Hay un toque ligeramente teatral en su vestuario que combina el brillo y lo deportivo, en su risa fuerte y fácil, incluso en su acento madrileño con las zetas bien colocadas. Es natural que Fernanda García Lao tenga esos artificios (en su segunda acepción: predominio de la elaboración artística) porque lo suyo es la escena, la puesta en escena, la escritura y la interpretación de obras de teatro. Experiencias que aplica con muy buena estrella a la literatura de ficción que viene escribiendo desde hace más de una década, sin publicar hasta este año. Lo que sí ha estrenado y en algunos casos publicado son valiosas piezas teatrales como El sol en la cara (1999) en el IFT, La mirada horrible (2000) en Espacio Callejón, Soy el amo (2002) en el Sportivo Teatral, La amante de Baudelaire (2004 y 2005) en NoAvestruz y Abasto Social Club, Desde el acantilado (2005), Premio Cumbre de las Américas, en NoAvestruz.
A los 39, avalada por el Premio del Fondo Nacional de las Artes y editada por Cuenco de Plata, Fernanda García Lao presenta radiante su novela Muerta de hambre, arrolladora parábola de una chica malquerida, famélica en más de un sentido, sediciosa que avanza sobre la comida, sobre sus presuntos enemigos, pisoteando reglas con encarnizamiento. Una desobediente que clama en el desierto y no es escuchada, cuya historia comienza en el capítulo “Cerca del plato” y concluye en la “Recta final” (seguida de los “Anexos”), no sin antes pasar por “Tenedor en mano”, “Boca abierta”, “Arrancar con los dientes”...
“Tengo la boca llena de hambre”, declara MaríaBernabéCastelar (así, de un tirón) en los primeros tramos. “Sin embargo mi cuerpo está demasiado pesado para seguir engullendo. He aumentado varios kilos en los últimos días. No soporto lo nítido de la existencia: mis rollos se confunden con el sillón donde estoy encajada.” Gorda que se regodea en su gordura insurrecta, que se siente más indulgente con el estómago abarrotado, Bernabé apenas le abre la puerta al chico de la parrilla para no ver sus ojos escandalizados. “Mi padre alabó mis modales en la mesa”, se solaza. “Dijo que tenía el porte de una duquesa y el hambre de un jabalí.” Por un momento fugaz y esplendoroso, Bernabé cree haber encontrado el amor en Emilio, a quien acaricia delicadamente cuando duerme en el sillón, y sigue adelante: “Puse una mano en el frasco de caramelos y la otra en el calzoncillo de Emiliano. Los caramelos se derretían y él se iba poniendo frutal. Después cambié de mano sin darme cuenta y me quedé pegada a su delicia. Chorreaba caramelo y ese goteo furioso me llevó al delirio. Cuando se despertó tape su boca con mi lengua azucarada y amarilla, sabor lima limón. Lo besé con deleite y alevosía”. ¿Fue un espejismo ese tipo que le dijo “No hagas dieta. Tu cuerpo es un parque de diversiones”? Quizá sí, quizá no, pero lo cierto es desde aquel día, cada vez que muerde una fruta, Bernabé se acuerda de la carne de Emilio. Más aún, se da cuenta deque “un bocado de carne es lo mismo que un beso”. Y extraña “la persona que fui cuando estuve a tu lado. Me extraño más a mí que a ti...”
La ley del exilio
Por una cuestión de integridad moral de padre Ambrosio García Lao, prestigioso periodista y docente de Mendoza que se negó al pedido de los militares de marcar la ideología de varios colegas, la familia de Fernanda en pleno partió repentinamente, de la noche a la mañana, hacia Madrid, en 1976. “Mi manera de ser, mi personalidad tiene mucho que ver con el exilio”, dice la escritora, dramaturga, actriz, directora y también entrenadora de acento de actores argentinos cuando vienen a filmar aquí producciones españolas (la última, Torrente, de Santiago Segura). “Mi palabra tomó mucha importancia para mí al tener que deshacerme prácticamente de todo, desde chica fui cultora del monólogo. Siempre había un cupo limitado de cosas para llevar, todo parecía muy móvil.”
Fernanda García Lao vivió en Mendoza hasta el filo de los diez, que cumplió en el vuelo a España. A los dos, tres años, cuando aún no sabía escribir, le encantaba trazar garabatos, “como una farsa de escritura en los libros de mi padre. Yo quería estar ahí porque me daba cuenta de que lo importante para él en la casa era su escritorio, su biblioteca. Entonces yo escribía, por ejemplo, en un ejemplar del Quijote, en la parte del prólogo, donde había espacios en blanco. Y firmaba Fernanda, que era lo único que había aprendido a escribir de verdad. Pero mi padre me explicó: ‘No, m’ijita, la literatura es sagrada, si usted quiere escribir, hágalo en hojas en blanco’. Para mí no tenía el menor valor esa propuesta, yo ya quería estar impresa... (risas), sorteando el conocimiento de las vocales, las consonantes, la gramática...”
El padre tenía una biblioteca de clásicos del Siglo de Oro español, de novelas de aventuras (“las primeras que nos pasó para leer a sus hijas fueron las de Julio Verne. Muy masculino su discurso”), bastantes textos de filosofía, enciclopedias. Por el lado de la madre, también escritora, María del Amor González, aparecía el teatro: Chejov, Ibsen, Sartre, Beckett (“después llegué sola a Gombrowicz y se lo brindé a mi madre, cuando mi padre ya había muerto en España”). Muchos de esos libros viajaron en barco, regresaron, volvieron a irse y retornaron.
“En Madrid llevaba una vida muy madrileña, allá todo sucede en la calle. Si bien estudié piano y ballet clásico durante varios años, también periodismo, lo mío siempre pasó por el teatro. No sé si era tan buena actriz como improvisadora. Volvimos cuando yo tenía 20.”
¿Qué fue lo que decidió ese primer regreso? –En Madrid murió mi padre en un accidente. Volvimos sorpresivamente, primero a Mendoza. En realidad, yo no quería regresar, pero mi madre, que es española, decidió casi de un día para el otro repatriarnos a nosotras, sus tres hijas. Mi hermana Verónica, la mayor, nunca se sintió cómoda allá. Pero la más chica, Gabriela, y yo éramos típicas adolescentes en Madrid: no teníamos amigos argentinos, no tomábamos mate ni escuchábamos tango, nada. Y de pronto aparecimos aquí.
¿A disgusto total? –Sí, los tres años siguientes estuve deseando estar allá. Y luego me fui a Madrid con Gabriela y nos quedamos unos años. Cuando llegué a Buenos Aires descubrí mi otra mitad que había estado callada. Es más, mientras vivía en España me hacía llamar de otra forma, característico de una errante. Cuando regresé acá a los 20 recuperé mi nombre y caí en la escuela de Norman Briski, en Calibán, donde él salvajemente te agarraba de los pelos y te dejaba en pelotas, literalmente, delante de toda la clase. La primera vez que me vio me dijo que no podía ser actriz porque ya era un personaje. “Para ser actor, tenés que ser un papel en blanco.” Le respondí que él no me podía decir eso, porque era un típico intelectualoide de anteojos, jeans y conceptos psicológicos, bla, bla, bla. A pesar de todo fui admitida y empecé a trabajar en primera persona, lo que me resultó muy interesante creativamente hablando. De Briski aprendí a valorar mi desmesura como él valoraba la suya, y a no dejarme pisar, porque nunca fui un juguete de sus caprichos, como algunos de sus alumnos. Además, me quedé embarazada.
Llegamos a una parte importante de la vida viviente... –(Risas.) Claro, tuve esa primera hija a los 21. Soltera obviamente, porque pensaba que el matrimonio era un tema y la maternidad otro totalmente diferente. Fue muy gratificante ser madre. Primero, estar habitada por otro, situación que me puso en segundo plano. Después porque no sólo empecé a gestar, a parir físicamente a mi hija, sino también palabras, ideas que estaban dando vuelta sin encontrar la forma.
¿Al revés de lo que se suele afirmar acerca de que la creatividad propia del embarazo excluye otras formas de producción? –Sí, todo lo contrario. Creo que me sentí bastante Dios, pensé que Dios era una mujer de acá a la China... Yo estaba en rebeldía contra el mundo y el embarazo no es que me volvió dócil, pero me dio otro motivo aparte de mí para luchar.
Respecto de España, ¿cuál fue la mayor diversidad que encontraste aquí? –Advertí que la Argentina era un país muy machista, cosa que me sorprendió mucho porque no estaba al tanto, nadie me había avisado... (risas) En Madrid, a fines de los ‘80 hablar de ciertos derechos ya era una obviedad. Se habían ido incorporando desde el destape de los ‘70. Encima, el primer tiempo, regresé a Mendoza, y allí el papel de la mujer es todavía más insignificante. Mis hermanas y yo éramos como extraterrestres. Mis pelos bien The Cure en ese momento, y fumaba y pensaba. Caía muy raro. Cuando me vine a Buenos Aires, me sentí mucho más relajada. Aunque también me resultaba molesto que me mirasen por la calle, o que si iba a tomar algo sola, creyeran que estaba esperando que alguien se acercara. Yo entraba sola a cualquier lugar, de día o de noche, y encima con un carrito con una bebé... No sé por qué, me sentía bastante superpoderosa.
¿A Madrid te vas con tu hija chiquita? –Sí, y con mi hermana en la misma situación que yo: con una niña, porque nos quedamos embarazadas al mismo tiempo. Y cuando estuve en España, después de haber deseado tanto volver allí, me encontré con que en los ‘90 el país era un gran shopping, el espíritu del modelo neoliberal a pleno aplicado también al arte.
Escribir, casarse, descasarse
¿Cuándo empezás a escribir con cierta continuidad? –Al ir por segunda vez a España surgió la necesidad de escribir teatro. Ya en Buenos Aires había empezado con un primer libro, Coro de inmorales, microrrelatos. La primera parte son como acotaciones teatrales pero no empieza nunca la obra. La segunda parte son monólogos de mujeres que surgieron oralmente: primero los decía y grababa, después los pasaba a la escritura y corregía. En Madrid, en la etapa de los ‘90, me quedé tres años, volví a estudiar periodismo en la Complutense. Daba clases de teatro, vendía relojes por la calle, hice con un francés una adaptación de Chejov...
¿Qué te trajo de segundo regreso? –Una crisis familiar: mi madre había emigrado para allá y estaba con mi hermana y yo, y nuestras respectivas hijas, en un departamentito de Puerta del Sol. Demasiadas mujeres para ese habitáculo. Y cuando llegué a Buenos Aires, todo me fue favorable: hice algunos personajes sueltos en la tele, trabajé en El Morocco, estudié con Bartís, empecé a dirigir. Tambiénescribí una novela mística, La perfecta otra cosa, que si la ve un religioso se muere.
¿Vos tuviste formación religiosa? –No, bautizada sin ser consultada, como todo el mundo. Hice la primera comunión y pasé por el momento desagradable de la confesión: me pareció una intromisión inaceptable del cura y se lo dije.
Osadía insólita para una niña de esa edad. –Es que desde chica me despreocupé de caerles bien a los mayores. Yo sentía que los adultos olían mal, que era una farsa toda esa historia de que cuando llegabas a grande te volvías importante. Me gustaba espiarlos, revisar los bolsillos de los abrigos y las carteras de las visitas que venían a mi casa, descubrir qué había detrás de esos aires... Más tarde, me hice adicta a los baños ajenos, los revisaba a fondo para entender quién era esa persona, qué cosas de su cuerpo le molestaban.
¿Es verdad que en algún momento te casaste formalmente? –Para mí, fue algo original, que no estaba en mis planes: convertirme en una respetable mujer casada. Y me casé por civil, me tocó un juez borracho. Viví unos años en busca de la normalidad, y al no encontrarla, o al no caerme bien –me quedaba larga, corta, me hacía doler los pies– me divorcié y volví al estado de soltería que es el que más me agrada, con otra hija, Valentina, ahora de 8. Además, me había casado con un analista de sistemas.
¿Sobredosis de normalidad? –Sí, pero interesante igual: como observar al enemigo (risas) y saber que por ahí no va. Duré bastante, de todos modos. Recuperada mi libertad, empezó el período más próspero según mis intereses: una etapa en la que lo que yo escribo, pienso, hago, siento, coinciden plenamente. Ahora no me quiero perder nada. Aspiro a usar los dos hemisferios.
¿Hay mayoría de personajes femeninos en tus obras? –Me interesa darles la palabra a las mujeres. Me parece que si alguien puede decir lo que nos pasa, somos nosotras mismas, y que ya es hora. Y creo que podemos ser todo lo incorrectas, soeces e inmundas que queramos. O prolijas, medidas y detallistas. En cualquier caso, sin pedir permiso a nadie. A mí me encanta ser mujer, y creo que las mujeres del siglo XXI que no se hacen cargo de su voz, la verdad, se pueden ir al carajo. A veces viene bien mirar para atrás: en el siglo XIX había mujeres más avanzadas que ahora, que hay como un extraño retroceso. Se han perdido batallas ganadas, o casi, por inercia, por pereza.
También es cierto que el conservadurismo universal ha hecho todo lo posible por recuperar terreno, en algunos casos, por puro interés comercial, como las cirugías plásticas, un floreciente negocio. –Sí, ese tema me sorprende todavía. Tiene que ver con Bernabé, la protagonista de Muerta de hambre, en el sentido de usar el cuerpo como un discurso. Bernabé lo usa como un arma en determinados momentos, una especie de huelga de hambre al revés, porque protesta morfando.
Gorda contra el mundo
Bernabé elige proceder así, es su decisión. –Por supuesto, mientras que las operadas son como muñecas en serie que entran en esa dependencia. Además, el canon de belleza propuesto es espantoso, por no hablar de lo que representa vivir encadenada a un montón de medicuchos metiéndote sustancias químicas, botulismo.
Como una condena de Sísifo, vas subiendo la cuesta y se te cae algo... –Tal cual, no una piedra sino el culo, una teta... Una marcha contranatura ridícula. Me pregunto: en el caso de decidir ser cremadas, ¿qué pasa con tanto plástico? Todo eso tiene que ver con volverse objeto, ser usada como tal.
¿Cuándo descubriste que había gordos y gordas en el mundo? –Muy pronto. Enfrente de mi casa había una familia de obesos que era todo lo contrario de mi familia en materia de excesos. En mi casa triunfaban siempre la razón y la moderación. Y enfrente, entonces, estaba esta familia que habitualmente tenía la puerta abierta, autos muy grandes mientras que el nuestro era chico porque éramos menudos... Aquéllos reían a carcajadas con las ventanas abiertas, había gordas muy gordas, desbordadas, mucha carne en exposición. Ellas no tenían problema, usaban ropa ajustada. Yo los espiaba con la cortina cerrada, me daba la impresión de que eran más libres. No había control ni razones ni discursos acotados. Representaban el vive como quieras en estado puro. Y ahora, después de escribir Muerta de hambre, me acordé de los gordos, porque no había vuelto a pensar en ellos.
Pero se trataba de un grupo familiar de gordos, felices además. Bernabé es una gorda que se sale de las reglas estéticas impuestas, que rompe moldes, que subvierte un orden. –Sí, ella es única en su especie. Además, Bernabé dice: yo por un lado y la humanidad por otro, por eso hay tantos personajes que funcionan de antagonistas. Es ella contra el mundo.
¿Cómo escribe una flaca como vos desde la voracidad y la gordura, en primera persona? –Escribí la mayor parte de Muerta de hambre con el estómago hecho un nudo. Me estaba divorciando, experimentando un montón de sensaciones. También me producía mucho regocijo escribir a alguien tan diferente de mí, si bien Bernabé tiene algunas cosas mías. Yo creo que cada uno se construye su muro de grasa, y el de ella es literal: cuanto más gorda, más protegida. Me gustaba que ella no respondiera al estereotipo del gordito alegre y condescendiente, que fuera incorrecta y agresiva.
Bernabé tampoco responde al perfil de una bulímica que come a escondidas o se provoca vómitos. –No, para nada. Pero vale aclarar que Muerta de hambre no es una novela gastronómica aunque en su estructura recurre al aparato digestivo. No se trata de un libro de recetas ni ofrece enseñanzas de ninguna clase. La comida es el contexto, nada más, pero no el eje. Por otra parte, en la vida cotidiana soy bastante practicante de la ironía, un recurso que tiene que ver con lo filoso, lo delgado. Y quise darle esa cualidad a una gorda. Esa visión maldita, hipercrítica del otro. Me parece que Bernabé es alguien protestando contra lo que le tocó, de la forma que encuentra más a mano.
Ella engulle, devora, consume, se llena... –Lo que pasa es que Bernabé tiene un discurso con ese lenguaje emparentado con el alimento. Ella tiene hambre no sólo de comida, también de amor, de pertenecer. Porque si no, no se quejaría tanto de estar afuera. Muerta de hambre es el formato de la memoria de alguien que duda muchísimo. Y que en el apéndice final es cuestionada por una serie de personajes, porque no podía ser un relato tan unilateral. Tenían que aparecer otras voces, otra versión.
La actitud de Bernabé hasta que es internada es francamente subversiva. Ella da vuelta el modelo imperante de la flacura, de la dieta, de la continencia... Y no lo disimula. Porque incluso las gordas más asumidas no suelen reconocer que comen mucho, que se atiborran, porque queda feo. Nadie te va a decir: “morfo como una cerda hasta reventar”, como lo hace Bernabé. Por otra parte, ella hace acopio en distintos rubros, enumera todo lo que se va a zampar. –Porque está furiosa, no es que va preparando exquisitos platos con dedicación. No, no hay refinamiento en ella. Y hay un momento en que ataca físicamente, se tira arriba de las gemelas: emplea su cuerpo como arma. Es una subversiva solitaria que se excede en todo lo que tiene que ver con la boca: la palabra, la comida, el sexo. Todo lo que es oral se convierte en una herramienta para ella.
Bernabé paladea las palabras quizá con más fruición que la comida, una golosa del lenguaje. –Porque ella es una devoradora: del lenguaje, de los prejuicios, de las convenciones, del amor, de la comida. Ella no tiene recato.
¿En algún punto vos te pusiste como una actriz en la piel de una gorda? ¿Te ayudó la experiencia en ese oficio? –Me ayudó, sin duda, a dar esa percepción. La verdad es que cuando escribo es condición absoluta que no haya nadie en la casa, porque voy pasando por diferentes estados. No es que me siente a escribir elegantemente y me tome un mate. Me pasa de todo. He sufrido a la par con Bernabé. Mi entrenamiento de actriz me permitió ponerme en su piel, yo en mucho momentos era ella. Está buenísimo ser tomada por otro, poder reírme a carcajadas con ciertas ocurrencias o padecer otras instancias llorando a moco tendido a veces. Cuando ella tiene su escena con Romeo y Julieta de Prokofiev, escribí todo eso con la música en vivo que me iba direccionando. También quise ponerme en la posición de cada uno de los personajes, intentar dotar a cada uno de su propio motor, y que partan. Después yo voy a la zaga, sin saber muy bien adónde me van a llevar los acontecimientos. Un poco como la vida: yo no sabía cómo iba a ser tu living, que iba a haber té de jazmín... Cuando escribo, me gusta que me sorprendan las situaciones que se van generando más allá de lo que yo había previsto. En ese sentido, trabajo con automatismo total, y después mando un poco de orden.
Moira Soto / Diario Pagina12 / Argentina 2006
lunes, octubre 30, 2006
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