Ollanta Humala aparece en las encuestas para la elección peruana de abril. Coronel, frustrado golpista y también frustrado foquista, Ollanta se presenta como un Evo Morales peruano o como un Hugo Chávez andino. Pero sus antecedentes ideológicos, su militancia, su organizado movimiento de militantes de camisa negra dice abiertamente que el palo del coronel es otro. Junto a su hermano, el mayor de Ejército Antauro, es un discípulo fiel de su padre, que llegó a conclusiones sobre raza y cultura muy alejadas del indigenismo de Morales. Donde el presidente boliviano habla de un pueblo originario robado y ultrajado que pelea por recuperar sus derechos y su tierra, los Humala hablan más a la alemana y le dicen al mundo que la identidad es la sangre, que el verdadero peruano es “el indio y el cholo”, que el blanco es un fracasado, un peruano a medias, un indeseable que debería irse para que las cosas finalmente mejoren. Esta receta de obermenschen y untermenschen, tomada del tal Adolf, incluyó hasta un putsch en un pueblito andino que no tiene cervecería, que terminó con siete muertos, los hermanos arrestados y con el requerido status de mártires.
Ollanta y Antauro Humala son los líderes del Movimiento Nacionalista Peruano, cuyo fan number one en la Argentina es el pequeño führer Alejandro Biondini y cuya insignia es un cóndor de alas desplegadas sobre una “cruz incaica”, todo calcado de la insignia militar de la Wehrmacht 1933-1945. Nadie niega que los hermanos Humala son capacísimos e inteligentes. Alberto Fujimori y su siniestro superministro Vladimir Montesinos aprendieron a temerles por su capacidad de movilizar a militares de bajo rango y mucha queja. El post-fujimorismo intentó comprarlos o al menos sacarlos de escena con empleos bien pagos, como el de agregado militar en Corea. El parecido con el carapintadismo argentino no es casual: el Movimiento Nacionalista Peruano cita el fracaso de Raúl Alfonsín como “prueba” de con democracia “ni se come, ni se educa, ni se cura”. Pero los Humala encontraron una carta de triunfo que les permitió llegar mucho más allá que nuestros Rico o Seineldín: el racismo invertido. Su doctrina antisistema, anticapitalista y antiburguesa –que ya hizo que más de un periodista chambón los salude como “telúricos” y progres– descansa sobre un concepto de sangre, suelo y lengua, corporativo y mesiánico, que cualquier alemán memorioso reconocería al instante. Con esto construyeron un movimiento y consiguieron figurar en las encuestas electorales.
La doctrina nacionalista de los Humala plantea la superioridad del peruano indígena, “el cholo y el indio”. Los peruanos, los bolivianos y los indígenas, “andinos, selváticos o costeños” –toque muy peruano éste de dirigirse a todos los grupos provincianos, que se cargan y desconfían entre sí– eran realmente felices, prósperos y bien gobernados cuando vivían bajo la mano blanda e iluminada del Inca. Luego llegaron los blancos españoles, que fracasaron como colonialistas, los blancos criollos, que fracasaron como república independiente, y los blancos “de primera generación”, descendientes de los inmigrantes modernos, que fracasaron como capitalistas. El blanco es un fracasado, dicen los Humala, su cultura no sirve, sus ideas son perversas y opresivas.
La raza superior
Los seguidores del MNP se definen como etnocaceristas. Lo de etno viene de esta idea racialista, en la que el color de la piel es lo que realmente explica a la gente y a las naciones. El cacerismo viene de un general Cáceres que le hizo la guerrilla a los ocupantes chilenos en tiempos de la guerra del Pacífico y luego fue presidente. El etnocacerismo plantea una peculiar historia del país, en la que el Perú aparece como una tierra particularmente difícil de domesticar. Según los textos ideológicos del Movimiento Nacionalista Peruano, hubo siete grandes civilizaciones antiguas, todas formadas “en los lugares más propicios del Planeta” (los etnocaceristas comparten el vicio neonazi de la mayúscula indiscriminada). Todas tenían amables deltas fluviales o lagos apacibles, excepto la civilización Inca, nacida “en un páramo” a miles de metro de altura, con agricultura difícil y en terrazas.
Esta dureza hizo del peruano temprano un ser superior, que aprendió a “domesticar el hielo, a transformar la papa en chuño y la carne en charqui, capital alimenticio acumulable para la manutención de masas de miles y decenas de miles en las construcciones colosales y la expansión civilizadora.” Esta “raza de Manco Cápac y Mama Ocllo” domesticó “todas las plantas y todos los animales” y “ejecutó todas las construcciones necesarias”, incluyendo lo que grandiosamente se define como “la obra de ingeniería más colosal del humano de la Edad del Bronce”, que consiste en las miles de paredes que sostienen las terrazas cultivables en todo el país. Un toque moderno es aclarar que esta gesta fue ecológica: los Incas no alteraban el medio ambiente, por lo que obviamente “actuaban dentro de los límites de la ciencia empírica”.
Por supuesto, explican estos nacionalistas peruanos, los Incas eran superiores porque rechazaban el individualismo, tan burgués y libertario él. Ellos se organizaban “en base a la familia y no al individuo. Familia:Fraternidad:Colectividad. Individuo:Egoísmo:Autismo social.” También eran profundamente éticos, de hecho, fueron “los inventores de la Eticocracia”. En esta fantasía, se toma uno de los títulos del Inca, el de Jollana, y se lo toma como el rábano del refrán: jollana quiere decir “el mejor” y en lugar de entendérselo como un típico halago al monarca –“graciosa majestad” para una reina gorda, “alteza serenísima” para un histérico pelón– se deduce que el Inca era “elegido” por ser el mejor para el cargo. “El incario fue régimen de los jollanas, es decir la Eticocracia. Eticocracia alcanzable únicamente en la sociedad cimentada en la familia, cuantitativamente superior a la Democracia. En la Eticocracia elige la Naturaleza, su elegido es el mejor por naturaleza y educación. En la Democracia elige el individuo corrientemente ingenuo o negligente.”
Palabra más, palabra menos, es la teoría hitleriana del führer, el líder cuyo mandato es inmanente, “natural”, proveniente del subsuelo de la identidad de un pueblo y que no necesita votaciones. Lo que hubo que cambiar son los viejos bosques de la Germania bárbara por las duras montañas del Inkari.
Esta Epopeya peruana, tan ética y superior a la democracia blanca, acabó con la llegada de los europeos. Los cuarenta años que tomó someter al Perú son, bajo esta luz, “principalmente matanza de Amautas (científicos, filósofos) y de Auquis (ingenieros, tecnólogos) sacrificados en la hoguera como hechiceros y herejes. Esto quiere decir que la cabeza del Incario fue operada. La memoria de la raza cobriza fue objeto de cirugía en México y Perú.” Pese a las prohibiciones y la aculturación, los peruanos de este mito resistieron y no quedaron “descerebrados” como los mexicanos, que ya “no añoran sus emperadores”. En cambio, entre peruanos “Inca es sinónimo de arquetipo de estadista y de hombre de virtud.”
¿Qué hicieron los blancos con el Perú? Trasplantar cosas inútiles y desagradables, como animales y plantas, la Edad del Hierro, la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo y el globalismo neoliberal, la monarquía, la república, la dictadura, el protectorado y la democracia, el alfabeto y la tecnología, los organismos de crédito internacional y la ONU, todo “para extranjerizar el Perú”. El resultado de estos cinco siglos “está a la vista, ¡un desastre total!”
Blancos fracasados
Es decir, los extranjeros han fracasado. Primero los españoles, que tuvieron 292 años de dominio y dejaron un desastre. Luego “sus hijos, españoles del Perú, apodados criollos”, que mal gobernaron 170 años, pero perdieron en 1990 (cuando asume Alberto Fujimori) ante un grupo taimado y pérfido, “los neocriollos y los extranjeros con DNI”. Este es el verdadero enemigo del nacionalista “indio y cholo” del Perú: “Los neocriollos son hijos y nietos de inmigrantes de potencias industriales, llegados con y tras Lord Cochrane y San Martín desde 1820, que moran organizados en colonias manteniendo su nacionalidad e idioma a cuyo fin cuentan con sus propios colegios, templos, clubes, prensa, cámaras de comercio, bancos, actuando bajo la supervisión de sus embajadas.” Estos pérfidos semiextranjeros ni siquieran se quieren hacer ciudadanos y tienen el famoso DNI sólo porque “es el Perú que ingenuamente los regala”. De hecho, los neocriollos están en el Perú “por negocio” y en 1990 tomaron el poder por “la fatiga política de la casta criolla” y la presión neocolonialista internacional. Desde hace 15 años, este grupo siniestro “vive vendiendo el Perú, que para ellos no es Patria sino patrimonio”.
Por suerte están los indígenas para reconquistar el paraíso. Explican los nacionalistas étnicos peruanos que “la especie humana es por Naturaleza de cuatro variedades, razas o etnias troncales: Negra, Blanca, Amarilla y Cobriza”. Esta última fue victimizada en el siglo XVI, “descerebrada” en los países andinos y en México, “exterminada en el resto de América” (lo que seguramente será una sorpresa para, por ejemplo, buena parte de los paraguayos y los brasileños). Este truchísimo planteo –que deliberadamente confunde términos como raza y etnia– implica que a los indígenas americanos les va hasta peor que a los francamente apaleados africanos subsaharianos: al menos los presidentes africanos son negros, como sus pueblos.
Como la raza cobriza mexicana ya se olvidó de sus emperadores, la esperanza está en la peruana, cuyo retorno al poder “es un hecho de doble trascendencia, tanto para lo cobrizo como para la Especie humana misma.” Para los indígenas, la inminente revolución étnica peruana hará que los “cobrizos” reinvindiquen su lugar ante las otras razas. “El Gran Perú se perfila inexorable a ser a la Nación y la Patria de todos los cobrizos, incaicos y no incaicos, de aquende y de allende nuestras fronteras geográficas. Una gran Nación Mundial”. Negros, blancos y amarillos tienen el deber de admitir esta revolución, ya que ahora hay “de hecho, tres razas” y no cuatro, lo que altera el equilibrio natural de la humanidad. El etnonacionalismo se define, pomposamente, como “Ecología de categoría suprema”, ya que busca salvar ya no una planta o un animal, sino toda una variante “fundamental de la misma especie humana.”
Las células
Toda revolución, se sabe, necesita un partido y la cobriza no es la excepción. “Manco Cápac y Mama Ocllo han desplazado del corazón de los pueblos de Bolivia, Ecuador y Perú a sus hasta hace poco inspiradores Marx, Lenin y Mao. No es sino Manco Cápac el artífice de la política y la historia en el mundo andino de nuestro tiempo.” El instrumento de Manco está formado por dos tipos de células, los núcleos y los batallones. Un núcleo arranca con tres personas cuyo deber es cotizar al partido, realizar tareas de agitación y propaganda, y trabajo social en “el barrio, aldea, centro de trabajo, de estudio o instituciones”. El batallón es francamente militar o paramilitar. Su origen son “los partícipes de la Rebelión Militar de octubre de 2000 del Teniente Coronel Ollanta Humala”, que anclan “su raíz en el Ejército Incario creador de Gran Cultura y estructurador de Gran Imperio”. Como ya se sabe, estos carapintadas no reinvindican la tradición de San Martín, introductor de “neocriollos”, sino de generales como Calcuchimac, que resistió a Pizarro. Pese a su nombre, un batallón puede arrancar “con sólo seis patriotas” pero debe actuar “siempre como cuerpo”. Entre sus tareas está la de vender la revista Ollanta –pero sin “descender a mero canillita”– y “dominar nuestro mapa demográfico-vial” para cualquier movilización.
La tarea de estos núcleos y batallones no es buscar “un cambio de gobierno, de persona ni de cara, sino de Estado”. Para eso hay que estar dispuesto “a morir de pie” y no mostrarle “ni piedad a los traidores.” El típico militante –los “Humala boys”, como los bautizaron en Perú– usa un kepí y pantalones de fajina militares, borceguíes y una remera negra con el logo del partido. En ocasiones especiales, como cuando los visita Ollanta, los militantes usan un sombrero tipo ranger, con una coqueta banda tejida indígena. Para los 4.400 militantes full time y rentados que afirma tener el partido, el enemigo es un “culito blanco” que adora al subcomandante Marcos porque “es un payaso que manipula a los indígenas” y, por supuesto, tiene también el traste pálido. Entre los blancos se destacan particularmente los de la “izquierda rosada”, que son “los nietos degenerados de la vieja oligarquía que terminaron de marxistas”.
El Santo Grial de los etnocaceristas es reunificar a “las tres repúblicas incaicas, Bolivia, Ecuador y Perú” en una especie de República Arabe Unida al uso nostro. Hasta convencer a los vecinos, la táctica será fundar una Segunda República peruana nomás, que elimine horrores como las elecciones. Este objetivo puede cumplirse carapintádicamente con un “golpe de masas” o por el voto. Luego, “en base al genético talento del hombre andino en el manejo de los recursos naturales y la creación cultural, elevar al Perú de su retraso y menoscabo actuales a la categoría de país desarrollado”.
Como ser loco es mucho trabajo, la mayoría de los peruanos sigue mostrando una perfecta indiferencia a estas plataformas. Pero uno de los dogmas básicos de la derecha revolucionaria es que hay que aprovechar las crisis del sistema para crecer y hacerse del poder. Los hermanos Humala hicieron su putsch en la comisaría andina –se atrincheraron en un pueblito, tuvieron un buen tiroteo con muertos, se rindieron– y no les fue mal: para una mayoría de peruanos no cometieron un delito sino una acción política por la que no deberían ser castigados. El desprestigio de la política en Perú es tan abismal, que nadie está dispuesto a defender su anómica democracia y su muy impopular gobierno.
En los años veinte, Alemania estaba igual. Acosada, arrasada, desprestigiada, sin salida política, con memorias muy recientes de gloria y el ardor de la humillación en manos extranjeras. En el caldo gordo de la política marginal hubo un tal Hitler que conformó un discurso exitoso: revolución nacionalista y antisistema, refundación de la nación, destrucción del régimen y su democracia. La nueva bandera era Sangre, Suelo y Lengua, el volkismo que definía al alemán por una esencia inmanente, inmutable y eterna que siempre está en peligro de diluirse, mancharse, corromperse.
La receta fue ensayada una y otra vez en muchos países, casi siempre sin éxito. El volkismo parece haber encontrado un hogar inesperado en el Perú, como etnocacerismo, un nacionalismo racialista que tiene buenas encuestas de intención de voto.
Sergio Kiernan
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lunes, octubre 30, 2006
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