Participante número dosss...”, anuncia el locutor, y la chica avanza. Usa zapatos blancos, pollera azul bordada con muchos colores, entre los que aparecen los de la bandera Whipala. La modelo lleva un accesorio especial: un sombrero del que asoman plumas y pompones, y del que cuelgan cintas que cubren, casi, su cara. Y su sonrisa. Pero la forma en que se mueve (un movimiento de cadera para acá, los piecitos para allá) insinúa que debajo de ese velo desangra el orgullo con el que representa al lugar donde ese traje no es un disfraz. Esta no es una pasarela cualquiera. Tampoco desfila una belleza a primera vista, al menos a la primera vista a la que nos acostumbró la televisión nacional. Y eso rescata, si es posible, a este concurso de otros de su clase. La participante danza en nombre del Centro de Residentes Bolivianos de Comodoro Rivadavia.
Los parlantes explotan de música hecha con flautas y trompetas. Suenan sayas y caporales mientras se presentan las ocho concursantes del Miss Bolivia en la Argentina, la fiesta que se repite todos los años, desde hace siete, con la excusa de elegir a la reina de la colectividad más grande de este país.
Para ser linda, según este certamen, no hace falta tener piernas kilométricas, no importa si la piel escupió un granito ni hay que ocultar la medalla de la Virgen de Urkupiña bajo los collares de moda. Lo importante es tener “personalidad simpática y amar la cultura boliviana”, rezan los requisitos que circularon entre las asociaciones de exiliados de ese (gran) país del norte. Cada institución convocó a una candidata para que la represente; no hace falta que haya soñado con ser modelo, ni siquiera por esta noche. Porque tener la documentación al día es suficiente y más importante, incluso, que haber probado todas las dietas o poder pagar una cirugía estética. “La tendencia es la belleza artificial, pero porque hay eventos que lo permiten. Acá, la exigencia es buscar a la mujer bella por dentro, natural. No buscamos una belleza comprada, sí una belleza cuidada”, argumenta la verdadera Miss Bolivia en Argentina, Isabel Avendaño, la mentora de este encuentro.
No es sólo una cuestión de principios lo que impulsa a hacerlo de esta forma: tampoco alcanza el presupuesto para poner a punto de caramelo a las candidatas. “Menos es más”, decía la coach de las Súper M. Pero esta vez va en serio. ¿Va en serio? ¿Hay un Lado B de los concursos de belleza? ¿Serán estas concursantes primas lejanas de aquellas misses que se negaron a participar de un certamen en Nigeria porque el gobierno de ese país iba a lapidar a una mujer? ¿Son objetoras de conciencia que pelean por la reivindicación étnica o son víctimas, en definitiva, de la esquizofrénica dictadura del cuerpo perfecto?
Sur o no sur: La participante número 3 desfila en nombre de Oruro. La 6, de la comunidad toba. Tienen entre 17 y 25 años. La mayoría son argentinas; muchas representan a un país que ni siquiera conocen, y no todas saben bien qué hacer con esa herencia. “Son hijas de trabajadores, chicas que estudian y ayudan a sus padres. No tienen la costumbre de participar en eventos de belleza, no están viviendo una vida social a pleno, como lo puede hacer cualquier chica argentina”, dice Avendaño. “Es doble responsabilidad para ellas vivar el nombre de Bolivia –agrega–. Muchas tienen su crisis, no saben de dónde son, hacia dónde van. Hay confusiones, y mucho tiene que ver con el prejuicio que existe hacia los bolivianos. Por eso, se valora a la que sigue con sus raíces y, a la vez, tiene conciencia de que pertenece a una nación que le da todo.”
María Luz, de 10 años, sigue a una mujer sonriente que lleva su pelo oscuro hasta la cintura. “Es la Miss Universo”, explica María Luz de una morena llamada María Laura Fernández. Es hija de bolivianos, vivía en un pueblo mendocino. Hace tres años, participó del concurso. Quedó tercera. Hace dos años, participó otra vez del concurso. Y lo ganó. Ganó la oportunidad de venir a vivir a Buenos Aires, ganó un trabajo en el consulado, ganó poder cumplir un sueño: anotarse en la carrera de sociología, en la UBA. Dicen los mayores que lo del concurso es una excusa para integrar a las nuevas generaciones, aunque, eso sí, hay que ganarlo. Y las chicas no se resisten demasiado: quién te dice que esto no les cambie la vida, les brinde una salida al mar.
Sobremesa: El sombrero de los bailarines dice: “Los Caporales, Villa Celina”. Son ocho hombres que alientan el entretiempo. Se menean dentro de trajes de terciopelo violeta, y cada movimiento hace eco a través de la ristra de cascabeles que cuelgan de sus pantorrillas. ¡Ey! ¡Ey! ¡Ey!
Es en “El Palacio del Buen Gusto”, un restaurante ubicado en el corazón de Flores, donde se decide el futuro de este reinado. Las mozas van y vienen con platos típicos como salchipapas y chicharrón de cerdo. Como observadores de estos comicios, además de amigos y familia, se ha autoconvocado mucha testosterona joven. Una bola de espejos refleja el cartel rojo de Argenper, una de las empresas que gira el dinero que los bolivianos mandan a los parientes. Las remesas de este año ascienden a U$S 500 millones.
En un ángulo del salón, están los presidentes de las colectividades. Vinieron desde Pilar, Mar del Plata, Comodoro Rivadavia, Mendoza y San Juan. Este es, para ellos, el momento más excitante: el embajador se ha sentado a su mesa. Le cuentan sus preocupaciones. Lo comprometen. “La migración de Bolivia es una migración móvil, está cerca del millón de personas. Hoy en día, hay una presencia cada vez más fuerte en la Patagonia. No hay otro país en el mundo que haya recibido tanta cantidad de bolivianos”, cuenta el vicecónsul adjunto de Bolivia en la Argentina, Alvaro González Kint. Todos los días, 70 personas de su mismo origen pasan por su oficina para iniciar el trámite de radicación. En una mesa vecina, una mujer hace gala de su memoria: “En el Buri Camba, un evento de cruceños, el embajador saludó mesa por mesa. Yo lo vi”, cuenta, mientras el embajador está, ahora, a punto de tomar la palabra. Los representantes del Estado boliviano participan de este tipo de encuentros desde octubre de 2003, cuando tras la explosión de la “guerra del gas” la clase política tuvo que acercarse a los ciudadanos para intentar sobrevivir. El funcionario realiza un saludo formal y habla, incluso, de fútbol, pero no dice una palabra de la otra elección, la histórica, la presidencial. Total, los 2,5 millones de bolivianos que viven fuera de su tierra no pueden votar. Está hecha la ley, pero todavía no está reglamentada.
Amor América: Las concursantes ya desataron los pompones de sus trenzas; se quitaron las polleras tableadas que, al moverse, sacan chispas de sus piernas. Se preparan para la pasada “Vestidos de noche”. Lentamente, dejan de parecer modelos de Martín Chambí, el primer fotógrafo indígena de Perú y el que mostró como nadie la belleza de su gente, y también los condicionamientos de clase. Cada participante está inmóvil, rodeada de 3 o 4 personas que la aconsejan, al mismo tiempo, sobre cómo embriagar al jurado. El tribunal está integrado por bolivianos y por “argentinos-argentinos”, 100% sangre del país de Valeria Mazza, del que está segundo en el ranking mundial de bulimia y anorexia y que comparte, con las brasileñas, el trono de las adictas al bisturí.
“Vinimos a representar a la comunidad de Mar del Plata –detalla Fredy Ortuño, mientras espera el desfile final–. La nuestra es una migración rural-rural. Del campo de Bolivia, al campo de Mar del Plata. El 60% somos de Tarija, el 30% de Potosí. Somos parte activa de la economía de la ciudad.” Ortuño reniega de la versión oficial, que dice que las más lindas son las cruceñas, como la Miss Bolivia 2003, Gabriela Oviedo, que gritó al mundo que en su país no todos eran indios sino que había mucha gente alta y rubia, como ella. Les cuesta a los padres, como Fredy, demostrar cuánta belleza hay en el modelo de mujer morena, con un cuerpo generoso. Les cuesta tanto como a sus hijos desconfiar del mensaje que estereotipa lo blanco como sinónimo de belleza. “Pero las laburadoras son las tarijeñas –jura Fredy–. Son preciosas, preciosas, y trabajan a la par del hombre. Cuando sale el sol, ya la ve carpiendo la tierra, con su wawita arriba.” En los improvisados camarines, abunda el perfume a crema de enjuague. Los peluqueros están a full. “Son alumnos del primer Instituto Boliviano de Peluquería de la Argentina”, cuenta Anita Luz Salles, su directora. “La gente de Bolivia siempre viene a trabajar en costura y verdulerías; entonces, hay que darles categoría. Por eso, hay institutos que ayudan a través de clases de computación, mecánica dental, enfermería. Al salón vienen argentinos también, se sienten cómodos. Ellos quieren tener lo que tenemos nosotros: nuestro cabello lacio, negro, neto, nuestra piel, y nosotros queremos tener el cabello de ellos, y esos rulos”, suspira la jefa detrás de un mechón rubio que despabila su melena caoba.
Fin de fiesta: “¿A qué hora entrás mañana al mercado?”, le pregunta un hombre a su compañero de mesa, mientras acomoda a uno de sus hijos que duerme sobre las sillas. Nadie disimula el cansancio: es jueves, y algunos vienen de lejos. También se van marchitando las flores que esperan, en ramo, a las concursantes. Esta noche no habrá perdedoras, todas se llevarán una corona y un título: Miss Litoral, Miss Integración, Señorita Bolivia...
La pasarela recobra el pulso cuando la transitan Nilda Huayraña Ruiz, Paola Aguirre Sánchez, Analía Marisel Mora Vargas, Eva Ramírez, Muriel Ingrid Coque Aldana, Miriam Arce, Lilibeth Justiniano Campo y Karen Cecilia Arias Rivero. A falta de la enumeración de los hobbies de las candidatas, otra alternativa: una pregunta sorpresa para cada una de ellas. Y vaya sorpresa. “¿Qué es la política?”, “¿Qué significa para vos el folklore boliviano?”, “¿Qué pensás de las drogas?”, interroga el locutor.
Las participantes no lanzan gritos histéricos. Relajadas, lo único que las encandila son los flashes de las cámaras domésticas. Se comienzan a conocer los resultados, y se procede. Ahora, a diez escalones del piso, quedan sólo dos candidatas: la número seis, morena y de ojos rasgados, con vestido rojo corte princesa, a punto de lagrimear. La otra, muy pizpireta, con pelo castaño claro y desmechado. La lágrima escapó, finalmente, cuando el locutor declaró a la número seis, Miriam Arce, Señorita Bolivia (lo que, en criollo, sería primera princesa).
Los medios de la colectividad le hacen un primer plano a la flamante Miss Bolivia en la Argentina, que cuenta que acaba de terminar el secundario y va a estudiar trabajo social. “¿Seguir una carrera como modelo? ¡Já! No sé”, responde la pizpireta, la participante número dos, Paola Gisela Aguirre Sánchez. Es de Comodoro Rivadavia; integra una comparsa, porque esa música la hace vibrar y pensar en sus abuelos, que viven en Cochabamba.
“¡Lo llevo en alto! A Bolivia, nunca la negué. A muchos les pasa que tienen la autoestima baja –reconoce Aguirre–. Lo veo en mis compañeros de baile: vienen en busca de trabajo y de una vida mejor. Necesitan un apoyo fuertísimo y, por ahí, la gente no lo sabe, no sabe apreciar eso. Por eso yo los voy a defender.” Como dicho al pasar, susurra porque le emociona tanto haber salido reina: a lo mejor, así, puede “conocer Bolivia personalmente”.
Juana Celiz
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jueves, octubre 26, 2006
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