lunes, octubre 30, 2006

Limpia, buena, callada

“¡Para fuera siempre!”, grita la morocha en carrera abierta, y el silencio en los jardines del Moyano –“el loquero de mujeres en la calle Brandsen”, como definió un colectivero de la línea 46 con ánimo de guiar– estalla en pedazos invisibles de necesidad. Esa premura que les comprime el pecho a buena parte de las 1269 mujeres que recorren los caminos del hospital porque el hartazgo nunca llega. La morocha aprieta una bolsita de supermercado contra el pecho, cuidando que el trote no altere su contenido, aunque el “para fuera siempre” desequilibre el paso por segundos, como si los gritos de libertad debieran ser lanzados siempre al borde de las cornisas. El nuevo interventor del neuropsiquiátrico, Pablo Berretoni, pasa a su lado con la indiferencia amable que suelen guardar los viejos conocidos, pero aun así la exclamación lo sorprende. Todavía no puede precisar si la voz de la morocha se le hizo más nítida desde que en los pabellones resuena esa palabra hereje: “desmanicomialización”.

Porque las voces que están sonando desde que el secretario de Salud de la Ciudad de Buenos Aires, Donato Spaccavento, manifestó que “las pacientes y los recursos humanos del hospital son víctimas de la ausencia de una política de salud mental”, volvieron a instalar el debate esquivado durante cinco años, tras la sanción de la ley 448 de Salud Mental, sobre la urgencia de salir de ese proceso de captura y chupadero de sujetos que es la manicomialización (que en su núcleo arrastra una ideología de reclusión y control) para desplazarse hacia un nuevo territorio de descentralización, desmanicomialización o desinstitucionalización, como plantea la ley que todos los sectores de la especialidad conocen pero algunos cuestionan con rechazo abierto. Y que en el Moyano tienen representación propia en la Asociación Médicos Municipales, Femeca (Federación Médica Gremial de la Capital Federal) y la Asociación Argentina de Psiquiatras, que desde 1993 preside Néstor Marchant, el ex director relevado en diciembre último tras una veintena de años sostenido por diferentes gestiones de los gobiernos de turno y por la propia apreciación sobre las características de su desempeño: “Me sacan cada tanto, se arma un poco de despelote y después me tienen que poner de nuevo”.

Su frase forma parte de la lógica que maneja las vidas de un universo de mujeres en ocasiones reducidas a objetos, sujetas a una realidad de intervenciones sobre sus cuerpos y sus psiquis; “muestran hasta dónde las relaciones de poder que rigen estos lugares convierten a personas inertes por su incapacidad y por su encierro en puros objetos de manipulación”, sostuvo en un artículo publicado en este diario el psicólogo Emiliano Galende, coordinador del Doctorado Internacional en Salud Mental e integrante del Departamento de Salud Comunitaria de la Universidad Nacional de Lanús. Mientras tanto, en ese predio de cinco manzanas por tres enclavado en Barracas, “las locas” (que el tejido social sólo advierte para la enunciación cotidiana del loca de mierda, loca de atar, loca como tu vieja, loca de arriba o loca de abajo) piden, saludan, gritan, fuman, protestan, sonríen, lamentan y reclaman por ellas, por los otros y por sus hijos, aunque partidas millonarias de psicofármacos las silencien bajo tratamiento. “¿Cómo es posible que un profesional pueda decir que las pacientes siempre van a buscar lo peor porque no tienen cura?”, se pregunta un médico del Moyano que pidió mantener su identidad en reserva, en referencia a declaraciones de Marchant a Página/12 en 1999. “Si se les pone una buena comida y tienen un basurero, van al basurero. Si se les da lo mejor, van a buscar lo peor; es una falla que tienen, no se cura con terapias”, afirmó el psiquiatra. “El es la falla, pero de este modelo de salud mental que lo sostiene y que facilita la existencia de todas las irregularidades denunciadas. Cronificar a las pacientes trae aparejados el aislamiento social, los vínculos relajados con el personal, hasta la posibilidad de ser utilizadas como cobayos humanos para experimentar con drogas.”

Aduce 23 años y la picardía de ser “un poco chusma”, pero ni por asomo dejará saber su nombre, que esconde con la misma sonrisa que pide fotos. Ella quiere retratarse, quedar fijada en una imagen con fondo de jardines. “¿Me sacás una foto aquí?”, pregunta en señal de que el árbol tan centenario como el edificio que contiene cientos de cerebros seccionados por el mismísimo Charcot, sería buen telón de fondo para recortar su figura erguida y prolija. Ella “es limpita y buena”, dirá una enfermera. Ella, la que quiere perpetuar algo de sí en un segundo de imagen digital, contrapone su presencia frente a una superpoblación de adultas mayores que dirimen su cotidianidad entre patologías diagnosticadas como severas y la –hasta ahora inevitable– cronificación en el neuropsiquiátrico. Hace menos de diez años que duerme en uno de los seis pabellones creados a la usanza arquitectónica de la vieja Europa, a cobijo de techos desvencijados y paredes que últimamente son reservorio de mosquitos. “Todos los pabellones están conectados bajo tierra por túneles. Hace un tiempo se rompió una cloaca y para los arreglos rompieron la pared de un túnel –explica Berretoni–, con lo que se terminó formando una gran pileta de aguas servidas; dos metros cúbicos que están debajo del pabellón Esquirol”, y que, según análisis del Instituto Malbrán, contiene una cantidad larvaria de alimañas que continúan su desarrollo sobre el cuerpo de las pacientes.

“Nada nos queda, nada nos dan”, tararean en tiempo de susurro. La boca es desdentada, el saquito agujereado alguna vez fue rosa y las chinelas tienen pretensiones de raso. “Es una de las más viejas”, relata con oficio abrupto de guía María Cristina, 53 años de mucho enojo que se proclama en cada movimiento de las estrellas metálicas que le cuelgan de los lóbulos. “Nos pastillean todo el día, no quieren que protestemos, que hablemos con nadie. No quieren que decidamos. Nos maltratan y nos golpean. Tengo compañeras que intentaron suicidarse. Y ahora esto de que somos putas. ¡No somos ningunas prostitutas, me oís! ¡Y si vos sos del 9, andate a la reputa madre que te parió!” Acaso el término correcto sería abuso, “porque a nosotras no nos prostituyen, nos violan”, susurra una mujer delgada, otra más de las –al menos para la prensa– sin nombre, vulnerable por “abandonada por mi familia, que avergüenzo y no vino a verme más, pero me quedo paradita acá”, arracimada con otros cuerpos en el kiosco del hospital, “y me dan monedas y cigarrillos”.

Repite la mirada social que se tiene de ellas, cuerpos extraños con alguna patología mental “que cuando entran a la clausura ya no van a tener sexualidad, y las que tienen juicio por insania, si se embarazan les sacan los hijos. Nada de esto se tiene en cuenta”, precisa la psiquiatra DéboraTajer, profesora adjunta de la cátedra de Estudios de Género de la Facultad de Psicología (UBA). “Si se piensa que las mujeres somos efecto del cuerpo y fundamentalmente del útero, no es casual que el tratamiento sea sólo biologicista. Por caso, la psiquiatría y la salud mental alternativa disputan espacios de poder con la psiquiatría tradicional en todos los ámbitos de atención de la salud mental de la ciudad, menos en el neuropsiquiátrico de mujeres.”

Cerca del campito de fútbol que se armó el personal masculino del hospital, y que devino en cancha de papifútbol para alquilar a particulares por cinco pesos la hora (son memorables los encuentros de al menos cinco equipos diarios), funciona el hospital dentro del hospital, un edificio con capacidad para 26 camas, que se recorta de la nave mayor, y servicios de traumatología, cirugía, clínica médica y ginecología, la paradoja del sector: apenas dos especialistas, Rubén Biganzoli y Luis Giardino, cubren el área de mayor demanda. “Que haya dos ginecólogos para cerca de 1200 pacientes también es una cuestión ideológica”, subraya Giardino, que en algún momento solicitó la incorporación de residentes en ginecología del Hospital Argerich para colaborar en el servicio, “pero Marchant no lo permitió”. Y que los baños sean compartidos por trabajadores e internas, o que a diario la desnudez de unas se desdibuje con los cuerpos despojados de las otras vuelve a hablar de una ideología que las funde en una misma masa informe. “Todos los territorios de este neuropsiquiátrico están subvertidos, en la violencia y en la dejadez”, reflexiona el médico.

“Doctor, ¿yo ya estoy bien? ¿Qué pecho me operó, el izquierdo o el derecho? No encontró nada raro, ¿no?”, pregunta un cuerpo en camisón que delata el plano vertical del lado izquierdo, la mama que falta a los casi sesenta años. “En estos ocho años que llevo en el servicio hice unas 500 cirugías por patologías mamarias, mientras que durante los cinco años que trabajé en el Argerich operé un solo cáncer de mama. Es llamativo, pero nunca se realizó una investigación que revelara el porqué de la cifra. Yo lo relaciono en alguna medida con los psicofármacos que les suministran, pero los estudios no dicen que presenten alguna contraindicación de este tipo.” Para Tajer, “muchos de esos estudios provienen de Estados Unidos o Europa, y establecen protocolos universales que no sabemos qué efectos pueden causar en otras poblaciones. Dudo mucho que existan investigaciones concretas sobre la posible incidencia de psicofármacos como causales de patologías mamarias”.

“A las chicas les gusta estar informadas”, comenta una mujer pequeña de guardapolvo azul cabeceando hacia el noticiero con audio en off que transmite el televisor. Está muy alto el aparato; duele el cuello de sostener la mirada. El cuerpo de guardapolvo azul apura el paso con fuentón al pecho que anuncia hora de almuerzo. El olor preavisa comidas sencillas, probables guisados que se derramarán en hileras de platos plásticos sobre mesadas de madera, como en los campamentos, como en el Ejército. Y entonces aparece Mabel.

Mabel es la caba del pabellón Esquirol, el de los dos metros de aguas servidas y un gran árbol de Navidad encaprichado en prolongar fechas. Es rubia, de cuerpo grueso y dedos firmes que señalan, empujan suavemente al acompañar (hacia fuera del pabellón). No invita a recorrer, pero gusta de hablar. Mabel es la mujer de Mario Muñoz, el delegado gremial de ATE en el Moyano, que salió a apoyar públicamente la gestión del director desplazado y el que por estos días se sienta con las autoridades del hospital para discutir la continuidad del servicio. Mabel es la esposa del hombre que a fines de diciembre dijo “rechazamos la intervención y vamos a parar hasta que (Donato) Spaccavento nos reciba”. El paro quedó en stand by, pero Muñoz sigue apostando por la vuelta de Néstor Marchant.

La caba lamenta y da revancha en un solo gesto. “Nos hicieron tanto daño; nos calumniaron, dijeron que mi marido tenía una cuatro por cuatro, una casa en un country, y yo los fines de semana me la paso pintando las rejas de ‘la mansión’. Amo este hospital como todos los que trabajamos aquí; si yo misma coloqué esas franjas de empapelado para poner más lindo el pabellón. Paso más de doce horas diarias con estas pacientes, que son como una familia”, a la que va deteniendo de a una en fila para que cuente “quién es” Mario Muñoz. “Dale, decile qué malo es Muñoz”, ironiza. “Cuántas propiedades tiene y contale de la 4x4.” La aludida asiente por cabeceaditas breves. “¡Yo lo quiero a Marchant! ¡Viva Marchant!”, concluye la militante en retirada, ya bisabuela, informan.

“El caso Mabel”, como bien podría llamarse, no difiere del de sus colegas, enfermeras con más de quince años de servicio, funcionales a ese modelo hospitalocéntrico al que defienden “porque si no estamos nosotros, quién va a llevar adelante todo esto” y porque “en realidad esta movida viabiliza la apropiación de las tierras del Moyano para concretar un negocio inmobiliario”, menudo fantasma para agitar los espíritus de las internas que viven del y en el hospital, y los intereses de agrupaciones, profesionales y empleados que hicieron del manicomio un andamiaje burocrático con ingresos presupuestarios de por vida. “Habría que preguntarse dónde están las resistencias, qué resisten, cómo y para qué, porque debemos tener en cuenta que no sólo son cuestiones ideológicas: existen cuestiones corporativas, gremiales y profesionales y otras muy fuertes de la industria farmacéutica”, plantea el psicólogo Angel Barraco, que integra el Movimiento Social de Desmanicomialización y el Consejo de Salud Mental de la Ciudad de Buenos Aires. “Durante décadas, el manicomio funcionó como dispositivo de control social. A partir de los noventa cambia la perspectiva y empieza a funcionar como una especie de unidad de producción, generando en sí mismo riqueza y por ende un gran nicho de corrupción. Hoy por hoy, los neuropsiquiátricos porteños absorben casi todo el volumen del presupuesto para salud mental de la ciudad”, que en más de un 70 por ciento es destinado a sueldos.

“Esta es mi casa –advierte Mabel–. Aquí prácticamente se crió mi hijo. Te voy a contar una anécdota: yo tenía una paciente que a la hora de comer apretaba la boca y no había manera de meterle la comida, pero cuando venía mi hijo, ¡era chiquito él, tenía unos ocho años!, yo le decía vení, ayudame, dale de comer. Y podés creer que con él comía.” Hay que creerle a Mabel, sobre todo darle crédito “al amor que les tengo a todas éstas” y señala al aire, al montón, a la inmensidad de los jardines medio secos. “¿Conocés ese dicho de que el perro es el mejor amigo del hombre? Bueno, ellas son como perritos falderos; vos les das cariño, las cuidás y te siguen, te quieren.”

Entre 1998 y 2003, la Defensoría del Pueblo llevó adelante una investigación por violaciones a los derechos humanos. Se pidieron sumarios para enfermeros y para una empresa de seguridad que siguió prestando servicios a la ciudad, pero la reacción más sonada llegó desde un grupo de psicólogas del neuropsiquiátrico, que se presentó en la Defensoría para quejarse por el estado público que tomó la investigación, cuando el verdadero problema era que “las pacientes eran muy promiscuas, que no se las podía vigilar todo el día y que muchas veces se pintaban y salían a ejercer la prostitución”, adujeron. Nada se dijo entonces, como nada se dice ahora, de las condiciones deplorables en que se encuentran las internas de la Unidad Psiquiátrica Penitenciaria Nº 27 del Moyano. Una investigación reciente del Equipo de Salud Mental del CELS reveló que en esa unidad se utilizan celdas de aislamiento, cubículos de dos metros por uno y medio sin luz, agua potable ni sanitarios, para alojar a mujeres entre diez días y un año y medio por orden judicial, por considerarlas un peligro para sí mismas. “Fue notable el control que las autoridades ejercían sobre las internas: al llegar a una celda con ocho internas la encargada del penal gritó desde afuera: ‘Al pie de las camas’, y todas las internas saltaron y se pararon a los pies de las camas, en estado de atención. El personal de la Unidad les prohibía a las mujeres hablar con quienes estaban realizando la visita.” Una de las profesionales del equipo, la psicóloga Graciela Guilis, adelantó que “se está analizando elevar todos estos casos a organismos internacionales de derechos humanos. Se trata de daños gravísimos e irreparables a los derechos a la vida, a un trato digno y a la integridad como personas”.

Desde la Legislatura, una comisión de seguimiento intentaría revisar “los niveles de superpoblación de pacientes, los recursos físicos y humanos, presupuestos asignados, servicios mercerizados y, sobre todo, el grado de implementación de la Ley de Salud Mental y los niveles de ejecución de la Resolución 2002/05 de la Secretaría de Salud, por el que se crea un programa especial de Atención de Personas con trastornos mentales severos y que propicia la creación de centros especializados de atención, asignación de camas psiquiátricas en hospitales generales de agudos y se favorece la desinstitucionalización”, anuncia la legisladora del Frente para la Victoria Ana María Suppa, que participa en esa comisión.

En los talleres protegidos del Moyano las mujeres hacen manualidades y se ensimisman; desde un ángulo de la puerta asoman al fin las caricaturas del estereotipo de mujeres tradicionales. Permiten que se las observe y les conversen; saben compartir asientos. Ninguna opinará sobre la falta de anticonceptivos que hubo a fines de los ‘90, los usos de chalecos de fuerza prohibidos en los ‘70, las pacientes (106 fueron) que comían con las manos por falta de cubiertos y las otras 34 que murieron desnutridas. Por toda explicación, uno de esos cuerpos de manos hábiles unirá el índice a la boca en señal de silencio. “Aquí no; otro día. ¿No ve que llueve?”

Roxana Sandá / Diario Pagina12 / Argentina 2006

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