargo, otro olor persistía. Olor a pescado.
La pesquisa se concentró en la criada: no fue difícil determinar que tenía amores con el pescadero de los Livingston. Era un mocetón robusto llamado Salvatore Vitarelli, con puesto en el mercado de Vicente López y Rodríguez Peña. Vitarelli fue detenido, liberado, y luego detenido otra vez.
Ruffet interrogó a la criada y a la patrona. La primera que se derrumbó fue Catalina. Su relato reveló el pacto homicida. Carmen Guillot fue detenida. Se le permitió tener con ella a su niño pequeño. Vitarelli fue el siguiente en confesar. Carmen primero negó, pero acabó admitiendo todo.
La trama asesina
Livingston no sólo tenía mal carácter. En la casa, era un tirano. Castigaba a su esposa física y moralmente. La Guillot, que por parte de madre se apellidaba Borges, tenía prohibido ver a sus propios padres. Además, Livingston sólo le daba tres pesos al día, suma con la que ella debía mantener la casa. "Si no tienen qué comer, pasen hambre." La sufrida esposa, envejecida a pesar de sus pocos años, hizo de Catalina su confidente. Muchas veces, en medio de llantos, contó a la criada que no podía más. En aquellos tiempos, que una mujer abandonara el hogar hubiera sido impensable. Entonces, surgió la idea del crimen. Catalina sugirió a su patrona que hablara con Salvatore, el pescadero. Otro que odiaba a Livingston porque se atrasaba en pagar la cuenta de las compras. Un día, en el mercado, Carmen le habría dicho a Salvatore:
-¿Cuánto le debe mi marido? ¿Doscientos pesos? Usted podría cobrar eso y mucho más. si me ayudara a eliminarlo. Le pagaría dos mil pesos.
En el Mercado merodeaban inmigrantes sin trabajo ni documentos que hacían cualquier cosa con tal de ganar algo de dinero. Vitarelli se encargó de contratar a dos de ellos: Giovanni Battista Lauro y Francesco Salvatto, dos calabreses analfabetos, desocupados, desesperados por la miseria.
Tras dos intentos frustrados, la ocasión decisiva se presentó el domingo 19 de julio. Livingston le anticipó a su mujer que a la salida del hipódromo iría a festejar el triunfo de Yrigoyen, que descontaba. A las nueve y media de la noche, Carmen y Catalina abrieron a Lauro y Salvatto las puertas de Gallo 1680. Esperaron en la oscuridad del vestíbulo.
Las dos mujeres cerraron con llave el paso a los dormitorios, donde se recluyeron. A las doce, se escuchó el ruido de la llave. Los asesinos se abalanzaron sobre el dueño de casa en la oscuridad. Livingston defendió su vida como un león. Finalmente, cayó con el cuerpo y la cara sajados, mientras sus asesinos recuperaban el resuello. En ese momento apareció Carmen. Les gritó:
-Sáquenle la billetera y váyanse.
Antes de hacerlo, los malhechores limpiaron los cuchillos con el pañuelo del muerto, que guardaron, pero. ¡dejaron los cuchillos! Y Carmen Guillot pisó sangre con sus chinelas, que dejaron sus huellas en el departamento, aunque luego advirtió el error.
Lauro fue detenido en un pueblo de Santa Fe. De nada sirvió que algunos calabreses lo ocultaran. En cuanto a Salvatto, consiguió subir como polizón en un paquebote que partió a Italia, pero fue descubierto al hacer escala en Santos (Brasil): lo bajaron y devolvieron a Buenos Aires.
Durante el proceso, el interés de la opinión pública se centraba en lo que pasaría con Carmen Guillot, procesada por homicidio en grado de tentativa y asociación ilícita. Antonio De Tomaso, su abogado -futuro diputado socialista de una oratoria que derretía las piedras-, la presentó como la víctima de un monstruo. Así declaró la imputada ante el juez de instrucción:
-Pertenecí a una honrada familia, señor juez. Mis padres sufrieron mucho conmigo a causa de mi salud. Yo estaba predestinada a la muerte. Mucho antes de casarme, cuando aún vivía con mis padres en una finca de Belgrano, empecé a sufrir el mal de Basedow. Es un bocio que apenas desfigura la garganta pero perturba la psiquis.
-¿Cómo conoció a su marido?
-El vivía cerca de mi casa, en un chalet, con una mujer francesa. Me miraba, sonreía, un día me arrojó una carta de amor. Decía que estaba enamorado de mi "extraña belleza". Yo desconfiaba. Mucho se murmuraba de él, de su vida, de sus costumbres. Cuando todos se oponían a nuestro amor, combatí contra todos, como una leona. Un día me esperó en su coche. Escapamos. Me llevó a un hotel. Mi desengaño fue cruel. Mis ilusiones duraron apenas horas. En la intimidad, se me presentó como una bestia.
-¿Por qué se casó con él?
-Era joven, estaba enferma, atolondrada por un amor sincero y por un mal que me enloquecía, era un guiñapo. Después de muchas incidencias, decidimos casarnos. Yo ni siquiera había cumplido los quince años. Y empezó mi martirio. El era cruel. Me odiaba, y no perdía oportunidad de despreciarme. Con ese mismo bastón de Malaca con el que se defendió, me propinaba feroces palizas. Derrochaba dinero con mujeres y en el juego. Cada nacimiento de mis hijos fue para él un disgusto. (...) Harta de ser castigada, cuando la mucama me propuso una solución, la acepté. Ella también había tenido un marido así y se había librado de él. La noche en que los pescadores entraron a casa para matarlo, quedé muda de espanto.
Carmen Guillot fue condenada a reclusión perpetua. La misma pena recayó en Salvatore Vitarelli. Catalina González recibió quince años. Muchos años después, el periodista Luis Diéguez, de Crítica, entrevistó a Carmen Guillot en la Cárcel de Mujeres, el caserón de Humberto I y Defensa. Así la describió: "De la antigua belleza, ella conserva la fascinación de los ojos grandes y negros. La hermosura de ayer se muestra marchita, acentuada por la encanecida cabellera". Ante el periodista, la condenada elevó una súplica:
-¡No me arrepentiré jamás! El tuvo la culpa. Ahora ya no soy una mujer peligrosa. Bien merezco ver a mis hijos.
Pero sus hijos la abandonaron.
Lauro y Salvatto fueron fusilados en el patio de la Penitenciaría Nacional la madrugada del 22 de julio de 1916. Nadie reclamó sus cuerpos. Lauro dejó una estampita de San Genaro pegada en la pared de su celda. Salvatto pidió fumar un toscano corto, un charuto, antes de caer ante el pelotón. Todavía estaba encendido cuando se lo dio al cura.
Fue la última vez que se aplicó la pena capital por causas no políticas en Buenos Aires.
Alvaro Abos
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lunes, octubre 30, 2006
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