martes, octubre 31, 2006

"Tenemos que pasar de la tolerancia a la solidaridad"

En 1990 el sociólogo polaco Zygmunt Bauman tomó dos decisiones importantes: abandonó su claustro en la Universidad de Leeds y empezó a hacerse cargo de la cocina del hogar.

Los resultados fueron inmediatos. En el caso más asombroso de florecimiento tardío del mundo académico, pasados los 80 años y sacando prácticamente un libro anual, se ha convertido, desde entonces, en la "nueva" estrella de la sociología contemporánea. Sus conceptos -"modernidad líquida", "residuos humanos" y "poblaciones superfluas"- revolucionaron el campo sociológico y hoy es considerado una eminencia entre sus pares. Además, los libros de Bauman -quien sobre los problemas del mundo de hoy dice que hay que pasar de la tolerancia a la solidaridad, y, sobre la sociología dice que hoy es imprescindible para la gente común- son bestsellers leídos por un público muy general y donde sea que da una conferencia recibe tratamiento de estrella pop.

El otro resultado es que cualquiera que vaya a entrevistarlo a su casa, en Inglaterra, recibirá, junto a la taza de té de rigor, sus pastelitos recién horneados. Pero esta entrevista se realiza en Barcelona -vino a presentar la traducción al castellano de su libro "Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias" (Paidós)-, donde el bar del hotel está cerrado y no hay ni un café para ofrecer. A pesar de las afirmaciones de esta redactora de que viene de un almuerzo y realmente no necesita nada, la cara de angustia del autor de clásicos como "Modernidad y Holocausto", "La globalización: consecuencias humanas", "Trabajo, consumismo y los nuevos pobres", "Modernidad líquida" y "La modernidad sitiada" no desaparecerá hasta que, casi al despedirnos, finalmente se materialice un mozo.

Su angustia también se debe a que después, a la tarde, lo espera una conferencia sobre la inmigración, justo cuando los titulares de la prensa del día dan cuenta de un rechazo generalizado hacia el fenómeno de los inmigrantes.

Como siempre, Bauman tiene una visión muy original para explicarlo: "Los inmigrantes, y en particular los buscadores de asilo, son una caricatura de la elite global", subraya.

-¿Qué pueden tener que ver las personas más ricas con las más pobres del planeta? -Se comportan de manera exactamente igual. La elite global sale de la nada, compra la compañía donde uno trabaja, racionaliza, despide a la mitad y es una fuerza que uno no puede ver, cuyas decisiones se toman en países distantes del propio. Es la fuente de incertidumbre de nuestra vida cotidiana. Uno puede estar disfrutando del momento, con buena relación con amigos, jefes y colegas, pero a la noche empiezan las pesadillas: ¿qué pasaría si perdiéramos el trabajo? ¿Si a nuestra pareja la transfirieran a otra ciudad? La fuente de nuestras angustias es la globalización de la industria financiera, del mercado de capitales, del comercio, pero todo esto son nociones abstractas que uno no puede controlar. En cambio, al inmigrante se lo ve. Está ahí. Pero como todos estos conceptos abstractos, sale de la nada, no pertenece y puede resultar una sorpresa desagradable. Entonces, la reacción natural es hacer algo sobre la parte de nuestra vida que sí controlamos.

-¿Por ejemplo? -Uno no puede escribirle a Rodríguez Zapatero y pedirle que pare el comercio internacional, porque el país sería severamente castigado, pero sí que dicte nuevas leyes para fortalecer las fronteras o que redoble el muro en Ceuta y en Melilla. Es como el viejo chiste del borracho que está buscando algo bajo un poste de luz. Un hombre que pasa le pregunta qué busca y él responde que un billete de veinte euros que perdió. "¿Lo perdió aquí?", pregunta el hombre. "No, en la otra cuadra", responde el borracho. "¿Entonces por qué lo busca aquí?", insiste el desconocido. "¡Porque aquí hay luz!" Bueno, todos nosotros estamos buscando la solución a nuestros problemas en el lugar equivocado, simplemente porque es lo que podemos ver. Sobre las compañías internacionales sólo podemos leer en los diarios, pero al vecino de un país pobre lo podemos correr para que se vaya.

-¿Cómo ve usted lo que ocurrió recientemente con la violencia en los suburbios franceses? -En Francia se combinaron dos problemas. Por un lado, están los millones de jóvenes que inmigraron buscando el trabajo y la dignidad humana que no encontraban en Marruecos, Túnez y el desierto del Magreb en general, y que son los típicos residuos humanos, porque al no poder acomodarse a las fuerzas de la modernización que afectaron a su país de origen, su existencia se transformó en redundante. En todo el mundo la globalización dejó grupos de gente afuera, que no se pudieron acomodar. Pero en Francia esto se combinó con la tradición republicana, y eso fue un cóctel explosivo.

-¿Por qué? -Porque según esa tradición cualquiera que tenga pasaporte francés es francés, aunque venga de otro país, y no se lo debería tratar de manera distinta que al resto de los ciudadanos. Esto es una fantasía, pero los ministros de cultura están siempre muy temerosos de que se los acuse de preferir una cultura por sobre la otra, y entonces se muestran completamente indiferentes a los problemas de grupos inmigratorios específicos. Esa es la actitud del gobierno francés ante los problemas sociales. Es interesante que en los ataques de los suburbios franceses el objetivo muchas veces fuera la escuela. Esto es muy simbólico, porque en la escuela todos estos inmigrantes tuvieron buenísimos profesores, que les decían aprendan esto y esto y compórtense de esta manera y tendrán las mismas oportunidades que el resto de los franceses. Pero después salían al merado laboral y por su color de piel, religión o apellido no recibían los puestos de trabajo, y se daban cuenta de que aquello no había sido cierto. Siendo gente racional y bien educada en el excelente sistema educativo francés, estos inmigrantes e hijos de inmigrantes son plenamente conscientes del choque entre el ideal abstracto aplicado a todos y la realidad del multiculturalismo, en la cual hay desigualdad social, económica y de aceptación. Se sintieron, lisa y llanamente, engañados. Por eso vandalizaron las escuelas, curiosamente en el nombre de los valores franceses de igualdad, fraternidad, libertad, en los que fueron educados, pero que nunca vivieron.

-¿Lo mismo podría pasar en Gran Bretaña? -No, jamás. No digo que Gran Bretaña sea mejor, pero sí que existe una larga tradición de que ser británico puede significar ser galés, irlandés o escocés, que se puede ser británico de distintas maneras, hablando distintos idiomas, tener distintas tradiciones históricas y diversas culturas, e igual ser un buen ciudadano británico. Entonces cuando empezó a llegar masivamente gente de las ex colonias, los británicos la recibieron en este marco, entendiendo que hay distintas maneras de ser británico, pero que el Estado debe ayudar a algunos grupos de maneras especiales para su integración. Francia siempre se negó a hacer esto, nunca pudo reconocer que una niña con velo islámico en la escuela puede ser una excelente ciudadana francesa y creer en un Dios distinto.

-Pero esa chica que lleva puesto el velo islámico, ¿hasta dónde es ella la que decide ponérselo y hasta dónde es una imposición familiar, que le dificultará una relación de mayor igualdad con el resto de las alumnas? -Piense usted en dos chicas que están en la misma clase. Una viene de una familia marroquí, la otra de una tradicional familia francesa. No son diferentes: ambas son productos de las presiones de su entorno. Las figuras de autoridad de sus distintas culturas les imponen distintas cosas. A una, que use el velo y que se case con un musulmán; a la otra, que no use el velo, pero que esté delgada, y que no se case con un musulmán, sino con un muchacho cristiano, con dinero y de buena familia. Lo peor es que ahora a las chicas musulmanas se les prohíbe usar el velo con la promesa de que si dejan de usarlo encontrarán las mismas oportunidades de vida que las demás compañeras, y luego, por su origen magrebí, esto no resulta cierto. Ellas ya vieron lo que pasa, ya lo saben, y la imposición es poner sal sobre la herida. La promesa de igualdad, además de la desigualdad que ven en la práctica, es una peligrosa combinación.

-¿Cómo ve a la Argentina y a los países que fueron tradicionalmente inmigratorios? -En los países que son receptores de inmigrantes por naturaleza, donde la familia de casi todo el mundo vino originariamente de otro lugar, la gente está acostumbrada a distintas historias de vida. Francia fue distinta desde la época de Napoleón, que no se declaró emperador de Francia, sino de todos los franceses y de todo lo francés. Nunca existió el reconocimiento al derecho humano de ser diferente. Mis amigos franceses dicen que son tolerantes, pero eso no es suficiente: es una posición de superioridad. El desafío hoy es pasar de la tolerancia a la solidaridad, que no sólo acepta que la gente puede ser diferente, sino que sostiene que la diferencia es algo bueno, que del contacto se aprende y todos salimos enriquecidos. Como los nuevos grupos de inmigrantes en Europa son distintos y, a diferencia de grupos anteriores, van a permanecer distintos, es fundamental que aprendamos esto. Si no, toda Europa eventualmente se convertirá en banlieue, en un suburbio de inmigrantes.

-En su último libro, llama la atención la gran cantidad de referencias que hace a artículos periodísticos. ¿Por qué las hace? -Yo respeto muchísimo a los periodistas. Sobre todo, a los que escriben para periódicos serios. Considero que son mis mejores colegas sociólogos. La sociología académica, por así llamarla, tarda mucho en registrar los fenómenos nuevos. Nos enseñan en la universidad que antes de decir nada tenemos que juntar datos, confirmarlos, hacer regresión estadística, y recién ahí ver a qué tendencia apuntan. Peor aún: para cada tema hay que concursar para los subsidios a la investigación -proceso largo y burocrático, si los hay-, buscar doctorandos que estén en temas afines para armar el equipo para los próximos dos o tres años? Somos como el búho de Minerva, símbolo de la sabiduría, que, como bien dijo Hegel, sólo abre sus alas cuando el día ha terminado. Para cuando un sociólogo saca un libro, la realidad ya está moviéndose en otra dirección. Los periodistas están en la posición exactamente contraria. Van de aquí para allá, y en cuanto intuyen un fenómeno escriben sobre él, sin ponerse a teorizar. Yo intento ubicarme en una posición intermedia. Uso mis herramientas de sociólogo para conectar las cosas, generalizar y sacar conclusiones, pero me baso mucho en artículos periodísticos. Vivimos en una modernidad líquida, lo cual significa que cambia su forma constantemente. La modernidad sólida es como esta mesa. Para romperla hace falta mucha fuerza. Pero la modernidad líquida es como una taza de café: si la ladeamos, el contenido cambia de forma completamente. Me siento muy feliz de explotar a los periodistas, porque son los mejores para registrar la cambiante forma del café al segundo de que algo movió la taza.

-Otra de las características de sus libros es que son accesibles para un público no especializado. ¿Es una búsqueda deliberada? -Cuando yo era un estudiante, la sociología era sobre la ingeniería social, sobre cómo cambiar los comportamientos masivos, y estaba dirigida principalmente a gente en posiciones gerenciales, desde el supervisor de una industria hasta un ministro del Interior. Las preguntas que interesaba responder era cómo organizar las relaciones sociales en una fábrica para evitar una huelga, cómo cambiar la conducta de jóvenes de bajos recursos para disminuir el crimen, cómo incentivar a los inmigrantes marroquíes para que se conviertieran en ciudadanos franceses. Los sociólogos apuntaban a quienes buscaban cambiar actitudes y comportamientos y, por ende, escribían en un lenguaje para gerentes. Eso ya no corre más. El problema puede ser que yo haya vivido demasiado tiempo y siga haciendo sociología, pero lo que veo es que los gerentes ya no quieren tomar responsabilidad por lo que hacen sus subordinados: tercerizan todo lo que pueden y su relación con la compañía o institución es la de compra y venta de servicios: si no funciona, se cambia, y listo. El resultado es lo que Anthony Giddens llama life politics, políticas de vida. Lo que antes era responsabilidad de la empresa, o del Estado, ahora es responsabilidad y obligación de la persona, del empleado. De esta manera, la sociología perdió a su principal cliente: los gerentes que tomaban como propia la responsabilidad de cambiar el estado de las cosas. Para muchos, perdió así también su misión y lugar en la sociedad.

-¿Y es así? -Yo creo exactamente lo opuesto: que la sociología nunca fue tan crucial y necesaria como ahora. El único tema es que en vez de dirigirnos a los gerentes debemos dirigirnos a los ciudadanos comunes y corrientes, que deben lidiar con los problemas cotidianos. Son sus autogerentes. Ya nadie decide por ellos, y necesitan algún tipo de comprensión sobre cómo funciona la sociedad, cuáles son los hilos invisibles que sostienen el andamiaje, para saber cómo actuar. Obviamente, describir la situación, explicar qué la provocó y desenmascarar sus contradicciones, como hacemos los sociólogos, no es lo mismo que reducir las problemas o presiones, pero es un primer paso necesario porque sin esa información estarían aún más perdidos de lo que están. Ese es el principio básico por el cual yo guío mi trabajo. Algunos siguen escribiendo en un lenguaje para gerentes. Yo sé que tengo que ayudar a que las personas comunes encuentren su sendero en el laberinto.

-¿Qué hace cuando no está trabajando? -Salvo la cocina, no tengo tiempo para hobbies. Tenía muchos de joven, pero ahora lo único que hago es observar a la gente. En esta misma charla yo te estoy analizando. En las entrevistas siempre estoy aprendiendo, como también aprendo de las preguntas en mis conferencias. Quiero ver qué es lo que la gente quiere saber sobre la vida. Eso me desvela y no tengo tiempo para nada más. El problema es que yo mismo me hice grandes preguntas cuando era joven y todavía no las pude responder. Estoy en el camino, pero sé que a mi edad estoy corriendo contra el reloj...

Juana Libedinsky
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